Una de las palabras más manoseadas en los últimos años es “identidad”. El término, tan gaseoso y relativo como “alma”, “patria” o “felicidad”, ha sido utilizado como arma arrojadiza, como muro defensivo de los pueblos, como eslogan publicitario o como paraíso utópico en construcción donde –una vez determinado- la vida será segura y los valores inmutables.
La identidad, sin embargo, es terca, mutante, caprichosa. De la definición de la identidad nacional –empeño permanente en los primeros años de las repúblicas independientes de Otramérica– se ha pasado a la obsesión por la identidad individual. ¿Quién soy? ¿Cómo me defino? ¿Cómo realizo esa identidad?
Esta búsqueda individual –consecuencia de un entorno intelectual postmoderno y de su traducción mediática a la cultura del simulacro y el capricho (como diría Zygmunt Bauman)- desvía la atención sobre una característica casi ineludible de la identidad: lo colectivo. El ser de hoy es, como definió la socióloga Elzbieta Tarkowska, un “humano sincronizado” que “vive únicamente en el presente” y “no presta atención a la experiencia pasada o a las consecuencias futuras de sus acciones”. La desconexión con el tiempo es tan grave como la desconexión con el espacio y con los otros.
En contradicción frontal con nuestro tiempo, una actitud subversiva (en su sentido original de subvertir el orden social o político establecido) es afirmar con rotundidad que somos en lo colectivo o no somos, compartimos una identidad grupa sin la cual no es posible la individual, nos ‘contaminamos’ del Otro y deberíamos relacionarlos con él bajo los principios éticos que señala Emmanuel Levinas. Tratar de construir una “identidad de frontera”, opuesta al Otro –aunque la identidad tiene mucho de selección por negación-, con las únicas armas del yo, es como tratar de apagar un incendio en un edificio de 10 plantas con la única ayuda de un perplejo cubo con agua.
Hace unas horas, instalado en la hermandad, pude sentir como el Otro eran los Otros, como campesinos e indígenas de Chile, Guatemala, Nicaragua, Panamá y otros puntos de esta Otramérica amenazada compartían con gente de ciudad, con activistas con algunos despistados también. Un festival de patio, el Grito de la Tierra, y un discurso claro: «nosotros no somos culpables de la devastación, son ellos, es el modelo capitalista de acaparación. Pero, nosotros, unidos somos más fuertes, somos hermanos, somos iguales». La identidad de los periféricos es, probablemente, la única esperanza de este mundo de engaños. Si hoy soy soy en ellos. La subversión de la identidad es, definitivamente, renunciar a los muros y acariciar los abrazos…