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La universidad de la vida

 

Hace unas semanas iba paseando con mi madre mientras hablábamos de una señora de Pontevedra que se estaba haciendo famosa en Sálvame por investigar la desaparición de la hija de Al Bano, que ya me dirás, le dije a mi madre, qué pinta alguien de Pontevedra en esas cosas. Una vez Pedro J. Ramírez le preguntó a Rajoy si se hubiera comportado en el amor como Sarkozy y Rajoy contestó: “Tenga usted en cuenta que soy de Pontevedra”. Quiero decir que hay cosas fuera de lugar, y así se lo expuse a mi madre antes de anunciarle secamente que había escrito un perfil sobre la susodicha que saldría publicado al día siguiente, y que Jorge Javier, al corriente, lo había adelantado en Sálvame. Esta señora, además, estaba invitada ese mismo día al programa. Entonces a mi madre le cambió de color la cara, se le encogió el cuerpo, casi crepitando, y al final conseguimos entre mi hermana y yo sentarla en la silla de una terraza. “Dios mío”, suspiró, “se va a enterar toda España de que no eres periodista”.

 

El drama histórico de mi familia es que yo no tenga título de periodista ni tenga, en general, título de nada, salvo la insignia de la cebola de ouro que me dio el Ayuntamiento de Sanxenxo y que mi padre se pone siempre en la solapa cuando me caso. Eso de andar trabajando de algo sin el título correspondiente está mal visto en según qué gentes, y me parece bien que lo esté, pero mis méritos están ahí: dos asignaturas aprobadas en cuatro o cinco carreras, que con menos he visto a alguno convirtiéndose en maldito. Por ello, yo toda mi vida he escrito pensando en mis padres y que ellos vieran que a pesar de haber dejado Derecho a los dieciocho años “para acabar de escribir una novela” valía para el oficio. Lo he intentado todo, desde preguntarle a Camacho por la españolidad de Guardiola hasta cubrir bodas y asesinatos, y aunque en privado ya me empiezan a reconocer, todavía les traiciona el subconsciente, como a mi madre cuando le conté lo de Sálvame o a mi padre cuando le dije que me había llamado un periódico para que le enviase el curriculum y me preguntó si necesitaba ayuda.

 

Esto ha acabado creando en mí una cierta aprensión. Cuando empecé en el Diario, por ejemplo, procuraba salir a primera hora de casa y llegar siempre sobrio para que los vecinos no sospechasen. Apenas firmaba mis crónicas y cuando las firmaba añadía alguna inicial misteriosa. Y cada vez que sonaba el timbre mi padre decía levantándose del sofá: “Éste va a ser el decano”. Un día me los crucé por la calle con mi libreta y me llegaron a pedir que la escondiese, que no hiciese tanta ostentación de algo que no era, y que si lo siguiente sería ir por ahí con tirantes, sombrero de fieltro y contar entre risitas que soy pianista en un burdel. En los primeros tiempos recuerdo que en mi casa guardaban las acreditaciones que traía y las metían en un cajón, como si al llegar a un número determinado se pudieran llevar a la facultad a ver si convalidaban. Entenderán que con semejante presión yo no me sienta intruso en la profesión, sino directamente clandestino, como si trabajase en galeras; una especie de Jean Claude Romand al revés. En lugar de pasar los días metido en el coche aparcado frente a un centro comercial yo voy a un periódico a escribir lo que me echen.

 

Cuando mi madre pudo levantarse por fin de aquella silla me preguntó si la tertuliana de la que yo hablaría en mi perfil tenía “carné de periodista”, y le dije que suponía que sí, pero aquello no cambiaba nada, y que si se metía mucho conmigo yo llamaría al teléfono de aludidos y allí se iba a cagar la perra. Además, le recordé, Jorge Javier me quiere bien, pues hace seis años me localizó para agradecerme un artículo en el que ponía a parir al Tomate, y esa llamada convalida cien másters. Que no se preocupase mi madre. Pero mientras seguíamos el paseo recordamos los dos en silencio la nota de prensa que envió en su día el Ayuntamiento por la cebola de ouro y en la que se decía que yo me había licenciado en la “universidad de la vida”, y cómo al día siguiente a las siete de la mañana subí con ella a la Uned a matricularme de lo primero que me vino a la cabeza.

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