Cada año, desde 1998, el editor de Edge, John Brockman, lanzaba una pregunta y los pensadores más audaces de nuestro tiempo (Steven Pinker, Gerd Gigerenzer, Susan Blackmore, Daniel C. Dennett, Jared Diamond y tantísimos otros) respondían en breves ensayos que posteriormente formaban un libro. Hace dos años el editor dijo haberse quedado sin más y lanzó la última: ¿cuál es tu última pregunta, la pregunta por la que te gustaría ser recordado? Las respuestas, reunidas en un libro que se podría traducir como Las últimas incógnitas, surgen en la mayoría de casos de las ramas de conocimiento específicas de sus autores. Blackmore, por ejemplo, preguntándose qué tipo de mentes podrían resolver el problema mente-cuerpo. Simon Baron-Cohen, sobre si podemos rediseñar nuestro sistema educativo basándonos en el principio de neurodiversidad. O Gigerenzer, sobre si se puede reducir la intuición humana a un algoritmo. En otros, como en el del psicólogo Jonathan Haidt, se elevan por encima del interés particular: «¿Por qué es tan difícil encontrar la verdad?»
He leído la mayoría de esos libros. La primera sorpresa que uno se llevaba al abrirlos, señalada por Daniel Kahneman (autor de Pensar rápido, pensar despacio) en el prólogo de este último, era descubrir que los que mejor pensaban eran también los que mejor escribían. Y que una forma eficaz de centrarse en las ideas era desterrar el comentario. Es decir, en cada uno de aquellos adictivos ensayos resonaba el impecable manual del colaborador: “no incluyas anécdotas sobre tus mujeres, tus hijos o tus mascotas”, “nada de política o políticos”, “no hagas editoriales, piezas de opinión o cosas frívolas”. Pero también se advertía algo menos evidente: la importancia y la dificultad de dar con una buena pregunta. De ahí que lamente que la de Haidt sobre la verdad no haya dado pie a una nueva entrega. Aunque quizá esté bien así. A fin de cuentas, la revista no ha sido otra cosa que la navaja más afilada para ir en su búsqueda.