
Boyhood, la extraordinaria película que se estrenó la semana pasada, acaba cuando comienza la vida de verdad. Cuando se hacen las maletas para salir del hogar familiar y se emprende el propio camino: cuando se empieza a estudiar lo que se ha escogido y se empieza a elegir también a los compañeros de la vida. Los padres caen en la cuenta de que se quedan solos y les entra el miedo a que muchas de las cosas que inculcaron a sus hijos se irán borrando poco a poco.
Todo esto cobra todavía más relieve cuando los que parten pertenecen a la primera generación de la familia que puede ir a la Universidad. Porque se van sin tener referencias sobre la vida universitaria. Porque en casa no se han escuchado relatos de cuando los padres, los tíos, y mucho menos los abuelos fueron a la Universidad. En los años ochenta y sobre todo en los noventa, llegaron a la Universidad muchos jóvenes cuyos padres jamás habían corrido delante de los grises en la Ciudad Universitaria de Madrid o por la calle Princesa que sigue a la Avenida de la Complutense. Y eso porque, por primera vez en la historia de España, los hijos de los obreros comenzaban a ir a la Universidad. Ésta es una tabla que hemos extraído de un informe elaborado por el Injuve:
Muchos de esos hijos de obreros ni siquiera contaban con las narraciones de unos padres implicados en un movimiento obrero que una vez, al parecer, llegó a ser uña y carne con el movimiento estudiantil. Y, si las tenían, lo que escucharon fueron unas historias sobre lo superiores que se sentían los señoritos universitarios por haber leído cuatro libros, cuando lo que de verdad curtía era sufrir a un patrón todos los días.
Justo cuando la Universidad (la pública, la privada la dejaremos aparte, porque sigue siendo, salvo alguna excepción, coto privado) llegó a ser más democrática que nunca, por ser un espacio verdaderamente interclasista, comenzó a ser denostada, criticada, acusada de endogámica, de mediocre, de fabricar licenciados en masa, en serie y, por tanto, sin calidad. A la Universidad podía llegar todo el mundo independientemente de su clase social y eso no podía ser. Cualquiera podía hacer un doctorado y convertirse en profesor titular y, luego, incluso en catedrático y fíjate qué mal. La Universidad dejó de ser un coto privado para la burguesía y, quizás, es una hipótesis, por eso comenzó a criticarla. No era plan que el populacho llenara unas aulas que le servían como ascensor social. La educación universitaria ha servido históricamente para eso, para escalar en la pirámide social y, sobre todo, en la salarial y, por tanto, en el nivel de vida.
Los trabajos a los que da acceso la formación superior aún son los mejor pagados y en los que menos paro se sufre. De acuerdo con la última Encuesta de Población Activa, casi el 40% de los parados apenas han llegado a la primera etapa de la educación secundaria. En cambio, quienes han acabado la educación superior apenas suponen un 21,8% de los desempleados.
Respecto a los salarios, de acuerdo con Eurostat, los trabajadores con menores niveles educativos tienen ingresos medios anuales de 11.123 euros en España, frente a los 19.419 euros de quienes han alcanzado la educación universitaria.
La reforma de la educación propuesta por el ministro José Ignacio Wert, de la que ya hablamos, busca reducir el número de universitarios. Sobre todo de universitarios procedentes de las clases trabajadoras. Porque a los que reciben becas se les exige más nota para poder continuar sus estudios que a quienes no necesitan apoyo público porque sus familias tienen recursos económicos de sobra. Aunque llama poderosamente la atención que, dentro de la educación privada, sólo la universidad esté creciendo de manera consistente en número de estudiantes.
Porque sí, en España, de repente, comenzó a haber muchos universitarios. En el año 2000, un 29,2% de los jóvenes entre 30 y 34 años habían terminado con éxito sus estudios superiores. En el año 2013, este porcentaje había saltado hasta el 42,3%. En ambas fechas la cifra española se coloca por encima de la media europea, que en el principio del periodo era del 22,4% y, al final, del 37%. Aunque superan a España Luxemburgo, Lituania e Irlanda, con más del 50% de los jóvenes de entre 30 y 34 años con estudios universitarios acabados, además de Suiza, Noruega, Reino Unido, Suecia y Finlandia, con porcentajes que oscilan entre el 45% y el 50%.
Aunque, como vemos en este mapa, hay una gran diferencia entre regiones, tanto dentro del continente europeo como en el seno de la Península Ibérica.
No hay que olvidar que el objetivo de la Unión Europea para 2020 es que este porcentaje sea de al menos el 40% en cada uno de los países. España lo supera, en realidad, por poco. Y existe el riesgo de que vaya reduciéndose. De acuerdo con los datos del Ministerio de Educación, en el curso 2013-2014 había 1.438.115 estudiantes matriculados en la Universidad, una cifra que se encuentra por debajo de la del curso 2012-2013 (1.450.036) que, a su vez, se situaba por debajo de la del curso 2011-2012 (1.456.783). De todas maneras, siguen siendo cifras muy por encima de la del curso 1992-1993, cuando hubo 1.273.721 matriculados.
Como síntoma incipiente de la reducción de la población universitaria, también la caída del número de matriculados en programas de master, que son los que dan acceso al Doctorado.
Muchos universitarios, escaso gasto público
Esa tasa de universitarios por encima de la media comunitaria se ha logrado con un gasto en educación muy reducido, como muestra este gráfico extraído de la colección de indicadores oficiales correspondiente al año 2014.
Del mismo documento hemos extraído este otro gráfico, que muestra que el gasto público dedicado a educación se encuentra también por debajo de la media comunitaria.
Y, dado que el presupuesto estatal destinado a educación ha ido cayendo año tras año en los últimos ejercicios fruto del recorte, el dinero que tienen que dedicar las familias a este menester es cada vez más elevado:
Y eso que este gráfico, el último que recoge el ministerio en su colección de indicadores correspondiente al año 2014. Nos tenemos que ir a otro documento, el que proporciona las cifras del curso 2014-2015 para concluir que el gasto público en educación ha bajado en 7.000 millones de euros en los últimos cinco años.
Se rebaja la inversión en educación y también el número de becarios:
Igual, quizás, es una hipótesis, el ascensor social cuyas poleas mueve el gasto público educativo y, fundamentalmente, la universidad, peligra. Vemos los primeros indicios en forma de recorte del gasto en educación, la reducción del número de becarios y la disminución del volumen de ayudas. También cae, aunque en pequeñas dosis, de momento, el número de estudiantes universitarios. Si lo que se quiere es cambiar el modelo productivo español hacia uno de elevado valor añadido, quizás haya que dar la vuelta a estas incipientes tendencias. Si, en cambio, queremos seguir siendo el país que proporcione mano de obra barata al resto de Europa, éste sí es el camino apropiado.
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