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La Tremenda Crew United

 

Mi hermana me ha pedido que cogiera su coche y fuese a recoger a mi sobrino Raúl al entrenamiento de básquet. Luego iremos al restaurante casa Enrique, que es donde comeremos hoy con mi madre y mi cuñado. Mi cuñado ha dejado la dirección programada en el gps, me ha dicho mi hermana, así que es imposible que me pierda.

 

Los chicos no han terminado cuando llego y están todavía dando vueltas al campo, mientras el entrenador les grita que vayan más rápido, que parecen nenazas. Un entrenador de la vieja escuela, pienso. Sintiendo una suerte de nostalgia me reclino sobre las gradas y me enciendo un cigarrillo. Me acuerdo de cuando veníamos a ver jugar a los mayores, que enfrentaban a rivales de nombres de ciudades mucho más conocidas e importantes que la nuestra. Perdían casi siempre, pero nosotros les animábamos a rabiar. Entre los doce y los quince años no me perdí un solo partido.

 

Me he llevado un buen susto al ver aparecer tras una de las columnas a José Luís Gordillo. No sé si me ha sorprendido más su cortante orden (“aquí no se puede fumar”) o el hecho de que siga tan flaco como un fideo, tal cual lo estaba en la época en la que veníamos a animar al equipo de los mayores, cuando lo conocí. Este tío, excepto por el tupé (antes llevaba uno enorme y ahora lleva una especie de greña caída sobre la frente), no ha cambiado en absoluto, me he dicho para mí mismo; bueno sí, algo ha cambiado: que antes era él quien burlaba las normas y no quien las dictaba.

 

Ha habido un par de segundos de pura confusión, pues el reconocimiento mutuo ha permitido que siguieran proliferando vivarachas –y desafiantes- las volutas de humo en el aire, hasta que me he disculpado y he echado con rapidez al suelo el cigarro y lo he pisado con la suela de mis zapatos.

 

—Discúlpame –le digo, sin demasiado convencimiento, también es cierto, señalando a la cubierta del pabellón, como si acabase de caer en la cuenta de que nos hallamos en un lugar cerrado y público.

—No te había reconocido –me ha confesado, mientras me sigue mirando de arriba abajo, incrédulo o inseguro.

 

Ante mi silencio expectante, me cuenta que hace ya casi medio año que le dieron este trabajo de bedel del polideportivo. Tuve suerte, dice, pues llevaba ya casi dos años en el paro. Con dos críos, aduce, tú me dirás…

 

Por amabilidad y como por nostalgia de la antigua camaradería, le secundo:

 

—Puta crisis, sí.

 

Los dos cabeceamos y, de repente, se dibuja una sonrisa pícara en su rostro.

 

—Y tú, qué, cómo te va… uf! Pero cuánto tiempo, dios mío…  cuanto tiempo que no te veía…

—Hace años que vivo en Lyon –le digo.

—Ah, ¿vives en Francia? –dice, como saboreando el propio nombre–. Qué envidia… joder, ¡Francia, ni más ni menos!

—Sí, bueno. Me casé y allí ando. Se cumplen quince años de la muerte de mi padre hoy, vamos a hacer una celebración, así que… por eso estoy aquí.

 

 

Un silbato nos alerta. Al girarme hacia el campo compruebo que el entrenador da por concluido el entrenamiento. Los chavales se marchan a los vestuarios.

 

—Mi sobrino Raúl – digo y en este momento le hago un gesto al chaval, que me saluda con la mano.

—Ah, claro –dice José Luís.

 

Y se disculpa:

 

—Tengo que enchufar el calentador. Para los chavales. Hemos de economizar en esto también –aduce una mueca de disgusto–. Orden del mismísimo alcalde –confiesa.

—Bueno, ha sido un placer verte. Cuídate –digo con rapidez, queriendo zanjar el asunto.

—¿Mañana todavía estás aquí?

 

Dudo un momento en contestar.

 

—Verás, es que mañana hay un partido de los mayores. Juegan contra el Almussafes, primer clasificado de tercera división regional. Nuestro equipo este año va el quinto –dice–, ¡increíble! A las siete y media es el partido. En fin, si quieres pasarte, yo estaré aquí.

 

 

Mientras Raúl se cambia aprovecho y salgo a la calle. Pienso en algo que he leído estos días últimos, antes de venir, en un libro que me prestó Monique, mi esposa; es una especie de manifiesto (no llega a las treinta páginas). A los franceses les gustan mucho los manifiestos. La cosa es que en el libro se dice que ese afán por poner normas para todo que impera hoy en día tiene que ver con el sofoco agónico de una época que se acaba (se supone que la nuestra). Que lo de poner restricciones y modelos de conducta y reglamentos en todos los órdenes de la vida viene a ser algo así como un examen de conciencia.

 

Raúl me saca de mi aturdimiento con el bote contra el empedrado de su pelota de básquet, y con un grito:

 

—Qué, tío Juan, ¿nos vamos de una vez? –me inquiere, jubiloso.

 

 

A mediados de los noventa yo formaba parte de una pandilla que nos hacíamos llamar la Tremenda Crew United. Llevábamos una suerte de emblema cosido y planchado en la parte trasera de un chaleco vaquero. Sobre un fondo negro resaltaba un puño cerrado (puro hueso, pues era el puño de una calavera) que sostenía un pañuelo de la bandera sudista. Siempre llevábamos puesto el chaleco, hasta en verano. Bien sobre la camisa, bien sobre la chupa de cuero (era indispensable tener una chupa de cuero para ser de la Tremenda). Y nuestra seña de identidad era el tupé y los zapatos de punta y un gusto inquebrantable por el rock and roll americano de la década de los años cincuenta.

 

Uno de los ritos de iniciación de nuestro grupo era el de hacerse “hermanos de sangre”. Era una cosa muy sencilla (y que ahora me parece algo ridícula): te hacías un corte con una navaja en el antebrazo y uno de tus colegas se hacía otro, cuando la sangre comenzaba a manar (unas pocas gotas, claro), se juntaban los dos antebrazos y entonces, bum: amigos para siempre. José Luis Gordillo y yo nos hicimos por aquel entonces “hermanos de sangre”. Nos habíamos conocido en los partidos de básquet. Fue él quien me introdujo en la Tremenda. Durante una época fui incluso novio de una prima suya.

 

 

Me ha dicho mi hermana que lo mejor es que dejemos el coche en el parking y que de ahí vayamos caminando a la iglesia, que queda cerca. Conduzco yo su coche. Monique, mamá, mi sobrino Raúl y la tía Carmen vienen conmigo. Hay un poco de cola para acceder al parking; tres o cuatro coches aguardan para poder entrar. Cuando por fin enfilamos la recta de bajada y nos quedamos detenidos a la espera de que el coche que nos precede agarre el ticket y entre, me fijo en la pared blanquísima de la izquierda. Alguien, como para fastidiar la pulcritud, ha escrito con un spray rojo: “MARI NIEVES SIGUE VIVA”.

 

Raúl le pide todo el rato a Monique que le hable en francés. Sus padres proceden de la Catalunya francesa, así que con mi madre se entiende en catalán. Pero Raúl está empeñado en aprender algo de francés, al parecer le gusta una chica de su instituto que estudia francés, y piensa que tal vez así la pueda impresionar. Monique le está enseñando algunas frases cordiales, amistosas, y bastante sencillas.

 

Mi primo Iñaki aguarda en la puerta con su madre y su hermana y otras personas más de la parte de la familia por parte de mi padre. Ahora Iñaki tiene el pelo cortado al cepillo, es alto, pero se ha puesto fondón y viste de una manera bastante anodina, con un jersey por sobre la camisa y la corbata y una chaqueta de cuero marrón. Pero en los años noventa fue la primera persona que yo conocí que llevase tupé y unos beligerantes zapatos puntiagudos. Me acuerdo de los fines de semana cuando yo tenía once y doce años (y él ya diecisiete), mientras nuestros padres tomaban té o café o cognac y pastitas en el salón y nosotros nos íbamos a la habitación de Iñaki. En su equipo estéreo me ponía sus casetes de Elvis Presley y Gene Vincent y Eddie Cochran y Buddy Holly. Al saludarnos, mientras yo le extiendo la mano a Iñaki para que actuemos como hombres adultos, me sorprende besándome en la mejilla, igual que hacíamos cuando teníamos diez años, obligados por nuestros padres. El roce de su barba me produce un cosquilleo que me da un escalofrío.

 

 

Mi hermana me pide que la acompañe a hablar con el cura. Al parecer le ha escrito un texto para que lea este en la homilía. Siempre pensé que eran los propios sacerdotes quienes motu proprio averiguaban con la familia y se escribían sus textos, pero parece ser que no. Son unas breves líneas, de todos modos. Le he pedido que mencione a Monique.

 

 

Mi hermana ha contratado a una empresa de catering y se supone que ya estará todo listo en el jardín del chalet de veraneo para cuando lleguemos. Como ya hace buen tiempo han pensado ella y mi madre que estaría bien ofrecer un pequeño tentempié para los asistentes a la ceremonia, al aire libre. Algo totalmente informal, según me dijeron.

 

Por eso me llama la atención que al fondo y tras la piscina alguien ha dispuesto lo que parece una especie de mini-escenario con una alfombra roja en cuyo centro hay una silla. Incluso se han tomado la molestia de sujetar un foco de luz sobre los plataneros. Mi hermana no me quiere dar detalles cuando le pregunto.

 

—Cosas de mamá, ya verás luego –concluye.

 

Monique y Raúl siguen a lo suyo, con el francés; aunque no parece que hagan demasiados progresos. Al menos Monique se ríe de vez en cuando, y eso me deja tranquilo. Así que los abandono por un momento y, entretanto, me dedico a ir saludando a la gente; de algunas personas no soy capaz de recordar el nombre, pero las saludo igual, afablemente, agradeciéndoles que hayan venido. Además, mi hermana me echa una mano.

 

Sobre las diez y media o así la gente se comienza a despedir y nos vamos quedando apenas unos pocos, mi hermana y mi cuñado, Monique, Raúl, mi madre, mi primo Iñaki, su mujer y sus padres, y la tía Mari Carmen.

 

Entonces nos sentamos tranquilos sobre las sillas y nos sacamos las americanas, para estar más cómodos. Yo comienzo a servir unos gin-tonics para mí, mi cuñado e Iñaki y el padre de éste. Iñaki, cuando se lo acerco me hace un gesto de repulsa y dice que no.

 

—Pero Iñaki, hombre…

 

Mi primo sigue cabeceando, cuando –de súbito– su mujer le reprocha: “bah, no te hagas de rogar, bébetelo”, y a mi primo le falta tiempo para pegarle un sorbo gigantesco al vaso.

 

Yo me levanto y hago un brindis: por la memoria de mi padre, digo.

 

En un arrebato bebo con tanto delirio que diría que de un trago vacío la mitad. Así que me quedo un poco aturdido y al sentarme de nuevo en la silla me enciendo un cigarro por ver si se me pasa. Supongo que debo estar todavía un poco turulato por el efecto de la ginebra, pues hace larguísimos meses que no pruebo el alcohol, y es que al girarme siguiendo el resto de rostros que atienden a una figura en el pasillo, veo a mi madre avanzar vestida toda de negro, con una suerte de túnica o sábana, y con algo sobre la mano. Lleva el cabello atado con un lazo, en una cola, juvenilmente.

 

El objeto sobre sus manos resulta ser un violín.

 

Bisbiseando incrédulos contemplamos cómo mi madre se sube al mini-escenario, se sienta en la silla, pone sobre su hombro izquierdo el violín y al aire eleva puntiagudo y desafiante el arco de cerdas. Pide silencio, sin la voz, sólo con sus ojos, que nos inquieren bravos y solemnes; así que todos nos callamos, expectantes.

 

Entonces se pone a tocar.

 

Miro a mi hermana y le inquiero: “¿Cómo?”.

 

—Le ha dado por ahí –me susurra–, yo qué quieres que haga.

 

 

Se ha quedado Monique a hacerme compañía mientras me tomo el último vaso de vino en la cocina. Dormimos en casa de mi madre. Ya es pasada la medianoche. Mamá se ha ido a dormir hace ya por lo menos quince minutos, pero se sigue escuchando ruido procedente de su habitación. Estoy agotada, me dice Monique. Entonces le sobreviene un  bostezo. Se ríe y me hace una carantoña con su mano en la mejilla.

 

Nos quedamos estupefactos al escuchar un chancleteo que se nos aproxima desde el pasillo. Es mi madre, que atraviesa el quicio de la puerta. Sobre las manos lleva una caja de zapatos bastante  grande. Me quedo sin habla al ver de qué modo le bambolean indecorosos unos pechos enormes, amenazando salirse del escote amplio de su picardías. Se está volviendo anciana, mi madre, pienso, de repente. O loca.

 

—Mirad lo que he encontrado –dice risueña.

 

Resultan ser un montón de fotografías viejas.

 

Mi madre se las va mostrando a Monique, una tras otra, sin preguntarle si está o no cansada o quiere verlas. Mientras –casi sin resuello– le va dando explicaciones: aquí estoy con mi marido en París, aquí con mis padres en Venecia. Esto son unas vacaciones en Morella, ah, una visita con el colegio, a Madrid. El Teatro Real, el Prado, etcétera. Por decoro, Monique sonríe y atiende cansadamente a las explicaciones de mi madre.

 

Entonces esta saca una fotografía que yo no había visto nunca. Es una foto de estudio, un posado, en blanco y negro; en la parte superior derecho dice: Navarro Fotógrafos. Se ve a una adolescente sentada, vestida con un traje negro. Sobre su falda se apoya un violín.

 

—Diecisiete años tengo aquí –dice mi madre, y no con lo que parece nostalgia, sino como si fuera algo que apenas hubiese sucedido unos meses atrás.

 

Se gira, y me mira, buscándome la complicidad. Yo no sé muy bien qué decir.

 

Le dice a Monique, mientras se lleva la mano a la boca de pura coquetería:

 

—Todos me decían que tenía un gran oído para la música.

 

 

Busco por mi cuenta adentro del montón de fotografías de la caja. Me cuesta unos instantes reconocer a ese chico con un tupé grandioso y la chupa de cuero y el chaleco de la Tremenda Crew United. Tendría yo aquí como catorce años o quizá ya quince. Era el más pequeño del grupo. Estoy montado en el sillín de una Moto Guzzi que no sé de quién sería. No lo recuerdo bien. A mi lado está José Luis Gordillo, pero también el resto de los chicos, Pablo Gutiérrez, Alfonso Chordá e incluso mi primo Iñaki. Todos son mucho más mayores que yo.

 

Siento cierta empatía por ese chico de la fotografía, que yo recuerdo tímido y aturdido, a quien recién se le acaba de morir el padre y que, por ello, parece que mira desafiante a la cámara, en una pura afrenta chulesca. Pero no consigo establecer una conexión real con él. Es como cuando ves el personaje de una película, sientes parecido, lo compadeces, pero tú, por mucho que te esfuerces, no eres ni podrás ser nunca él.

 

Entonces, el dedo de Monique invade mi campo visual. Raudo, sin la menor duda, su yema perfila el contorno del cuerpo de ese chico adolescente, en la fotografía.

 

—¿Este eres tú? –dice mirando ahora fijamente mi rostro de treinta años.

 

Y vuelve a la foto, comparando ambos rostros. Me vuelve a mirar, concentrada.

 

Se queda pensativa, durante largos segundos, como sopesando algo. Pero no dice nada.

 

 

Cuando vuelvo del baño a la cama Monique ya está acostada. Al meterme en las sábanas no se gira. Pero la oigo respirar, y noto que está despierta. No me queda más remedio que ponerme de espaldas a ella. Siento una vergüenza extraña. Como aquella vez cuando, de niño, me pillaron robando en un centro comercial.

 

De repente escucho una voz que dice:

 

—Desafina.

—Qué –inquiero.

—Tu madre.

 

Monique se gira hacia mí.

 

—Desafina que es una barbaridad –dice-.  

 

Monique me agarra la mano derecha, y se la lleva a los labios.

 

 

 

 

J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En FronteraD ha publicado, entre otros, La novela de la no-ideología. David Becerra y la literatura del capitalismo avanzadoLa utopía de internet. Rendueles y la sociofobia como nuevo nihilismoLas hadas. El (post)feminismo despistado (o la refeminización de la pobreza) y Dilemas de un alemán francófilo. Este es su blog

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