Revolviendo
Susan Sontag hacía referencia en su libro Sobre la fotografía a su carácter depredador (de la fotografía). Apuntaba, agudamente, que ese carácter estaba en el mismo léxico: “Disparar una fotografía”, dice el que retrata como yendo de caza. Algunos fotógrafos exhiben el carácter con ciertos rasgos de satisfacción y altivez. Otros, como aquel del que nos ocupamos, impregnan su trabajo de modestia franciscana. No cazamos, dirían. Solo trabajamos entre cadáveres (la dignidad de Occidente). Menos lobos que buitres.
Orgullo patriótico
Una nota del New York Times, que recoge El País:
Era tarde, en la noche del martes, y Erik Sorenson, presidente de la cadena MSNBC, puso un vídeo sobre los esfuerzos para rescatar a las víctimas del atentado en el World Trade Center. “Algunas de las imágenes eran horribles”, dijo, “había sangre; había pedazos de cuerpos”. Varios productores de la cadena argumentaron, según él, que el vídeo debía ser mostrado sin importar su impacto y que no es cometido de una cadena proteger a los televidentes contra el horror.
Luego
Sin cadáveres. Parece que el patriotismo americano ha decidido no mostrar los cadáveres. Los cadáveres que no sean ceniza. Una cuestión de orgullo, según explican. Un intento de evitar los sentimientos morbosos. Esta última justificación es muy corriente, especialmente entre los deontólogos, aunque para mí sea completamente incomprensible. No dudo que haya quien obtenga placeres ante la visión de un cadáver. Pero me extraña que los diarios, tan celosos de servir a la mayoría, se fijen en ese irrisorio tanto por ciento de gentes turbadas, qué digo, más (que) turbadas, ante un hombre destrozado. La única explicación que he encontrado a esa rareza es que se dé especialmente entre deontólogos: al fin y al cabo, muchos de ellos son los primeros encargados de examinar los cargamentos de fotos cuando llegan a las redacciones. Es decir, que en realidad no pierden nada prohibiéndolas. Es decir, que es lógico que las prohíban, al suponer que provocarán en los otros las cargadas reacciones que provocan en ellos: no hay novedad en los eternos protocolos del censor. Los cadáveres son necesarios en los periódicos. Es necesario el gesto de apartar la vista de ellos, el disgusto. Son necesarios si los periódicos aspiran a tener algo que ver con la vida. Luego, aparte de los libidinosos censores, están esos tipos que se quejan de la efusión de cadáveres, los oigo con frecuencia. Uno cena su tortilla poco hecha, dicen, y de pronto sale un negro de Liberia, reventado por un navajazo, con el paquete intestinal que cuelga. Naturalmente, quieren seguir disfrutando de la bovina costumbre de su telediario. Pero sin líos. Los diarios, incluso los diarios no televisados, procuran cada vez más hacerles caso.
¡El orgullo patriótico! ¡La necesidad de no satisfacer al agresor mostrándole las heridas! Oh, oh, esos análisis churchillianos de sangre, sudor y lágrimas pudorosamente contenidas. Los deontólogos apelan a la necesidad de evitar las tentaciones, los patriotas, a la necesidad de mantener prietas las filas. Es lo mismo si lo pensáis bien. Y hay lo mismo detrás: la audiencia y la necesidad de no perderla. Todos esos secretamente fascinados por la crueldad del terrorista, del analfabeto (nada conoce, solo cree), que se admiran por la puesta en escena del ataque, subrayando que quince minutos separaron los ataques sobre cada una de las dos torres (¡el tiempo justo para que las televisiones pudieran filmarlo!), no meditan como debieran sobre el exceso del cataclismo: miles de cadáveres de un golpe no hay audiencia (negocio) que lo resista. La explotación comercial de la muerte tiene sus leyes. Uno de los iconos inolvidables de unas cuantas generaciones de norteamericanos es la blanda muerte de John F. Kennedy. Blanda, digo, por la forma en que se vio en las televisiones y en las revistas ilustradas, una cabeza deformada por la distancia cayendo para siempre sobre el hombro de la esposa, allá en Dallas. Los cadáveres, para vivir, exigen su retórica.
Más tarde
Sin cadáveres se cumplen mejor los objetivos terroristas. Ya escribí que el llamado Kubati recomendaba poner bombas simultáneas en lugares lejanos para evitar que las cámaras pudiesen filmar a las víctimas. El terrorismo mata símbolos, eso dice para justificar la carnicería de carótidas, aortas, femorales, hígados, páncreas, médulas, uretras, matrices, pulmones, vesículas, parietales, encéfalos, dientes, tímpanos, que cada acción suya provoca. Muchos comentarios en los periódicos subrayan el carácter de irrealidad, cinematográfico, que ha tenido el ataque. Es cierto que cuando vi, una de las primeras veces, el avión estrellándose pensé en Un perro andaluz y en la cuchilla rebanando el ojo, y que la potencia surreal de esta imagen quedará para siempre en mi vida. Pero si algún imbécil, como el que escuchaba esta mañana por la radio, puede seguir hablando de la “siniestra belleza” de esa imagen, sin que lo rebanen a su vez, es por la autonomía absoluta que ha adquirido respecto a la muerte. El avión está suspendido en el tiempo y su atroz irrupción en la realidad solo disemina símbolos. “América atacada”, justamente. Ni un solo americano. El terrorismo no podía haber creado relato más perfecto.
La mueca
Nudo en la garganta ante una foto de Manuel Ferrol en el periódico. Un padre camina junto a su hijo, y van llorando. Lloran desconsolados y las dos caras aparecen contraídas en una mueca fea, propia de las lágrimas verdaderas. La foto pertenece al extraordinario reportaje que Ferrol hizo en plena posguerra española sobre la emigración gallega. El padre y el hijo van a separarse, quizá por mucho tiempo. A mí se me saltan también las lágrimas. Una tarde mi padre se quedó en el andén de la estación de Francia, mientras arrancaba el tren que nos llevaba a mí y a mi madre (de vacaciones). Había comprado un periódico deportivo y me lo puse sobre la cara. Los periódicos siempre me han ayudado mucho.
La fotografía de Ferrol está hecha muchos años antes de que la televisión dictara a la gente cómo posar, aun en situaciones extremas. La cara contraída de los dos protagonistas tiene que ver, probablemente, con su voluntad de evitar las lágrimas: están en un lugar público, en un puerto, rodeados de otra gente que comparte con ellos el trance. Parece que padre e hijo caminan hacia el barco entre un pasillo de hombres, mujeres, niños y un cura. Tal vez el hombre no se cubra la cara con las manos para que su pena pase más inadvertida. Hay pudor, vergüenza, intimidad desvelada en esa foto. Y no tiene ninguna probabilidad de ser falsa. Entre otros motivos porque su presunta calidad simbólica empalidece ante la suerte particular de esas dos criaturas sobre la que el lector quisiera saberlo todo. Quiero decir que esta foto no simboliza nada: ni la emigración ni los puertos ni la infancia.
Foto: Manuel Ferrol. Ⓒ Patricia Ferrol, hija de Manuel Ferrol.
La mueca. El pudor. La foto no podría tomarse hoy. De ninguna manera. Hoy padre e hijo llorarían resueltamente ante las cámaras. Perseguirían inconscientemente su condición simbólica, porque llorarían como han visto hacerlo en las imágenes a personas que han atravesado, en la ficción simbólica, situaciones parecidas a las suyas. Es natural. La mayor parte de las personas penetran, a través de la televisión o el cine, en un número infinito de escenarios de tragedias donde se desencadenan los más diversos mecanismos retóricos de la angustia. El hombre moderno ha visto morir a un número de semejantes que no tiene parangón con ninguna época anterior. Aunque sea de mentirijillas. En esos escenarios ha aprendido qué decir y qué cara poner. Ha aprendido la lección que luego repetirá si tiene la fortuna de que las cámaras lo enfoquen (y hoy esta fortuna es muy probable, porque las cámaras consumen muchas
toneladas de alimento). O incluso repetirá la lección, aunque no lo enfoquen. Hace algún tiempo me acerqué a consolar a una mujer. Estábamos los dos solos en una habitación. Hacía pocos minutos que su marido había muerto. Lloraba.
—No y no. No me resigno a aceptar mi suerte –dijo. [1]
Todos los kevincarter del mundo
Ⓒ Kevin Carter / Sygma Premiun / Getty Images.
Kevin Carter. Este hombre, fotógrafo de élite, consiguió un Pulitzer por una fotografía espantosa. Un niño doblándose por el hambre y muy cerca un buitre que parecía esperar el fin de la agonía del pobrecito. Nunca he sabido en qué circunstancias se tomó la foto y hasta qué punto era real lo que aparecía. Sí conozco algunos detalles periféricos. Por ejemplo, en el ambiente la conocían con el sobrenombre de El Periquito. En fin, no es que quiera decir mucho, dado el cariño que se profesan los integrantes de cualquier gremio. También es más o menos conocido que Kevin Carter se suicidó poco después de esa foto y de que el premio Pulitzer impactara en su vida. Y otra cosa: durante algún momento de las festivas jornadas en que le dieron el premio alguien le preguntó lo que preguntaría cualquiera que mire esa foto y la crea verdadera: “¿Qué pasó con el niño?”. Carter respondió: “Esto… Realmente no sé qué pasó. Supongo que llegaría hasta el comedor, que estaba a unos pocos cientos de pasos”. Al parecer insistieron preguntándole: “¿Pero usted no lo acompañó?”. Y el fotógrafo dijo: “No, yo me marché de allí, claro”. Hasta donde sé no consta que le preguntaran si por lo menos sonó de palmas para ahuyentar al buitre.
Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y desde su ancianidad recuerdan los tiempos heroicos con frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada. No hay ninguna posibilidad de cumplir con dignidad el trabajo si se produce la ínfima implicación que supone una mirada. Quien trabaja allí es un tipo absolutamente ciego e invisible para todos, empezando por sí mismo. Todo su trabajo, su trabajo útil, libre, insurgente, lo realiza ese ojo ciego, el único entrenado para ver en las condiciones más difíciles de sensibilidad.
Desde el sofá de Occidente otro hombre, furioso, señala con el dedo la fotografía y le reprocha a Kevin Carter que no ayude al niño agonizante, que no tire por un momento su cámara y se comporte como un ser humano. Sin duda es un bello propósito, pero ¿cómo sabría el del sofá que la ayuda se ha producido y el agonizante ha vuelto a la vida, si no hay cámara? ¿Acaso no comprende, el del sofá, que sus desahogos humanitarios y gratuitos son solo posibles porque los kevincarter tienen el corazón frío y no mueren contemplando la muerte, y esa condición permite que la muerte viaje y llegue a todos los rincones del globo en las más perfectas condiciones de texto, imagen y sonido? ¿Qué habría sabido, el del tresillo, de ese niño y su buitre, y de tantos otros, si en vez de fotografiarlos el kevin se hubiese dado a las palmas sin fronteras? El reproche, hipocritón y panzudo, solo tiene, en realidad, un destinatario: él mismo, que no está allí y no puede ayudar al niño como sin duda su buen corazón querría. En realidad, él no está allí, como no está tampoco en las calles de su ciudad, cuando las recorre apresurado, invisible y ciego como un fotógrafo americano en África, sin poderse detener a librar de la miseria a los niños que mendigan incluso en los días de lluvia, él también un profesional como la copa de un pino, y al fin consciente, si lo pensara, de que ni siquiera los buenos sentimientos pueden exhibirse fuera de horario.
Escenificaciones
Arranca PhotoEspaña. Hay un poco de teoría en El Cultural. La firma Daniel Canogar. Lo que enseñan a los niños en el colegio: “La fotografía es simultáneamente ficción y realidad. El problema es que culturalmente hemos decidido que estos dos términos son opuestos”. Y la habitual palabrería, antes y después, sobre el mito de la objetividad y la realidad construida. El momento interesante es cuando esa palabrería se convierte en inmoral, inexorable destino de los simulacros. Abu Ghraib. Escribe Canogar: “Una demostración de cómo los términos realidad y ficción han dejado de ser operantes la podemos encontrar en las infames fotografías de tortura y humillación que han salido de la cárcel iraquí de Abu Ghraib. Los actos allí acontecidos han sido escenificados para ser fotografiados, y por ello podrían considerarse documentos ficticios”. Existe lo real y existe lo objetivo como existe la responsabilidad individual. Canogar tiene toda la culpa de hablar así, pero justo es reconocer la influencia del ambiente. El ambiente es Baudrillard, por ejemplo, y sus agónicos discursos sobre la guerra-del-golfo-no-ha-tenido-lugar. Como decía muy bien Susan Sontag, esos discursos son una muestra pura y simple de provincianismo cultural y como tal deben tratarse. Es decir, con desprecio. Lo llamativo, sin embargo, es cómo el provincianismo trabaja, incluso, contra las buenas intenciones de los provincia-nos, transportando sus discursos al núcleo mismo de la maldad que denuncian y haciéndose cómplice inadvertidamente de ella. Porque el párrafo donde Canogar alude a la escenificación de Abu Ghraib se ultima, entre contradicciones delirantes, con los habituales y emotivos gritos de no a la guerra. Pero el griterío no basta. Solo el torturador puede calificar de ficticios los documentos de Abu Ghraib. Es raro que el buen hombre Canogar elija ese sitio. Para que los documentos fueran objetivamente ficticios el torturado tendría que haber dado su consentimiento. Es posible que Canogar disponga de documentos que prueben el asentimiento de los presos, su participación convenida en la escenificación: pero debe mostrarlos cuanto antes, porque erradicarían la palabra tortura de esta historia y supondrían una novedad considerable. Mientras tanto seguiremos hablando de tortura. Una ceremonia, en efecto, donde el torturador siempre puede invocar su carácter ficcional. Al fin y al cabo, la tortura está muy basada en mecanismos ficcionales como los de la credulidad y su hipotética suspensión. El torturado cree que van a matarle, pero el torturador sabe, casi siempre, hasta dónde puede apretar las clavijas. Es cierto que a veces se producen accidentes, pero, quia, también se llora con las novelas. Realidad y ficción, que se entreveran. Que el torturador escenifique no convierte la tortura en una escenificación, Canogar, ojo de pez. Ya sabemos que lo real es poliédrico, calidoscópico, múltiple y metastásico. Pero es mala ocurrencia hablar de todo eso en Abu Ghraib. Evacuar consultas sobre la inestabilidad de lo real ante el torturado y el torturador. Claro que no es el primero Canogar. Ha habido muchos intentos de borrar la frontera entre ficción y realidad también sobre el potro de tortura. Vizinczey responsabilizaba a Melville y Billy Budd de la fabricación de la mentira más innoble de la historia de la literatura, esto es, que el torturado puede amar a su verdugo. Toda la pornografía nazi, toda la historia de violencia contra las mujeres se alimentan asimismo de semejante mentira innoble. De la conversión del dolor en una ficción.
Vista general sobre la playa
Cuando escribí en mi libro Diarios (Espasa, 2002) sobre la foto de Javier Bauluz, publicada por primera vez en el diario catalán La Vanguardia (01-10-2000), luego portada del New York Times (10-07-2001) y más tarde premio Godó de Fotoperiodismo 2001, mi intención principal no era desenmascarar ni al autor ni su trabajo. Es decir, no me interesaba exponer, aunque las conocía, las circunstancias concretas en que se había tomado aquella imagen. Si me ocupé de ella fue por el ejemplo que suponía de empotramiento de la retórica de la ficción en la narración de los hechos. Un tema recurrente en Diarios.
Es decir, me interesaba describir cómo algunos fotógrafos aspiran a fotografiar los símbolos, aunque sea a costa de los hechos. Cuando Bauluz capturó a esa pareja con cadáver sentada en la arena de una playa de Cádiz no pensaba en las personas muertas o vivas que estaban allí. Lo único importante era la metáfora: como un narrador convencional de ficciones, Bauluz decidió no ceñirse al engorroso trámite de lo real que caracteriza obligatoriamente cualquier discurso periodístico. La fotografía pretendía reflejar la indiferencia de Occidente ante la tragedia de la inmigración africana. Pero la metáfora, como en el caso de las peores, estaba sustentada en el vacío: por lo que respecta a sus protagonistas, la fotografía no probaba que hubiese indiferencia ni que, de haberla, fuese la de Occidente.
Ⓒ Revista Lateral / Foto: Ⓒ Javier Bauluz.
Tampoco Flaubert había tenido que aportar mayores pruebas sobre la existencia de madame Bovary. Le bastó con decir que Emma no existía, pero que “mi pobre Bovary sufre y llora en veinte pueblos de Francia a la vez, a esta misma hora”. Sin embargo, respecto a su ilustre predecesor, Bauluz tenía un pequeño problema: existían el cadáver y la pareja, y para que accedieran a la condición de símbolos era imprescindible el acuerdo de lo real.
Yo reprochaba al fotógrafo, igual que a muchos periodistas, que se entregara al arquetipo y abandonara a las personas. Y en la nota correspondiente de Diarios mostraba mi indignación ante el hecho de que las personas tuvieran que pechar injustamente con las consecuencias de un arquetipo indeseable. Que esa joven pareja, en fin, tuviera que llevar sobre sus hombros el peso de la indiferencia de Occidente ante el drama de la inmigración africana, y para el resto de sus días. Además, a diferencia de los supuestos enamorados de Doisneau (Le Baiser de l’Hôtel de Ville: ficción y arquetipo del París enamorado), la joven pareja cazada en la playa no había cobrado por posar. Ni mucho menos. Nada en su posición ni en su gesto, nada de nada, permitía adjudicarles, con la ridícula convicción que exhibieron el fotógrafo y sus editores, una actitud de indiferencia. Muchos otros sentimientos (de duda, de expectación, de curiosidad, de resignación, de meditación, de dolor, muchos otros) eran compatibles con su retrato. Pero ni a Bauluz ni a sus editores les interesó ninguno de ellos.
La foto de Trieste
Tampoco les interesó, por supuesto, una hipótesis diferente respecto a que la indiferencia fuese consecuencia del racismo. Para sus planes era imprescindible que la indiferencia fuese específicamente la de Occidente, o sea, la que proyectaba una pareja de ciudadanos occidentales sobre el cadáver de un africano. En las páginas de Diarios yo reproducía, junto a los párrafos de un artículo de Claudio Magris, la fotografía de una playa de Trieste en un verano reciente. La fotografía, que publicó primero un diario local y luego el Corriere della Sera, había provocado un cierto debate en Italia –en el que participaba con su acostumbrada finura el propio Magris– porque mostraba el cadáver de un ahogado entre bañistas. Más que entre bañistas, estrechamente rodeado de bañistas. En Trieste (y en muchas otras playas de todos los veranos) la promiscuidad de muertos y vivos era mucho más llamativa que en Cádiz y planteaba diversas reflexiones. Entre ellas que no todas las personas se tratan igual con los muertos. Desde luego, yo no toleraría bañarme a la vista de un cadáver. También en los velatorios me guardo de contemplar el féretro descubierto. Pero nunca me atrevería a afirmar que esa discrepancia mía con los cadáveres presupone un sentimiento de humanidad mayor, más noble, que el de quienes optan por otras conductas. Aun así, parece fácil ponerse de acuerdo en que los cadáveres exigen respeto y que en nuestras circunstancias culturales el respeto puede traducirse, por ejemplo, en el establecimiento de una cierta distancia cuando alguien, de repente, cae muerto entre los vivos. Y que ni en Trieste ni en muchas otras playas esa distancia parecía mantenerse. Todo lo contrario, por cierto, que en el caso de Cádiz. Luego hablaré de eso. Lo que me importa subrayar ahora es que la mayoría de los cadáveres que aparecen en las playas no son de inmigrantes. Y que la presunta indiferencia de los que, como en Trieste, los rodean no depende, pues, de las características físicas o sociales del ahogado: no se trata de una indiferencia xenófoba, sino meramente humana. Sé que la enunciación de estas circunstancias no basta para garantizar que la indiferencia (siempre presunta) de los bañistas fuera ajena a la condición de africano de la víctima: pero, al menos, la pone en duda. Y que, desde luego, atribuir la obstinación en el relajo de los bañistas al carácter racial de la víctima es una superchería demagógica, y en el fondo profiláctica, ante hipótesis más devastadoras. Más humanamente devastadoras aunque no acumulen el sobreprecio de la bonita y eficaz metáfora trazada por Bauluz y seguidores: esta de que los habitantes del paraíso ignoran al desgraciado que no pudo alcanzar sus riberas.
Las fotos inéditas
Estas son, resumidas, algunas de las objeciones que escribí sobre el trabajo de Bauluz. Las objeciones han provocado la respuesta del fotógrafo, en algunos foros periodísticos –entre los que conozco, un encuentro digital con los lectores de www.elmundo.es y una entrevista en la revista Leer, correspondiente al mes de febrero del año 2003–, y en especial del diario La Vanguardia, que no solo publicó originariamente la foto de Bauluz, sino que además le dio un premio que lleva el nombre del amo del periódico. El Defensor del Lector, primero, y los editores del Magazine (02-03-2003), después, dedicaron al asunto un buen espacio. Sin embargo, en las páginas del Magazine hay algo más que declamaciones. Se trata de la exhibición de algunas de las fotos, hasta ahora inéditas, que Bauluz hizo en la playa. El material demuestra que la cercanía entre el cadáver y la pareja es un mero efecto óptico, deliberadamente provocado por el fotógrafo. Un buen ejemplo de por qué James Nachtwey, el excepcional fotógrafo norteamericano, se niega a usar grandes objetivos: “Los teleobjetivos comprimen el espacio y crean una distancia y uniformidad artificiales”, decía Nachtwey, en ABC (05-04-2003). Del mismo modo, el material inédito demuestra que también es irreal la intimidad del dramático diálogo mudo entre pareja y cadáver: desde que la Guardia Civil lo sacó del agua (no llegó a la playa escupido por las olas como querría el mito) y lo depositó en la arena a una respetuosa distancia de los bañistas más próximos (la pareja), el cadáver estuvo rodeado, velado, en cierto modo: el propio Bauluz, en el relato que hace de su actuación en la playa (lleno de detalles inútiles y sorprendentemente huérfano de datos técnicos del máximo interés, como el de las ópticas que utilizó), reconoce que la Guardia Civil había trazado un círculo en torno al cadáver y que no dejaba que nadie no autorizado lo traspasara. La exhibición del Magazine acaba también con el rasgo retórico más sobresaliente del montaje, atribuible, antes que a la foto, al dispositivo textual con que fue tratada: si en el reportaje originario la fotografía seminal llevaba un pie de foto que decía: “Una pareja observa con indiferencia… ”, ahora el pie ya no pisa el alma de la pareja: “Una pareja junto a un cadáver…”, dirá ahora el pie, más sobriamente, aunque acogiéndose a los beneficios de una espacialidad puramente mítica.
A pesar de las apariencias no debe sorprender que los responsables del Magazine hayan ilustrado sus ademanes ofendidos con estas fotos que los refutan irrevocablemente. En realidad, ni Bauluz ni sus editores han comprendido todavía (y su respuesta, reproducida a continuación, es la prueba) la naturaleza de la manipulación a que sometieron a la pareja de bañistas. Por fortuna esa incomprensión ha permitido que conozcamos las pruebas empíricas de la farsa. Pero supone, al mismo tiempo, que en cuanto la ocasión se presente pueden reanudar sus teatros.
Entre las fotos inéditas que el Magazine muestra, destaca una. Es la que podríamos llamar Vista general sobre la playa. La foto se explica sola. Una playa grande, con bastante gente. En primer plano un hombre tendido: el cadáver. Entre las diversas personas que están cerca del cadáver hay guardias civiles y un cámara de televisión. Pero lo crucial está en el extremo derecho, casi a la mitad del encuadre. Ahí, bajo su sombrilla, está la pareja. Y en cada punto de esa diagonal imaginaria que traza con el cadáver (situado desde luego, a varios metros de distancia) se advierte la estratagema retórica que puso en funcionamiento Bauluz, situándose por detrás de la pareja y apuntándola, probablemente, con un teleobjetivo.
Ⓒ Revista Lateral. Infografía sobre la fotografía de Javier Bauluz Vista general sobre la playa, en la que se aprecian tanto el foco, dirección y sentido aproximados en que fue tomada como el encuadre en que fue publicada por primera vez.
He encarado muchas veces estas dos fotos. Un día me hice esta pregunta: con independencia de lo que sabes sobre ellas, ¿qué es lo que hace que una de esas dos fotos sea falsa? Era una pregunta de imposible respuesta, al menos para mí, completamente viciado ya por el asunto. Así que hablé con Paco Caja, que fue profesor de Teoría e Historia de la Fotografía en la Universidad de Barcelona. Fue detallándome muchas observaciones de interés. Por ejemplo, la relación entre el tamaño de los protagonistas de una y otra fotografía, mucho más igualitaria en el plano general, dado que fue obtenida por un ojo electrónico más comparable al humano. Me hizo ver también la ilusión óptica de que los flecos de la sombrilla casi peinaran la cabeza del cadáver. Cuando le pregunté a Caja por los mecanismos que había utilizado Bauluz para aproximar ilusoriamente a los tres protagonistas, dijo algo de mucho interés: “El fotógrafo pudo utilizar un teleobjetivo. O ampliar un detalle de una vista más general. O bien situarse a un metro de la pareja y disparar con una óptica normal. Es imposible saberlo”. El interés estaba, pensé, en la última posibilidad. En que los hubiera fotografiado a un metro de distancia. Para ello debería haber llegado a algún tipo de acuerdo, tácito o no, con ellos. Era una hipótesis descabellada, ya lo sabía, pero me gustó fantasear (el escritor de hechos necesita desahogos) con la posibilidad de que Bauluz los hubiese utilizado como modelos. Que los hubiese hecho posar. Porque, en realidad, lo escribí antes, nada, a excepción del precio, los separaba objetivamente de los modelos de Doisneau: la indiferencia que les atribuían era tan impostada como el amor de los dos jóvenes que se besan frente al Hôtel de Ville.
Un duelo de fotos
Sin embargo, del duelo entre las dos fotos aún surgían un par de reflexiones más. La primera afectaba al supuesto carácter político de la denuncia que había construido Bauluz sobre la indiferencia de los dos bañistas. La comparación traía sorpresas también en este ámbito. En realidad, la madre de todas las fotos era mucho más tranquilizadora para la conciencia individual. Porque, desde luego, ningún occidental felicísimo iba a identificarse con esa pareja obscena. La paradoja estaba lista: la foto seminal quería representar La indiferencia de Occidente, pero era imposible que clavara las uñas en ningún occidental: más problemático parece, en cambio, eludir la identificación con las borrosas siluetas (cuyo pecado político no es la indiferencia, pero sí, acaso, la felicidad) que pueblan la vista general. Entre la foto seminal y la Vista general sobre la playa se había producido, por último, una simple, pero muy significativa, operación mecánica. En la Vista general… Bauluz había abierto el ángulo y había mostrado lo que había en torno a los bañistas presuntamente solitarios. Y así había desvelado la trampa fundamental de la foto premiada. Hay una manera radical de enfrentarse a la verdad de una foto: preguntarse qué hay al lado, precisamente. Si se abre el ángulo y lo que se muestra es contradictorio con el original seleccionado, entonces la foto es falsa. Puede aplicarse aquí este procedimiento. Los dos mensajes principales de la fotografía se destruyen de inmediato. La intimidad entre la pareja y el cadáver, imprescindible para que puedan entablar su escalofriante diálogo, queda impugnada por la presencia de guardias civiles, periodistas y asistencias varias. Y la distancia obscena entre pareja y cadáver se revela igualmente falsa. Cualquiera que observe la vista general de la playa puede comprobar que existía una distancia de respeto entre el cadáver y la pareja.
El procedimiento de abrir el ángulo me ha hecho pensar (y espero que la calidad del pensamiento no venga decidida por la calidad de sus provocaciones originarias) en una posible teoría del hecho. En Diarios, y en alguno de mis libros anteriores, sostengo que los hechos no tienen versiones. Josep Carner, el gran prosista, decía que la verdad puede estar rota en mil pedazos, pero que es una. En efecto: y ninguno de esos pedazos puede contradecir a otro. Cuando uno acota un hecho y luego abre el ángulo sin encontrar contradicciones (versiones), es que estamos, probablemente, ante un hecho: es decir, ante el adecuado corte epistemológico que permite reconocer un hecho como tal. Esa es la principal diferencia entre la foto seminal y la Vista general… En el primer caso, la apertura del ángulo provoca toda suerte de contradicciones, especialmente basadas en la soledad y en la distancia (falsas); en el segundo podríamos abrir el ángulo hasta el último confín del universo: no veo que pudiera hallarse contradicción.
Bauluz se marchó de la playa con el crepúsculo. Entre todo el material que reunió en cuatro horas de trabajo había una gran foto: la vista general con un cadáver en primer plano. Esta fotografía tiene el rasgo que distingue a las grandes narraciones de hechos, a los grandes relatos periodísticos: es a la vez ambiciosa y modesta. Ambiciosa porque no renuncia a abarcar el hecho, a identificar lo real sin amagos; modesta también porque sabe que la epistemología periodística no puede desentrañar en el hombre nada que sobrepase la dimensión de una silueta, una cualquiera de las que en la foto vagan por la playa, más o menos alejadas de un cadáver. Al pie de esa fotografía, conmovedora y humanísima, se podrían haber puesto las palabras de Magris: “Hay que seguir viviendo, se dice después de cada muerte: y Bernanos se preguntaba si no era eso precisamente lo horrible”. No solo lo horrible; cabe añadir: quizá también lo inexplicable.
Bauluz podría haber optado por esa meditación. La llevaba en la cartera. Pero prefirió la propaganda, que está mejor pagada.
La verdad es muy difícil
Querido J:
Hay abierta en el Museo Nacional de Cataluña una exposición que es un error. Trata sobre Robert Capa y Gerda Taro, amantes y fotógrafos de las guerras del siglo XX.
Gerda Taro, que murió en la batalla de Brunete, es autora de la más bella fotografía de guerra que conozco. Es una fotografía plácida, tocada de juventud y de vida, que muestra a una pareja bajo el sol de Barcelona, riendo como después de una gran comida. La escena la preside un fusil. Es lo que convierte a los dos en milicianos y lo que da a la escena un terrible sentido de fugacidad.
En cuanto a Capa, todo se sabe: hizo la foto del republicano cayendo y la del soldado en la playa de Omaha; y es probable que ambas sean iconos de la Guerra al nivel de Uccello, Goya y Picasso. El problema es que una de esas dos fotos, la española, es falsa. Y ese es también el problema de la exposición del MNAC: que sabe que es falsa, pero persevera en el mito.
Te pondré en antecedentes. La exposición se presentó por primera vez en 2007. En estos dos años la veracidad del icono de Capa ha quedado demolida por dos investigaciones. La primera es el documental La sombra del iceberg (2007), de Hugo Doménech y Raúl M. Riebenbauer, que ofrece indicios sólidos de que el miliciano no es Federico Borrell, como siempre había sostenido Richard Whelan, el biógrafo canónico de Capa. Riebenbauer me dijo que el documental también obligó al biógrafo a admitir plenamente que la muerte del miliciano se produjo en el curso de una escenificación. Puede que plenamente. Pero Whelan ya había dado señales de pensar en ello cuando, en 2003, hizo públicas las confidencias de la fotógrafa Hansel Mieth: Capa le había contado que mientras ensayaba posturitas con un grupo de milicianos se había producido fuego real y el miliciano había muerto. Para Whelan, la clave del silencio de Capa sobre las circunstancias de la foto era, justamente, su sentimiento de culpa.
El otro gran acontecimiento demoledor es la publicación del libro de J. M. Susperregui, Sombras de la fotografía, un apasionante análisis sobre la relación entre la verdad y cuatro fotografías españolas. Una de ellas la de Capa. Susperregui conoce todos los antecedentes importantes del debate e inserto en ellos, y en un detallado conocimiento técnico, ofrece sus conclusiones. Las más violentamente novedosas son estas: 1) La foto fue una más de las escenificaciones de Capa y fue hecha con un trípode que no aguantaba su famosa Leica, sino una Rolleiflex de formato 6×6. 2) La foto no fue tomada en Cerro Muriano, sino en el frente del Espejo. Esta segunda conclusión, fruto de un insólito y laborioso trabajo de campo, está argumentada con brío y razón; pero aun así me parece frágil por el escaso e incierto carácter del paisaje revelado. La conclusión importante (e irrevocable) es la primera, que Susperregui basa en el análisis de su primera publicación, en la revista Vu del 23 de septiembre de 1936.
En el reportaje aparecen dos fotografías: arriba, la clásica del miliciano cayendo y, abajo, otra de un miliciano ya caído. Se diría que es la misma secuencia si Capa hubiera dispuesto de una cámara de nuestros días, provista de la velocidad suficiente, y si siendo el mismo secarral como es fuera también el mismo el aspecto de las nubes. Pero no harían falta tales sofisticaciones porque se trata de milicianos diferentes. Y este es el núcleo de la falacia: los milicianos son diferentes, pero el encuadre es el mismo. ¡Dos milicianos diferentes que mueren exactamente en el mismo encuadre! ¡Oh, la muerte, gran constructora de platós! Me decía Susperregui: “Pásese que Capa levantara el brazo desde el suelo y acertara una vez; pero dos…”. Demasiado premio gordo. Susperregui no estaba allí, pero lo que imagina es lo más verosímil que se ha escrito sobre el icono:
Capa con su trípode armado hacía bajar a los milicianos por la pendiente. Y, por cierto, sobre ellos: ¿qué escrúpulos tiene un soldado a la hora de escenificar su muerte?
La pregunta no es ya si la foto es veraz o no. Lo interesante es analizar cómo ha podido considerarse verdadera. Verdadera hasta el punto de haber circulado con toda naturalidad que la borla de la gorra del miliciano eran sus sesos estallados. Sobre las cuestiones éticas de confundir el periodismo con la propaganda te he hablado tanto que veo tu cara de fatiga. Me permitirás volver, levemente, al final. Ahora solo es la cuestión técnica. El problema de la verdad es que es jodidamente complicada. Hacer una fotografía de la muerte misma produciéndose, en una acción de guerra, solo puede ser fruto de una combinación muy improbable de azar y genio. Mucho más entonces cuando, como lo dijo Capa, la única posibilidad de hacer buenas fotos era acercándose. La cuestión, pues, no solo es ética; afecta, esencialmente, a la naturaleza y al valor del objeto artístico. Es decir, a la diferencia entre un fotógrafo de guerra y un figurinista.
Capa tenía unas teorías muy confortables sobre la relación entre la veracidad y la verosimilitud. Y las expresaba con una sinceridad desarmante. Esto es lo que puso al principio de Ligeramente desenfocado, el libro de sus (supuestas) memorias: “Escribir sobre la verdad es obviamente muy difícil, así que me he tomado en su honor la libertad de traspasarla, a veces, y otras de no llegar a ella”. En su honor, dice. Sin duda, era un tipo simpático. Hablando sobre las escenificaciones que sí reconocía haber hecho sostuvo siempre que se trataba de procedimientos que permitían acceder a la verdad. Unos minutos más de charla y habría acabado en la verdad poética.
La guerra civil española (y la dictadura subsiguiente) fue un territorio abonado para la verdad poética. Paul Johnson lo dijo con palabras algo más brutales y pudorosamente ceñidas a la guerra: “Es la historia que conozco donde se ha contado un mayor número de mentiras”. A esta gente puramente impresentable que relativiza la importancia de que la foto de Capa fuera veraz o no bastaría con hacerles meditar sobre la cantidad de muertos que han provocado las mentiras, los mitos, los gestos heroicos, il bel morire. Un mes después de que se publicara la foto en Vu, el 22 de octubre de 1936, se constituía la primera Brigada Internacional con los batallones Edgar André, Commune de Paris y Garibaldi. La coartada de la muerte múltiple que iban a encontrar esos muchachos solo podía ser la verdad. Y, sin embargo, el miliciano español los llamaba con su falsa muerte enardecida. La muerte es otra cosa. La muerte es disuasoria. Capa lo supo bien. Especialmente lo supo luego, en un edificio de Leipzig, cuando un francotirador mató delante de él a un soldado aliado. La escena, que se desarrollaba en múltiples charcos de sangre y polvo, no se parecía en nada a la española. Baste decir que en Life tuvieron que taparle la cara al soldado para no herirle a nadie el píxel.
Pero yo, mientras paseo por las salas del museo, pienso en Capa y en su oficio. En los efectos que la revelación de las mentiras tiene para un artista de la verdad. Veo, por ejemplo, ese cuerpecito del niño chino que fue a por su cerdo y su pollito, en medio de las balas japonesas, y que encontró como ellos la muerte. Ahí están los tres terriblemente alineados. Del cerdito y el pollito no dudo, seres incapaces de mentir; ¿pero y si el niño se hubiera levantado después del spot?
Se miente solamente una vez.
Sigue con salud,
A.
La justicia es ciega
Querido J:
El asesinato de Bin Laden y las fotos del cadáver. Tengo a mano dos recortes. El primero es de la periodista internacional Ana Romero, que escribe en este periódico donde te echo las cartas:
No puedo olvidar las convulsiones de ese condenado a muerte en Carolina del Norte. Fue después de que recibiera la inyección en la pantorrilla. Desde entonces soy totalmente contraria a la pena de muerte. Es por eso que no quiero que Estados Unidos muestre las fotos del cadáver de Bin Laden. Deben de ser espantosas. Un tiro encima del ojo izquierdo y otro en el pecho. Un horror.
Yo creo que es un párrafo valioso y de una sinceridad desarmante, nunca mejor dicho. Lo que molesta de la pena de muerte es verla. Un horror. Ver para doler. El presidente Obama ha dicho que no va a mostrar las fotos de Bin Laden agujereado. Es natural, porque poco después de disparar dijo que se había hecho justicia. ¡Y qué duda cabe que la justicia es ciega! El presidente habló de la necesidad de no cobrarse un trofeo. Parece tener buenos sentimientos, pero el trofeo son los índices de popularidad. En todo caso había leído a Philip Gourevitch, en el New Yorker: “Una foto de la violencia que infliges es siempre, en gran medida, un autorretrato. Al deshacerse de Bin Laden, Obama ha dado el paso más grande para poder dejar atrás esa era [la de Bush, no vayas más lejos]. ¿Queremos que una foto del cráneo de Bin Laden perforado por las balas eclipse este momento? […] El asesinato de Bin Laden nos permite pasar página, pero no si esa página lleva impresa la foto de su cabeza volada como trofeo oficial”. No es la primera vez que la escritura de Gourevitch cuadra con esa ingenuidad de lactante que tienen a veces los americanos. La violencia que infliges te autorretrata, queden huellas o no. Gourevitch parece convencido de que el retrato moral solo depende del retrato físico. La aparente sofisticación de su argumento no lo lleva una pulgada más lejos que el de Ana Romero. Ver para doler. De otro lado constato que Gourevitch está por la exhibición de cadáveres solo a partir de cierto punto de madurez estética. Este párrafo de su libro sobre Ruanda [2]: “Los cadáveres de Nyarubuye eran, siento decirlo, bellos. No había vuelta de hoja. El esqueleto es algo hermoso. La arbitrariedad de las formas caídas, la extraña tranquilidad de su tosca exposición, un cráneo aquí, un brazo torcido en un gesto imposible de interpretar allá… estas cosas eran bellas y su belleza solo aumentaba la afrenta de aquel lugar”.
Te transcribo las palabras concretas que utilizó Obama: “Nosotros no somos así. […] No vamos a enarbolar ese material como si fuera un trofeo. […] No se trata de algo que haya que celebrar como si hubiéramos anotado un tanto”. Un trofeo alegra y deslumbra. Y esas fotos están empapadas de sangre y mierda. Solo un loco las llevaría en el ojal. O una víctima: fueron los católicos y no los gobernadores romanos los que utilizaron como amuleto la crucifixión de Jesús. Me vas a permitir otra transcripción. Un viejo editorial de El País, que me hizo reflexionar sobre el distinto papel que tienen las imágenes para víctimas y verdugos. “Poco después de aquellos atentados [se refiere a los de otoño de 1991 en Madrid] un destacado miembro de esa organización (ETA), conocido por el alias de Kubati y condenado por el asesinato de Dolores González Catarain, Yoyes, amonestaba desde la cárcel a sus compinches sobre el error de haber colocado las tres bombas en lugares cercanos entre sí, lo que había permitido ‘que hubiera cámaras para grabar lo sucedido. Si solo se pone una, cuando llegan las cámaras normalmente ya han sido evacuadas las víctimas. Si se desean (sic) poner más, que sean (sic) en zonas distintas. Parece una tontería, pero debemos fijarnos en esos detalles…’”.
Ⓒ Pete Souza / The White House / MCT / Sipa USA / Cordon Press.
Sin embargo, la clave del discurso de Obama está en otra frase: “Nosotros no somos así”. El otro es Bush, y su exhibición del cadáver ahorcado de Sadam. La foto de Bin Laden ha dado a los demócratas una inesperada posibilidad de diferenciarse de sus antagonistas republicanos. Si los hechos de muerte son los mismos, que no lo sean sus fotos. La socialdemocracia siempre ha sido muy fotogénica. Es probable que los republicanos, algunos, gocen con la exhibición de la cabellera. Pero eso no deja de ser un juicio de intenciones. Lo que cuenta es la mayor visibilidad, a veces descarnada, de su política. Su dirty realism. Lo prefiero.
Por lo demás, la foto oficial del asesinato de Bin Laden ya se conoce. Está sacada de esa absurda y acaramelada serie socialdemócrata, El ala oeste de la Casa Blanca, que, entre otras gracias inmortales, muestra una oficina donde todos se adoran. Se trata de una foto diseñada por la sobriedad y hasta la humildad: un grupo de personas que deciden la suerte del mundo aparece inmortalizado sin pompa alguna, demostrando que el poder en América es algo inscrito en el más puro estilo casual. Es una foto deudora de la ficción y que debe de imitarla, porque no solo la gente sencilla toma de la tele sus modelos de representación. Una foto limpia, honrosa, de gente atareada. Exactamente: de cómo nos gustaría que fuese el poder: trabajador, colectivo y humano. La foto, en realidad un retrato de Corte que tiene en su otro extremo cronológico al emperador Carlos V, imaginado por Tiziano en la batalla de Mühlberg, fue tomada por el pintor oficial Pete Souza y ya ha sido sometida a toda suerte de descuartizamientos simbólicos. Destaca la articulista del Times, Gail Collins, que se quejaba de que entre todas las fotos de Souza se hubiese elegido una que mostraba con aire, supuestamente, de espanto a Hillary Clinton. Ella no sabe decir a qué obedeció su gesto de taparse la boca. Declaró que quizá una tos por la primavera de Washington y sus alergias. Pero que fueron los 38 minutos más intensos de su vida. Debieron de serlo. Ya tiene algo en común con Bin Laden.
Esta es la foto del asesinato de Bin Laden, te insisto. Tal vez pensarás que se trata de una secuencia incompleta. Y que en realidad lo que todos están mirando, cual Meninas, es un hombre con la cabeza reventada; y que esa cabeza debe mostrarse para que se abra paso lo real en esta decoración congelada. Quia. La vida entera es una secuencia. Y al poder, de cualquier tipo, corresponde decidir cuándo la secuencia debe cortarse. Por lo demás, la foto del Ala Oeste tiene una definitiva superioridad. Puede interpretarse. Es decir, pertenece a ese submundo del periodismo que establece un discurso fáctico a partir de invenciones, que pretende hacer aflorar los supuestos sentimientos de los protagonistas para enhebrarlos en una causa común. La deferencia de Occidente. Y que es capaz de convertir la tosecilla alérgica de Clinton en un gritito de horror, tan femenino.
¿Qué habría en cambio que interpretar sobre la del criminal reventado, allí donde todo es lo que parece?
Sigue con salud,
A.
La belleza que tapa la muerte
Ⓒ Richard Drew / AP Photo / Gtress.
La belleza es un asunto peligroso. El periódico traía ayer algo que no había visto sobre el 11 de septiembre: los descartes de la secuencia fotográfica de aquel famoso cuerpo cayendo de una de las Torres Gemelas. Un cuerpo que, extrañamente, aún no ha sido identificado. Los descartes mostraban lo previsible: que el fotógrafo, Richard Drew, eligió la foto más bella y desechó otras donde el cuerpo descompone intolerablemente la figura. Tan bella, la elegida, a diferencia de las otras, que el cuerpo no parecía ir hacia la muerte. El mismo día, por esos azares asociados que tanto me gustan, el diario El País incluía, para ilustrar una promoción, la famosa foto del saltador olímpico frente a las torres de la Sagrada Familia. No he visto esos descartes, pero es probable que el fotógrafo, Joan Sánchez, eligiera también la más bella.
Ⓒ Joan Sánchez / El País.
Me impresionó la igualdad de trato. Me impresionó constatar, una vez más, que también a la hora de la muerte el periodismo prefiera la belleza a la verdad.
InpoSAKEtarik
Ⓒ Justy García Koch / El Mundo.
Querido J:
En este periódico donde te echo las cartas apareció el 27 de agosto de 2011 la fotografía que te envío, obra de Justy García Koch. Aparte de publicarse, no pasó nada. Sin embargo, parece que al cabo de algunas semanas, y en una cosa muy animada que llaman Twitter, se comentó con desagrado. Debió de ser muy generalizado, porque este jueves el director mandó elaborar una página [3] en defensa de la decisión de publicar la fotografía, donde constaban, entre otros, sus propios argumentos y también los de mi amigo Román Gubern. Al que por cierto el director presentaba en su Twitter, según me cuentan, “como el mayor sabio de la comunicación, iconografía y semiología”. Comprenderás perfectamente, en razón de mi biografía y de mi carácter, con cuánto gozo me meto en la polémica.
Lo primero es esta frase del director: “La realidad no existe sino a través de la mirada de los demás”. Desde Platón, la frase tiene poca novedad, ciertamente. Tampoco la tienen las frases adjuntas del director sobre su creencia de que la objetividad no existe. Pero es llamativo que haya recurrido a ellas en este preciso contexto. Sobre los usos y abusos icónicos de las lETrAs hay un caso muy reciente. El 11 de mayo de este mismo año, el periódico pedía castigo penal para el excarcelado Errandonea, que en sus primeros minutos en libertad había desplegado una pancarta de apoyo electoral a Bildu que incluía esta frase: “Independentzia eta sozialismoa”.
Las razones del periódico no eran ni la independencia ni el socialismo, sino la conjunción: eta, la célebre manera de copular que tiene la lengua vasca. No es que el periódico se hubiese vuelto loco. Es que observaba que en ese contexto eta era el nombre y la apología de una banda terrorista. Comprenderás fácilmente que si el periódico exigió esto es porque creía que la objetividad existe. Si el periódico estuviera convencido de que la realidad no existe al margen de las miradas individuales, no tendría posibilidad de exigir el castigo. Bastaría con que el filósofo Errandonea se expresara en estos términos: “La realidad no existe si no es a través de la mirada”. Y pa casa, pancho. Platón juega para todos. Tengo la impresión de que el director confunde las cosas. Es EL MUNDO con mayúsculas el que no existiría sin su mirada.
El director y el sabio Gubern aluden también al encuadre, a la libertad omnímoda que tendrían el fotógrafo y el periodista para seleccionar la realidad. Otra vieja y devastadora creencia. Naturalmente que cualquier relato periodístico selecciona determinados detalles de lo real. Pero esta selección tiene reglas. En primer lugar, debe atenerse a una jerarquía: no todos los detalles valen lo mismo. Imaginémonos a Justy García aquella tarde en Bilbao. Tiene a Tasio Erkizia y una pancarta con esta frase: “Inposaketarik ez! Nazioa gara” (¡No a las imposiciones! Somos una nación). Hummm. Va probando. Demasiado larga, demasiado lar… Ya está: SAKE. Jo, qué gracia para un borracho japonés. Pero Tasio no es japonés ni va borracho. Tasio es un kETArik, lo quiera o no. Klik. Está claro que el encuadre SAKE no vale lo mismo que el encuadre ETA. Pero además del valor está la verdad. Nadie puede abarcar la verdad entera, los infinitos detalles de un relato. La modestia y la honradez epistemológica del periodismo solo se basan en una condición: que cada nueva ampliación, histórica, periodística, de los detalles de un relato nunca desmientan las selecciones anteriores. Ese es el éxito más preciado de cualquier historia periodística. Y también de una fotografía, por supuesto.
Aquella tarde de la manifestación de Bilbao la palabra ETA estaba perfecta y desdichadamente incrustada en el ambiente. Lleva décadas en el ambiente. La llevaban en la cabeza Justy García y tantos otros. No es una mala cosa llevar algo en la cabeza. Es positivo que a cualquier ceremonia periodística, una manifestación, una rueda de prensa, una entrevista, uno vaya cargado con sus prejuicios (llámalo hipótesis si quieres algo más fino) y es preciso, además, que uno sea muy consciente de cargarlos. Pero el periodismo exige que los prejuicios se contrasten con la realidad, que, por desgracia, existe. El problema de Justy, sin embargo, es que aparte de llevar a ETA en la cabeza la vio ahí fuera. Y no solo la vio, sino que quiso que todo el mundo compartiera su visión. De resultas de su trabajo, el lector del periódico del 27 de agosto se encontró con lo siguiente: una pancarta que decía ETA, y detrás unas cuantas personas manifestándose entre las que estaba Tasio Erkizia, al que por cierto el pie de foto no identificaba. ¿Era veraz esa imagen? ¿Había una pancarta con la palabra ETA aquella tarde en Bilbao y un determinado número de personas detrás?
No.
Bastaba, para demostrarlo, con abrir el encuadre. ETA, entonces, se convertía en Inposaketarik. En este caso, eta no existía ni siquiera como conjunción copulativa. Solo eran tres letras cuya cercanía puramente azarosa no significaba nada. La diferencia entre ETA e Inposaketarik, es decir, y contundentemente, entre la verdad y la mentira se aprecia a la perfección con solo abrir el encuadre. Mientras la hipótesis de ETA se disuelve como un azucarillo, Inposaketarik resistirá incólume aunque el encuadre alcance el planeta Marte, es decir, sea cual sea el número de detalles que se agreguen. Nadie podrá desmentir jamás que la palabra Inposaketarik no estuviera aquella tarde en Bilbao.
Leí también que el director, embalado, pedía el Pulitzer para esa foto. Es el cariño que tiene a su gente. Sus explicaciones, sin embargo, resultaban letales: “Yo mismo pensé al principio que la redacción había editado la foto original enviada por el redactor gráfico que cubrió el acto para darle ese corte intencionado. Eso es algo habitual, lícito y conveniente, pues es una manera de poner el foco en el aspecto de la historia que quieres resaltar”.
El director tenía toda la razón. La foto objeto de nuestros desvelos podría haberse conseguido perfectamente en la sala de edición del periódico. Ni siquiera precisaba cortes. Bastaba con poner un letrerito, a modo de faldón, que dijera ETA. Su distancia con la realidad no habría aumentado respecto al voluntarioso encuadre de Justy García. Como tantas otras veces, como con la pareja indiferente de Bauluz, como con el periquito de Kevin Carter, como con los libaneses de Spencer Platt, el fotógrafo había confeccionado un emotivo póster. Y no se registra esa categoría entre los Pulitzer verdaderos.
Sigue con salud,
A.
Azúcar piadoso
Abreu engancha hoy una frase memorable, a propósito del World Press Photo de 2012: “Es decir, que se puede hacer una excelente foto sin verla”. Sin duda. Esta es la diferencia entre que un texto gane un Pulitzer o lo gane una foto. Ganarun Pulitzer sin ver el texto es más difícil. Por lo demás, Abreu ha conseguido ver la excelencia en esa foto porque es un agudo veedor, y, además, un buen hombre y trabajador. Para la humanidad común era muy difícil descubrir el crudelísimo contraste entre la desnudez y
Ⓒ The New York Times / Foto: Samuel Aranda.
el burka. La razón principal es la gran cantidad de azúcar piadoso (de Pietà, ¡lo adivinó!) que emborrona la verdad. Y el primero en caer cegado por el amaneramiento fue el fotógrafo.
El adjetivo
En Der Spiegel leo que el Photoshop en manos de un fotógrafo es como el adjetivo en manos de un escritor. Qué cosa pintoresca. Como si el adjetivo solo pudiera advertirlo el especialista. Como si el adjetivo solo surgiera tras una reescritura. Una fotografía no acaba nunca tras el disparo. Continúa. Todo el instrumental de edición debería servir a un objetivo: tratar de que la fotografía tomada se parezca lo más posible a lo que han visto los ojos del fotógrafo. Una foto son esos ojos y no puede ser otra cosa. Aparte de propaganda. Es cierto que esos ojos pueden ir por la vida viendo fotogramas caldeados. Pero es que, como en el caso de los borrachos, la diferencia entre un buen y un mal fotógrafo no ha sido nunca lo que toma, sino lo que ve.
World Monkey Photo
El premio World Press de 2015 se lo concedieron a Giovanni Troilo por una serie de fotografías sobre la ciudad belga de Charleroi, cuyo nombre me remite de inmediato a Hazañas Bélicas. Entre las hazañas, escasamente bélicas, del tal Troilo estuvo la de fotografiar a su primo cuando hacía el amor dentro de un coche, según su costumbre. Para fotografiarlo mejor le puso un flash dentro. Del coche. Lo extraordinario es que no le quitaron el premio por esta escena, premio que, recuérdese, corresponde a fotografías
Ⓒ The New York Times / Foto: Giovanni Troilo.
periodísticas. Aquello que se llamaba, tan justamente, instantáneas. Le quitaron el premio porque una foto de Charleroi no había sido tomada en Charleroi. Por esa minucia, fijaos. Pero a mí me interesa lo que dijo el jurado para defender la foto del primo: “Hubiera hecho el amor en el coche, tanto si estaba presente el fotógrafo como si no”. Ya no recuerdo cuándo le dieron el World Press Photo a una foto de verdad. Todo es ya fingido y decadente en ese mundo, y apenas vale la pena discutir con alcornoques. Pero, en fin, es evidente que no se juzga si el hecho existió al margen del fotógrafo, sino cómo el hecho existió. Lo que importa es la documentación que el jurado utilizó para demostrar que entre los gustos sexuales de la pareja se encontraba el uso de flash. Una posibilidad, por otro lado, que la dejaría en muy mal lugar: de los amantes se espera que enciendan el mundo sin ayuditas.
Por más que pretendan enmascararlo, el arte no es más que una sutil relación entre calidad y precio. Cualquier mono es capaz de escribir la Recherche. Solo hay que darle un teclado y un poco de tiempo. El ecosistema digital ha puesto la fotografía en manos de monos. Yo mismo las hago buenísimas. Es verdad que sigo manteniendo los porcentajes analógicos: una de cada tres mil. La diferencia es que antes conseguía una cada diez años y ahora consigo una por la mañana y otra por la tarde. Muchas veces sin manos. Es decir, sin ni siquiera mirar. En la vida todo es ir probando, y poder pagarlo.
El lector pixelado
Ⓒ Dogan News Agency / EFE.
Querido J:
La foto del niño ahogado, obra de Nilüfer Demir, es todo lo que se ha dicho sobre ella y además es una foto veraz. He buscado la foto original, a partir de la que se realiza el encuadre, y la apertura del ángulo no erosiona su crédito. Por cierto que en la original, que encontré en la web de ABC, se aprecia el fondo de la playa y a unos cuantos metros del cadáver lo que parecen ser unos pescadores. Mi congénita maldad me ha hecho pensar de inmediato en lo que habría hecho el fotógrafo Bauluz con esos pescadores y el ahogado. Su turca indiferencia. Pero esta vez el cadáver ha encontrado a una mujer precisa, interesada por los hechos. Lo único que sobra son los estúpidos píxeles. No entiendo por qué los periódicos no regalan a sus lectores un juego de píxeles para que se los pongan cuando crean conveniente. Borrar la cara de un niño muerto es una operación realmente extravagante, que parece anticipar la obra del tiempo.
La escena de la playa de Bodrum ha dado lugar, básicamente, a dos fotos. En la que ha publicado, con buen criterio, el periódico donde te echo las cartas aparecen dos figuras principales: el niño ahogado y un policía. El niño está tendido, bocabajo, en la arena y el policía hace el ademán de estar escribiendo. En la otra el policía ya ha recogido al niño y lo lleva en brazos camino del depósito. Los periódicos más remilgados y pusilánimes, tipo socialdemócrata, han preferido publicar la segunda, que es puramente parasitaria. Es decir, que solo se entiende bien si se ha visto antes la primera, y que necesita, más que un pie de foto, una parrafada. La primera, por el contrario, casi desafía a Sontag y su teoría, indiscutible, de que no hay foto sin pie. Lo que sabemos sobre las playas mediterráneas de este aciago verano, la actividad anotadora del policía y el cuerpecillo inerte dan a la foto una insoportable potencia simbólica. Uno más. Pero el policía, el pobre policía, el resignado policía, el entristecido policía, su anotación y cuenta, significa muchas otras cosas. Eso que no vio el póster de Bauluz. Eso que no ven los torvos oportunistas necrófilos capaces de alimentarse de cualquier cadáver para ganar cualquier contienda política, como hicieron con el no a la guerra y ahora hacen con el sí a la guerra: todo ello con su desagradable boca torcida, su adversativa. Cualquier civilización viva necesita sepultureros, y ellos son los primeros que desaparecen con las hecatombes para dejar su lugar a las ratas. Ese policía es el triunfo de Europa, porque Europa es un lugar donde los muertos se cuentan uno a uno, se registran y se entierran. ¡El fracaso de Europa!, se han apresurado a gritar las plañideras habituales de la mala fe. Cuando lo único evidente es que el fracaso de Europa son ellos. Hoy hacen como que lloran a Aylan Kurdi, pero si mañana una de esas grandes coaliciones europeas que van desde Berlín a Washington arrasara el Estado Islámico con sus Palmiras, al día siguiente, al puro día siguiente, sacarían en procesión sacrílega las fotos de los niños muertos en los mercados, en los patios, en las escuelas, todas las víctimas de los daños que para ellos jamás son daños colaterales, porque siempre vienen del mismo lugar y del mismo Estado bandido.
Pero solo quiero seguir hablándote de la foto.
El niño. Acude también al ruedo alguno de esos pasmosos pasmos a reprimirnos porque el cadáver de un niño de tres años nos turbe tanto. Como van de frigorificados, habrá que responderles fríamente: sí, nos turba más la muerte del que no le dio tiempo a extender por el mundo sus genes egoístas. La muerte de un niño es un despilfarro intolerable, una interrupción. El que convirtamos todo eso en lágrimas es un secreto de la humanidad. Pero en el llanto sobre un niño muerto el hombre descubre que la vida tiene un sentido y que acaba de romperse.
Y la prensa, por último. Ya te he hablado de los pusilánimes que eligieron la versión light, como si la muerte la tuviera. Pero la cuestión, sensacional, mi querido amigo, es que hubo debate en torno a la publicación de esta foto. ¡Debate! Este periódico reprodujo en la web, por primera vez que yo sepa, un fragmento de su reunión editorial en la que se trató el asunto. ¡Bien es verdad que estaban todos de acuerdo! Pero en cuestión de debate, y para el debate, destaca por encima de todo el artículo que publicó el director de ABC, Bieito Rubido. Te voy a poner unas líneas: “El debate se abre cada tarde en la redacción, cuando nos sentamos a confeccionar la portada de ABC, el único diario de toda la prensa española que comparece con portada y no con primera página. Ayer resultó muy duro. La fotografía que ahora ilustra esta página 2 debería haber sido la portada de ABC. No lo es porque, tras una larga reflexión entre un buen número de compañeros convocados ante la imagen, decidimos que podía herir la sensibilidad de los lectores tanto como estaba desgarrando la nuestra. Debo reconocer que cedí a la opinión mayoritaria del Consejo de Redacción. Y que no estoy convencido de haber acertado. Creo que esta fotografía formará parte de la historia del fotoperiodismo”.
No, el director de ABC no acertó. De su artículo se deduce, aunque sea por voz pasiva, que los diarios deben tener un director. ¡Aunque, ciertamente, el Consejo de Redacción se mostró extraordinariamente generoso al permitirle publicar su artículo! Pero lo importante es el sintagma herido: “Decidimos que podía herir la sensibilidad de nuestros lectores”. Tengo la impresión de que el origen del sintagma es la ficción audiovisual, sexo, terror, y que de ahí ha pasado, siguiendo el rastro depredador de tantos otros animalitos, al periodismo.
Hay que decirle al Consejo de Redacción que la primera función del periodismo es herir la sensibilidad del lector.
Sigue con salud,
A.
La bisnieta tiene razón
Ⓒ Cristina Rodero, VEGAP, Barcelona 2021 / Ⓒ Cristina García Rodero / Magnum / Contacto.
Escribe hoy David Lema en El Contestador sobre un asunto de mucho interés: una de las dos fotos que eligió el periódico para ilustrar el capítulo dedicado a la mujer. La bisnieta se ha quejado:
Como bisnieta […] me parece inaceptable que se utilice una imagen para dar a entender algo con lo que la mayoría de sus familiares no están de acuerdo […] ¿Cuándo se ha pedido permiso para esta comparación o incluso para publicar la foto de Cristina García? […] ¿Se quiere insinuar que esta mujer vivía entre rejas? […] ¿Maltratada? Pues antes de nada deberíamos conocer el carácter que tenían estas personas y después juzgar.
Y tiene razón, y Lema debería habérsela dado, en vez de enredarse en inanidades fontcubertas.
Al editor gráfico del periódico le encargan que ilustre el cambio de eso que suele llamarse la condición social de la mujer. Y elige estas dos fotos: una mujer detrás de las rejas y otra hablando por el móvil. La elección es de una cierta rudeza semiótica, pero eso es lo de menos. El problema es viejo, viejísimo. Donde el editor ve un arquetipo, la bisnieta ve a su bisabuela. Pero si la bisnieta tiene razón es, justamente, porque un periódico no trabaja libremente con arquetipos. Con arquetipos trabaja la ficción. Lo repetiré mil veces, diez mil, un millón: “Mi pobre Bovary sufre y llora en veinte pueblos de Francia a la vez, a esta misma hora”. La dificultad máxima del periodismo es que trabaja con seres humanos, uno a uno tomados. Y tiene prohibido coger a uno y hacerlo arquetipo de nada sin su consentimiento. Hay una sutil diferencia entre la fementida que enseña sus tetas y la bisabuela de la reja. Y es, ¡quién nos lo iba a decir!, el consentimiento.
Este texto corresponde al capítulo inicial de La verdad, publicado por la editorial Península.
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[1] Apunte de la fotografía: “Padre e hijo no se despiden entre sí, el uno del otro. Padre e hijo se despiden del resto de su familia, que es la que se va. Ellos, padre e hijo, son los que se quedan, solos, en Galicia. Los protagonistas de la foto eran los que se quedaban, y lloraban por el sufrimiento de quedarse solos”. Patricia Ferrol.
[2] Gourevitch, Philip, Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias, Barcelona, Debate, 2019.
[3] https://luchadisidente.wordpress.com/2011/09/14/la-manipulacion-que-colmo-la-paciencia-de-los-tuiteros/
[4] El Mundo, jueves, 15-09-2011, p. 46.