Desde que supe que Cuixart tiene mi edad siento por él como una especie de compasión. Estoy un poco como Colau, que se le parte el alma. El camino de la República parece haber pasado todo por el rostro de Cuixart (desde luego no por el de Puigdemont, ni por el de Junqueras, ni por el de Rull y Turull ni por el de ningún otro enjuiciado). Es un hombre consumido hasta los huesos por el independentismo. Es un aborigen. La cara curtida, el peinado tribal. Enjuto como un guerrero. Cuixart es como uno de esos hombres de los pueblos perdidos que han sido fotografiados fugazmente en actitud hostil. Con una lanza en las manos. O con un arco y una flecha. Yo a Cuixart lo he visto con un altavoz en las manos, a modo de cayado, en modo de gran hechicero, dirigiéndose a su tribu (¿no llevaba un traje como de plumas?, siempre parece que lleva un traje de plumas) con esa sonrisa de máscara, subido al techo de un coche de la Guardia Civil rodeado, destrozado y saqueado por la misma tribu. Esa imagen refuerza mi impresión del indigenismo catalán. Las luchas entre etnias. Las posesiones destruidas y quemadas del perdedor. El baile de los vencedores sobre los restos, sobre las tumbas. Aquella noche, sobre el coche de la Guardia Civil, parecían los caciques celebrando el triunfo en la batalla. Era lo endémico que después fue reelaborado y vendido como modernidad. Incluso como paz. La paz del clan despellejando a su enemigo imaginario. Aquel día había un coche despellejado como alegoría mientras sus jefes bailaban sobre el cadáver. Luego fueron detenidos y llevados a juicio donde llaman democracia a sus pasiones, a sus bajos instintos, tratando de introducir su cerrilismo en el mundo civilizado. Es la defensa de la tribu perdida entre longanizas mientras a Colau, la alcaldesa mestiza, se le parte su alma omnisciente de ver a un hombre como Cuixart entre rejas. Y tiene razón, un hombre como Cuixart debería estar libre en su isla, en su parte de la selva, preservado de todo contacto con el exterior.