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La venganza es de color azul

Suena Shooting Star,

de Elliott Smith 

 

 

La constancia puede tener su recompensa. Al menos en el caso de Jeremy Saulnier, director desconocido, cuyo debut en el largometraje, Murder party (2007), forma parte de la cinemateca de los olvidados, pero que lejos de darse por vencido o vendido, y buscar abrirse camino entre la industria, decidió sacar su segundo proyecto como director delante de forma independiente, obteniendo el dinero necesario a través de hipotecas y tarjetas de crédito y consiguiendo parte de la financiación mediante un crowfunding que sirvió a la vez para promocionar el proyecto. Quien la sigue la consigue, consta en nuestro acervo popular. Y Blue Ruin (2013), su segundo largometraje, no solo vio la luz, sino que le consagró como cineasta a nivel internacional, al obtener el film el premio Fipresci en el Festival de Cannes de 2013 y concederle a él el de Mejor Director en el Festival de Gijón ese mismo año.

 

Nada tienen que ver la perseverancia, la tenacidad y la consciencia de Saulnier, y de su compañero de aventuras, Macon Blair, actor protagonista del film y socio en la productora The Lab of Madness, con la de su protagonista, Dwight, un joven que lleva años viviendo como un homeless en su destartalado Pontiac azul, vaga por la ciudad recogiendo los cascos de las botellas en la playa y se alimenta de lo que encuentra en los contenedores. El día en que sale de la cárcel la persona condenada por el asesinato de sus padres decide impulsivamente, sin reparar en las posibles consecuencias, aplicar su propia justicia en forma de venganza. Dwight comete un torpe asesinato y emprende una huida que no le llevará muy lejos. Ahora ya no se trata de tomar la decisión de desaparecer sin dar señales de vida y convertirse en un vagabundo, sino de asumir un acto que puede afectar directamente a terceras persona, como su hermana. De esa manera, Blue Ruin se convierte en un thriller en el que su director, a la vez guionista, usa algunos de sus códigos sin claudicar ante ninguno de ellos y maneja alguna sorpresa argumental con convicción.

 

 

No parece, a priori, desacertada las afirmaciones del propio Saulnier al señalar las influencias de la narrativa del novelista  Cormac McCarthy y el estilo visual del cineasta Michael Mann. Contrariamente al periplo desesperado de su protagonista, el director parece tener muy claro cómo contar una historia de violencia, en la que sus personajes quedan atrapados en una espiral de venganza, pero en la que no pretende poner de manifiesto discursos en torno a nada. La violencia genera violencia, y punto. Y eso es algo que ya sabemos. Eso es algo que Blue Ruin no evita a pesar de su declarada renuncia a la acción e incluso a los diálogos, mínimos y escuetos. El film prefiere potenciar la atmósfera, cargándola de tensión hasta que esta estalla a través de una violencia puntual, brutal y concisa. Eso tal vez le haga caer en un excesivo formalismo, la maldita autoconciencia de querer hacer algo diferente porque sí.

 

Sin embargo, la película no está exenta de algún apunte de humor, muy negro, y que disipa cualquier posibilidad de épica o lirismo alrededor de nuestro torpe antihéroe, un  hombre que no es ni más ni menos común a como lo son todos los hombres comunes. Se agradece, en este sentido, que Saulnier no caiga en la caricatura, aunque sí se reserve cierta ironía de cara al destino trágico de su protagonista con un pequeño gesto en forma de postal. La cuestión reside en si ese gesto nos causa más una sonrisa que lástima. Entonces puede que a su responsable le haya faltado dotar de más entidad dramática a su personaje y menor artificiosidad a su imagen. 

 

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