Home Acordeón La utopía de internet. Rendueles y la sociofobia como nuevo nihilismo

La utopía de internet. Rendueles y la sociofobia como nuevo nihilismo

 

Se nos dice que la sociofobia es un rasgo universal y que no podemos escapar de ella, que estamos condenados al individualismo que imponen la relaciones mercantiles propiciadas por el mercado libre, por el capitalismo. Pero esto no es verdad, pues sí que hay una alternativa: la ética del cuidado, la fraternidad, el compromiso. Esta es la premisa sobre la que trabaja –y con la que batalla– el filósofo y profesor de sociología de la Universidad Complutense de Madrid César Rendueles (Girona, 1975), en su libro Sociofobia (Capitán Swing, 2013).

 

César Rendueles es hijo del ensayista y psiquiatra Guillermo Rendueles y compañero sentimental de la también ensayista Carolina del Olmo, autora del libro Dónde está mi tribu (Clave Intelectual, 2013), donde habla de cómo la maternidad es incompatible con el capitalismo, y con la que tiene dos hijos. Rendueles se crió en Gijón, pero hace más de veinte años que vive en Madrid. Ha sido lector de editoriales, traductor ocasional, editor (ha realizado ediciones de textos clásicos de Walter Benjamin o Jeremy Bentham, entre otros) y antólogo (suya es, por ejemplo, la antología para Alianza Editorial de textos de El capital, de Karl Marx). Fue uno de los miembros fundadores del colectivo de intervención cultural LaDinamo (y editor de su revista) y ha sido adjunto a la dirección del Círculo de Bellas Artes de Madrid (2003-2012), realizando labores de gestión cultural y preparando volúmenes colectivos, catálogos, exposiciones e incluso dirigiendo varios documentales (sobre Antonio Gamoneda o el pintor Bonifacio). Se pasó diez años de su vida estudiando a Marx, para su tesis doctoral, presentada en 2005 y dirigida por Carlos Fernández Liria, con el título Los límites de las ciencias sociales: una defensa del eclecticismo metodológico de Karl Marx. Y no es baladí este dato, pues, como afirma Rendueles en Sociofobia, las ciencias sociales no pueden ser más que ciencias praxiológicas. Es decir, saberes cotidianos, prácticos, propios del sentido común, pero no científicos en el sentido de las ciencias naturales. Y esta es justamente la razón (ese engaño) por la que las ciencias sociales han resultado tan atractivas para el postmodernismo ciberutópico, pues le permiten creer que se han superado los dilemas de la modernidad. Dicho de otra manera: la sociología coadyuva a que internet legitime una emancipación epidérmica caracterizada por un activismo político de baja intensidad y de naturaleza espontánea.

 

Vivimos en un estado permanente de pánico a la barbarie, la degradación y el integrismo. De ahí que nos avengamos a tolerar el nihilismo social (la sociofobia) como una opción deseable. Pero tal preferencia implica aceptar que el mercado es una institución general que imprega la totalidad de la realidad social (también internet, donde se produciría un consumo “sin dinero”, basado en las preferencias y los gustos). Y esto tiene una consecuencia funesta: que el beneficio privado se antepone a cualquier límite político. La clave es, como explica Rendueles, que “un sistema económico basado en un arrogante desprecio por las condiciones materiales y sociales de la subsistencia humana está condenado a caer en un proceso autodestructivo cuya única finalidad es tratar infructuosamente de reproducirse”. He aquí el fracaso del libre mercado, y del capitalismo. En otras palabras, que la alternativa a la sociedad que se nos ofrece hoy día, la así llamada mente colmena, no es más que “una red de contactos entre sujetos frágiles, nodos tenues pero tupidos, conectados con la ayuda de una aparatosa ortopedia tecnológica en la que la expectativa política se ha reducido drásticamente”. Y esa creencia ciega en las bondades emancipatorias, políticas y sociales que emanarían mágicamente de la tecnología es lo que Rendueles llama ciberfetichismo. Se trata de una utopía tecnológica ideal para estos tiempos de irrealidad emotiva, y que encuentra su justificación en el hecho de que sentimos que nuestra herencia histórica es insoportable, que la naturaleza de la realidad es de una violencia excesiva. El ciberfetichismo propondría una retórica de la inmaterialidad, que junto a la abundancia digital y la sociedad reticular servirían de apósitos para curar el miedo contemporáneo a lo irreversible, al compromiso. Es un modo de auto-engaño, ya que según Rendueles, esto impide ”entender que las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización”. Es un espejismo, esta utopía tecnológica que pretende superar la alienación burguesa fomentando precisamente una espontaneidad apolítica, nos dice el profesor de la UCM. Pero tiene su razón de ser, y es que sentimos que “la política analógica resulta asombrosamente ineficaz frente al poder del mercado”. De ahí que se prefiera el dinamismo orgánico de la tecnología frente a los largos y costosos procesos deliberativos. Pero ello en nada contribuye a nuestra educación ética.

 

Los seres humanos somos frágiles y tenemos debilidades, lo que afecta a nuestra racionalidad. Por esta razón, cualquier opción política relevante tiene que tomar en cuenta la noción de compromiso. Porque, nos dice Rendueles, “somos [seres] codependientes y cualquier concepción de la libertad personal como base de la ética tiene que ser coherente con esa realidad antropológica”. El problema de la creencia ciega en la tecnología es que nos impide ver que, a pesar de que internet ofrezca muchas opciones de sociabilidad, ninguna de ellas es compatible con el cuidado, ya que su contenido material es exiguo. Y ese es el gran espejismo del que nos habla Sociofobia.

 

Comentaba Ana Useros (quien fuese junto a Rendueles comisaria de la exposición Walter Benjamin. Constelaciones) en la presentación madrileña de Sociofobia, el pasado 25 de octubre en la librería La Marabunta, que el gran atractivo del libro es que algo tiene de panfleto, pues no se trata del típico volumen académico que indaga en las nociones abstractas de la ética, los sistemas políticos o las diferentes teorías filosóficas, sino que quiere ser una invitación a actuar. Pero también es un diagnóstico de época y un brillante ejercicio de materialismo histórico, como dejó dicho (en la misma presentación) el también profesor de sociología de la Universidad Complutense de Madrid Igor Sádaba. En mi opinión, no resulta un demérito que Sociofobia no sea un volumen propositivo y aunque se le pueda criticar una cierta vaguedad en la identificación de esos grupos ciberfetichistas (tómese como ejemplo las objeciones realizadas por el crítico literario y autor de El Lectoespectador, Vicente Luis Mora, no cabe duda de que alienta un urgente ejercicio de conciencia, y no tanto de autocrítica como de re-conocimiento. Porque los sociófobos son ellos, sí, pero también nosotros). Y si queremos construir algo juntos lo primero que tenemos que hacer es aceptar que todos estamos a la intemperie. Solos. Desamparados. Y que nos necesitamos, los unos a los otros; inexcusablemente.

 

 

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—En primer lugar, me gustaría que me hablase de su idea de la cibersociabilidad, de cómo y por qué cree que internet favorece unos lazos sociales débiles.

—Las tecnologías de la comunicación no son tan importantes, al menos si se comparan con el alcantarillado o los electrodomésticos. Desde luego, no lo son económicamente, a pesar de todas esas monsergas piadosas sobre la economía del conocimiento. Es cierto que las redes están generando cambios culturales, pero muchos de ellos forman parte de un continuo de transformaciones que se remonta muy atrás. Algunos de los diagnósticos actuales sobre los efectos sociales de internet ya se hicieron en relación al teléfono a principios del siglo pasado (comunidades sin proximidad y cosas así). Y la televisión mantiene una correlación estrecha con un espectro amplísimo de indicadores relativos a la debilitación del vínculo social en la postmodernidad. Creo que internet sobre todo ha amplificado procesos ya en marcha. Vivimos en sociedades muy fragmentadas, sí, pero la razón de ello es básicamente política y tiene que ver con la contrarrevolución neoliberal. Mucha gente entiende aquello que dijo Margaret Tatcher de “There is no such thing as society” como una adhesión al individualismo ontológico. En realidad era una declaración de intenciones políticas, la cosa era más bien: “no va a haber sociedad”. El neoliberalismo dinamitó en todo el mundo tanto los restos de compromisos sociales tradicionales como los instrumentos de intervención política de los que se había dotado la modernidad para resistir el maelström mercantil. La red no ha revertido ese proceso de fragilización, sólo hace que nos importe menos. Vale, tal vez nunca volvamos a hacer cosas juntos, pero podemos conformarnos con hacerlas a la vez. Es el equivalente social del Prozac.

 

—En su libro Sociofobia escribe que “puede que el contexto digital tal y como lo conocemos no sea el entorno institucional apropiado para producir una gran cantidad de contenidos valiosos”. Un caso paradigmático es la aparición de nuevas revistas en papel (Mongolia, JotDown, Orsai, etcétera). ¿Cómo ve este fenómeno de regresión hacia las formas de la difusión tradicional de la cultura impresa?

—Bueno, lo que quería indicar es sencillamente que cada tecnología tiene sus propias limitaciones y la red no es una excepción. Leyendo a los tecnólogos de guardia parece como si internet fuera una especie de metatecnología, una pura condición de posibilidad de una cantidad virtualmente infinita de actividades cognitivas. Del mismo modo, Nozick entendía su proyecto anarcoliberal como una metautopía que se limitaba a asegurar el mayor grado de libertad individual posible sin comprometerse con ningún proyecto en concreto. Soy un cientifista terminal, al menos para los tiempos que corren, y creo ingenuamente en la neutralidad axiológica de las ciencias físicas. La tecnología es harina de otro costal. Ninguna máquina es neutral ni por lo más remoto, todas permiten ciertas cosas, promueven otras inadvertidamente y limitan posibilidades. Internet ha impulsado algunos proyectos culturales de una manera asombrosa, por ejemplo, la comunicación científica o las herramientas bibliográficas de referencia. En cambio, funciona peor para otros procesos, tanto por lo que toca a la producción, la coordinación, la financiación o la difusión. Sin embargo, yo no hablaría de regresión sino, sencillamente, de conocer los límites de cada medio. El concepto de avance tecnológico es completamente contextual. Una radio de frecuencia modulada puede ser mucho más útil en ciertos momentos que un ordenador. Los coches se han convertido en chismes llenos de electrónica, pero cuando nos da el sol en la cara seguimos bajando con la mano una visera igual que la del Seat 124 de mis padres porque es una buena solución. Uso mucho mi eBook, pero durante mucho tiempo los libros electrónicos fueron un fiasco. La razón es que un libro analógico era y sigue siendo un objeto muy sofisticado.

 

—¿Cree que es posible institucionalizar la red de algún modo, regularla para así establecer unas normas, procedimientos y algún tipo de supervisión?

—El marxismo se planteó que un objetivo político esencial era aprovechar las enormes potencias tecnológicas y sociales que el capitalismo saca a la luz. Pero la forma de conseguirlo no era una democratización del acceso a la tecnología sino una democratización sin más. Una democratización radical que alcanzara todos los ámbitos de la vida en común, especialmente la economía. Me parece una idea muy razonable. Lo que tenemos que preguntarnos es cómo debemos cambiar el mundo para que una hipoteca sea sencillamente un préstamo y no una fuente de usura. O para que esa máquina de compartir que es internet deje de ser mayormente un repositorio de publicidad, porno casero y vídeos de gatos con algunas externalidades positivas. Es decir, no se trata de institucionalizar internet sino de preguntarnos qué transformaciones políticas tenemos que afrontar para que esa tecnología pueda ser socialmente eficaz. Me refiero a que oyendo a algunos sociólogos  cualquiera diría que la cooperación la inventó Linus Torvalds. Cuando, por ejemplo, en todo el mundo participan en cooperativas ochocientos millones de personas. A lo mejor deberíamos prestar un poco más de atención a la Cooperativa Mondragón o a Zen-Noh y un poco menos al software libre. Especialmente aquellas personas a las que les interesa el software libre.

 

—¿En qué considera que se fundamenta la libre cooperación de las personas en internet?

—Me cuesta ser taxativo respecto a las motivaciones de las personas que cooperan en internet, más que nada porque soy una de ellas. En general, soy muy refractario al idealismo digital, pero la verdad es que no es un magma homogéneo. Hay proyectos que no comparto pero que son vigorosos e interesantes, como la iniciativa de Michel Bauwens en torno al p2p. No porque internet tenga nada de malo o la inmaterialidad contamine nada, sino porque la red que conocemos exacerba una comprensión de las motivaciones personales muy característica del consumismo. Nos hemos acostumbrado a entendernos en virtud de nuestras preferencias, ya sean nuestros gustos estéticos o nuestro estilo de vida. Nos concebimos como agregados de elecciones cuya única coherencia es que las hemos elegido. Hasta cuando somos altruistas creemos que esas acciones tienen que reportarnos algo, ya sea satisfacción, paz interior o prestigio. internet ha ayudado a que esa autocomprensión se desvincule del mercado, ahora podemos ser consumistas incluso sin comprar ni vender nada.

 

—Opina usted que las esperanzas ciberutópicas han nacido muertas. ¿Deberíamos, entonces, pensar en un nuevo modelo alternativo para la red, diferente del actual?

—Tenemos pánico a la transformación política porque nos imaginamos que la única alternativa a la realidad constituida es el mundo pobre, sucio y violento que habitan varios miles de millones de personas. Como si no hubiera nada entre Mogadiscio y la City de Londres. Nos hemos creído las mentiras de una minoría fanática obsesionada con ampliar el saldo de sus cuentas corrientes y disfrutar de lujos decadentes. Ellos han condenado a medio mundo a una miseria indescriptible y luego nos han contado que no hay vida más allá del consenso de Washington. El ciberutopismo tiende a aceptar ese relato, incluso cuando es crítico con sus efectos. La cuestión es que, realmente, la democracia es una idea escandalosa. No es fácil aceptar que debemos reflexionar en común para ponernos de acuerdo o, al menos, gestionar nuestras diferencias irreconciliables. Pero la tradición política emancipatoria pensó que era posible si se establecían ciertas condiciones políticas y materiales y, además, estructuras de apoyo mutuo que nos comprometan los unos con los otros. La red que necesitamos es ese valor republicano llamado fraternidad del que habla Toni Domènech. Tal vez sea un proyecto imposible, pero no se puede sustituir por un agrupémonos todos en la IP final.

 

—La clave de su libro, me parece, en lo que respecta a un nuevo proyecto político, es que hay unas realidades duraderas (intercambio competitivo, las desigualdades sociales, la carencia de lazos personales estables o la irracionalidad que afecta a nuestras decisiones) que el ciberutopismo no toma en consideración. De qué modo cree que podría corregirse esto.

—Hay un proceso político del que se ha hablado poco pero que es crucial y es la desaparición del igualitarismo del espacio público. Se ha visto sustituido por la igualdad de oportunidades, que suena parecido pero no tiene nada que ver. El igualitarismo profundo no entiende la igualdad como un punto de partida sino como el resultado de la intervención política. Lo importante del igualitarismo es que no es sólo un objetivo ético loable, sino que guarda una relación estrecha con el proyecto de liberar la transformación social de las constricciones sistemáticas del mercado. Me refiero a que hace años las organizaciones de izquierdas no consideraban a los perdedores del capitalismo como meros beneficiarios pasivos del cambio social. Al contrario, eran los agentes privilegiados del cambio político. La idea era que los desposeídos podían impulsar iniciativas que nos beneficiarían a todos y que nadie defiende porque estamos atrapados por intereses particulares cortoplacistas. En cambio, los intereses inmediatos de los pobres pueden coincidir con los de la mayoría de la gente a largo plazo. Por ejemplo, los perdedores del timo inmobiliario están impulsando a través de la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca) cambios que nos beneficiarán a todos, tal vez incluso a los bancos, pero que ningún otro agente social puede promover: ni los políticos, ni los hipotecados que consiguen seguir pagando ni, por supuesto, los especuladores. Creo que es un situación generalizable. Si hay alguna salida al laberinto en el que estamos atrapados la van a encontrar los parados de larga duración, los trabajadores ultraprecarios y los nuevos pobres, no los registradores de la propiedad y los abogados del estado paniaguados del capital financiero. Son ellos los que nos pueden motivar a los demás.

 

—Hablemos de las debilidades que tiene el ser humano como especie, en particular en lo que respecta a la codependencia. Nos dice usted que ser adulto es “asumir las responsabilidades asociadas al cuidado” y que esta dependencia debe plantearse políticamente. Pero, ¿cómo hacerle entender a la gente que el cuidado de los otros es, ante todo, una fuente importante de realización personal?

—Creo que la idea de cuidado mutuo es interesante porque subvierte nuestro hedonismo consumista sin cuestionar cierto individualismo ético que me parece irrenunciable. Hay mucha moralina edulcorada en algunos relatos que hablan de lo maravilloso que es cuidar de los demás. Yo no sé a cuantos enfermos o bebés habrá atendido esa gente. A mí a menudo me ha parecido agotador y frustrante pero, al mismo tiempo, no estoy dispuesto a renunciar a ello. Creo que la razón es que esa clase de tareas hacen que me parezca un poco más al tipo de persona que me gustaría llegar a ser y un poco menos a un gilipollas vestido con ropa de marca y extasiado con la mierda que nos ofrecen los escaparates comerciales, culturales o ideológicos. Por supuesto, la codependencia no tiene que ver sólo con atención a los receptores netos de cuidados, como los niños. Es una situación general. A lo largo de nuestra vida adulta casi siempre estamos inmersos en una red de cuidados mutuos: acompañamos, limpiamos, aconsejamos, cocinamos, auxiliamos y, al mismo, tiempo recibimos todas esas atenciones. Es una red que se extiende más allá de los humanos. Esas personas que pasean a sus perros a las ocho de la mañana, haga frío o llueva, saben algo de eso. El cuidado es un rasgo antropológico esencial. Podemos más o menos huir de las comunidades tradicionales, pero es materialmente imposible prescindir del cuidado mutuo. Como mucho, podemos ningunearlo, que es lo que han hecho las ciencias sociales hasta hace muy poco. Santi Alba Rico contaba en un libro que una vez le preguntó a una niña “¿para qué sirven los niños?” y ella dio la respuesta más inteligente posible: “Para cuidarlos”. Creo que si nos hacemos una pregunta similar, “para qué sirve una sociedad libre e igualitaria”, tendremos que responder: “Para cuidar los unos de los otros sin tutelarnos”. Porque, a diferencia de las comunidades tradicionales, el cuidado es muy modulable y creo que razonablemente compatible con la forma de vida característica de las sociedades complejas, a la que no tengo ningún interés en renunciar para irme a vivir a un tipi.

 

—Me gustaría pedirle que nos hablara de su idea de las utopías y si piensa que siguen siendo útiles para entender nuestra contemporaneidad.

—Hay un bonito artículo en el que Terry Eagleton repasa algunas utopías del siglo XIX y explica lo pueblerinas que son. Dentro de miles de años, tras inmensas transformaciones, una raza humana renovada se reúne a las cinco cada tarde para tomar el té y sándwiches de pepino y hacer petit point. A los liberales les pasa lo contrario. Esos tíos vestidos con trajes de Armani que nos hablan de mercados libres de fricción son milenaristas demenciales. Les dejamos a cargo de ministerios cuando su lugar natural es un rancho en Texas rodeado por el FBI. El mercado es una institución económica prácticamente universal y a veces socialmente muy positiva. Históricamente ha tenido muy poco que ver con las fantasías de los economistas ortodoxos. Casi todas las sociedades conocidas han establecido relaciones comerciales en alguna medida. La clave es ese “en alguna medida”. El mercado ha sido tradicionalmente una institución periférica, algo que pasaba algunos días en ciertos lugares, por ejemplo los días de mercado en la plaza del mercado. Nuestra civilización es la primera que ha intentado que las relaciones competitivas que se dan en el mercado colonicen la práctica totalidad de la realidad social. Es un objetivo utópico en el sentido de que es nihilista, una extravagancia absurda y extremadamente peligrosa. Ese es el tipo de utopías universalistas que deberíamos denunciar y no los ideales normativos, que pueden ser ingenuos o aburridos pero casi siempre resultan inofensivos.

 

—Usted es bastante crítico con la sociología…

—Soy bastante escéptico respecto a las capacidades teóricas de las ciencias humanas. En especial, sí, desconfío de los consejos de los expertos en ciencias sociales. Los resultados prácticos que han obtenido los economistas, sociólogos, psicólogos, antropólogos, criminólogos o pedagogos son penosos. Eso no significa que no exista conocimiento en ese terreno, pero se parece más al tipo de competencias típicas de la artesanía o de los oficios. Hay sociólogos buenísimos, pero pocas veces gracias a una teoría y casi siempre a pesar de ellas. En general me interesan y me convencen las argumentaciones cercanas al tipo de discurso que ponen en juego muchos historiadores, con un amplio bagaje empírico y un bajo nivel de especulación. Es un tipo de investigación también cercana al periodismo. Un estudio de ciencias sociales se suele parecer mucho más a un artículo de prensa sin fecha de cierre que a un experimento. Así que las ciencias humanas nos pueden ayudar tanto o tan poco como un razonamiento cotidiano no experto. En algunos casos más y en otros menos, dependiendo de si se trata de una situación empírica o conceptualmente exótica, como la desamortización o la Teoría de los Actos de Habla (TAH),  o bien una realidad en la que hay vastos conocimientos populares acumulados, como la crianza de los niños.

 

—Por último, me gustaría saber qué piensa sobre experiencias como ahoratúdecides, esa gran votación digital que pretende consensuar ideas y vincular a la gente en un proyecto común y que dice participar del espíritu del 15M, pero también de esa otra idea de Jaime P. Monfort [ninguna relación de parentesco] de la Reypublica y que se pretende una alternativa no-política de gobierno.

—Me he equivocado tantas veces que desconfío mucho de mis pronósticos y cada vez llevo peor mi propio cinismo pesimista. Pero sinceramente creo que estas iniciativas se equivocan en su diagnóstico y en la solución que proponen. Estoy muy a favor de aumentar los canales de participación política, pero eso no resuelve nada de suyo. En realidad, puede empeorar las cosas al crear una especie de mercado político. Milton Friedman creía que deberíamos reducir al máximo la actividad política porque su capacidad para reflejar las preferencias individuales es muy limitada y, así, obliga a adoptar decisiones impositivas para las minorías. En cambio, en el mercado expresamos constantemente nuestras preferencias personales sin necesidad de llegar a consensos. Lo que ocurre en realidad es que el mercado tiene efectos terriblemente impositivos, pero quedan ocultos a través de la fragmentación del proceso de decisión. Veo un problema similar con algunas propuestas de wikidemocracia. Porque lo importante de la política no es poner de manifiesto nuestros gustos –como si fueran likes de Facebook– sino deliberar en común. Lo crucial no es como entramos a una asamblea sino como salimos de ella. Una asamblea que no nos ha transformado al menos un poquito no es más que una subasta de opiniones enfrentadas.

 

 

 

 

J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En FronteraD ha publicado, entre otros, Las hadas. El (post)feminismo despistado (o la refeminización de la pobreza), Dilemas de un alemán francófiloMaría Zambrano: Algunos lugares de la pintura y Cartas del verano de 1926 (Tsvietáieva, Pasternak, Rilke). Este es su blog

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