“El camino hacia la utopía requiere muchas batallas,
pero sin duda la más importante es la batalla cultural”
(Floreal Gorini, militante cooperativista argentino)
En esta América Latina de venas abiertas abundan las paradojas. Los países muy ricos con muchos pobres; los barrios pobres pero ricos –en humanidad, en alegría- y los barrios ricos pero míseros. En las periferias urbanas y en los campos desangrados por el latifundio exportador, a menudo los niños pierden demasiado pronto el brillo de la inocencia, y los adultos llegan a viejos demasiado pronto: su mirada gastada delata una vida de lucha donde, muchas veces, la mera supervivencia se torna involuntaria resistencia política.
En la Favela do Sapo, en São Paulo, llevan años resistiendo al desalojo. La favela está demasiado cerca de los centros de poder de la ciudad más grande y más rica de América del Sur, así que la presión de la especulación inmobiliaria, fortalecida al calor del auge económico del país y del Mundial de Fútbol de 2014, los cerca cada vez más. Allí, Emerson, un treintañero apuesto, me explicó que la policía le trataba diferente cuando lo encontraba trabajando en el autobús que mientras paseaba por los becos y vielas, los estrechos callejones de la favela. Me lo contaba mientras presenciábamos cómo unos agentes registraban con malos modos a unos adolescentes que pasaban por allí: me pidieron que permaneciéramos allí, a la vista de los policías: así no se atreverían a pasar a mayores.
Luchadora y guerrera como pocas me pareció Gizele, que, a sus veinte años, asiste a la facultad de periodismo y edita un periódico por y para la favela, O Cidadão, con la clara conciencia de que una pluma puede ser más peligrosa que una pistola. Ella me enseñó, desde lo más alto del morro, la inmensidad del complejo de favelas de la Maré, al norte de Rio de Janeiro, en torno al cual las autoridades alzaron un enorme muro de hormigón para que los turistas que llegan al aeropuerto internacional de Galeão no deban pasar por el mal trago de divisar una pobreza que intentan invisibilizar, pero que es hija de una desigualdad tan obscena que es imposible ocultar.
Su lucha es silenciosa, o más bien silenciada, pero ahí resisten los olvidados, los nadies, los despojados de una América Latina que aún no ha podido sacarse el yugo de la dominación colonial. Son luchas pacíficas pero decididas, como la del Movimiento de los Sin Tierra (MST), los campesinos brasileños que se decidieron a ocupar los latifundios baldíos. En el sur de Bahía, Lucas y Natalia nos contaron cómo habían montado su campamento y, por primera vez en muchos años, se volvía a producir alimento en aquella región, y no sólo celulosa para la exportación. Junto con la tierra, habían alzado escuelas, rearmado la cohesión social y recuperado la dignidad perdida en los cinturones de pobreza donde les había recluido el latifundio.
Hace cinco años vine a América Latina hambrienta de historias como estas, convencida de que la batalla de la información es el primer paso necesario para cambiar la realidad. En Brasil aprendí que el periodismo no se enseña entre las paredes de las facultades, sino que es un oficio que se aprende en las calles, en los campos, en la mirada de un niño o los silencios de una madre. Mientras ejercía como corresponsal en São Paulo tuve oportunidad de conocer la realidad de las favelas, adentrarme en ellas, aprender de sus problemas pero también de la inercia vital con que los olvidados del sistema se enfrentan siempre a las dificultades, imponiendo la alegría de vivir como flores en el asfalto.
Cada una de esas historias fue un aprendizaje vital imprescindible. Pero cada vez me resulta más difícil ejercer un periodismo verdadero, ese que va al lugar para contar lo que ve, y, en ese ejercicio de honestidad intelectual, no tiene más remedio que incomodar a alguien, porque, como escribió el periodista argentino Horacio Verbitsky, “periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa: el resto es propaganda”. Hace tiempo que trabajo como freelance y los condicionantes, digamos, políticos –la línea editorial- no me limitan; pero otros obstáculos más velados pero igualmente hostiles, que, en la práctica, para cada vez más periodistas se alzan como un inconfesable, pero real, modo postmoderno de censura previa: la precariedad económica.
La verdad que yo quiero contar es la de Natalia, Emerson, Lucas, Gizele. Pero, con las tarifas de los reportajes por los suelos, se torna inviable dedicar el tiempo y los recursos que necesito para acercarme a ellos. Y, así, las estructuras de los grandes medios de comunicación, cada vez más ajenos a eso del periodismo de investigación –o, hablando con propiedad, del periodismo a secas-, invisibilizan aún más a tantos campesinos y favelados que, como Lucas y Gizele, guardan más verdad en su mirada que rotativos enteros de grandes grupos de comunicación que otrora hacían periodismo y hoy, absorbidos por entidades financieras, ven en los diarios y televisiones un modo más de obtener ganancias.
Por eso, los periodistas vamos entendiendo la necesidad de buscar canales de financiación alternativos. El crowdfunding, esto es, el micromecenazgo a partir de plataformas web donde el público puede apostar por un proyecto concreto, se me antoja una de las más interesantes, porque son los futuros lectores los que deciden qué quieren que se investigue.
Con FronteraD, hemos decidido intentarlo. Queremos realizar una investigación en profundidad sobre la actuación de las multinacionales en América Latina, que en tanta polémica se han visto envueltas en la última década. Queremos conocer las historias personales que se esconden bajo las cifras de balances de negocios y las cuentas nacionales. Y aspiramos a contar con vuestro apoyo para viabilizar este proyecto.
Ya está todo listo para echar a andar. En breve os daremos más detalles, y mantendremos este blog como un canal de información sobre esta apasionante aventura que estamos a punto de comenzar, si vosotros así lo decidís.