Miguel Murillo (Badajoz, 1953) ha elaborado una aproximación escénica a la vida de Hipatia de Alejandría siguiendo el modelo de los antiguos relatos de las vidas de los santos. En línea con esa nutrida tradición hagiográfica de carácter ejemplarizante, el autor extremeño perfila un recorrido que va desde la juventud al asesinato de la filósofa, astrónoma y matemática convertida en protomártir feminista. Una mirada de hechuras didácticas sobre ese personaje fascinante sobre cuyo nacimiento se baraja un arco de fechas que comprende del año 355 al 370, siendo esta última menos probable por cuanto su más destacado discípulo, Sinesio de Cirene, luego obispo de Ptolemaida, nació entre los años 368 y 370 y, por lógica, no sería de la misma edad que su maestra, que entonces contaba además con amplio prestigio social como revela el mismo Sinesio en sus epístolas.
Disquisiciones cronológicas aparte, la película Ágora (Alejandro Amenábar, 2009) contribuyó a traer a primer plano a esta mujer, pionera como filósofa y como científica, protagonista también de bastantes libros biográficos, novelas y hasta algún cómic. La de Hipatia es una figura que ha despertado gran interés a lo largo de los siglos, y autores como Voltaire, John Toland, Henry Fielding, Edward Gibbon, Pascal, Gerard de Nerval, Leconte de Lisle, Maurice Barrès, Charles Kingsley y Bertrand Russell se ocuparon de ella, con frecuencia en escritos de tono anticlerical a causa de su asesinato por una turba de fanáticos cristianos, se supone que instigados, o al menos consentidos, por Cirilo, patriarca de la importante diócesis de Egipto, que es considerado santo por las iglesias católica, luterana, copta y ortodoxa, y al que el papa León XIII proclamó en 1882 doctor de la iglesia católica. Entre las obras dedicadas a la filósofa, quizás la más interesante –publicada originalmente en 1995 y en España en 2004–, sea Hipatia de Alejandría, de la historiadora polaca Maria Dzielska, por la minuciosidad de su investigación, lejos tanto de lugares comunes y de tópicos como de las deformaciones legendarias asociadas a la figura de la alejandrina, entre ellas la de presentarla a la hora de su muerte como una mujer joven cuando probablemente había ya traspasado ampliamente los umbrales de la edad madura.
Hija del filósofo y matemático Teón, con el que colaboró activamente, Hipatia destacó en su tiempo como integrante de la escuela neoplatónica de Alejandría; practicaba la tolerancia y llevaba una vida sencilla –abstinencia sexual incluida– dedicada al estudio y la enseñanza del pensamiento de Platón y Aristóteles sin hacer distingos entre sus alumnos por motivos religiosos o de origen social, aunque, al parecer, no había mujeres en su escuela. Entre sus aportaciones a la ciencia, además de sus escritos sobre álgebra, destacan una mejora de los astrolabios y el invento de un aparato denominado densímetro, que, apoyándose en el teorema de Arquímedes, sirve para medir la densidad de los líquidos. Asimismo estudió matemáticamente los movimientos de los astros descritos por Ptolomeo. La destrucción de la biblioteca de Alejandría puede ser la causa de que de su obra se conserven mayormente solo referencias a través de otros autores. Hay una frase que se le atribuye e ilustra su carácter abierto: “Defiende tu derecho a pensar, porque incluso pensar de manera errónea es mejor que no pensar”.
No hay constancia de que tuviera alguna inclinación por los dioses greco-romanos y, desde la racionalidad de su pensamiento, se apartó de las frencuentes disputas entre paganos, cristianos y judíos que agitaban en esa época las calles de Alejandría, en particular desde la llegada, en el año 412, de Cirilo, feroz contra todas aquellas confesiones religiosas que no fueran la católica. La autoridad moral y la influencia de Hipatia sobre las élites de la ciudad y su amistad con el prefecto Orestes, del que fue maestra, pudieron ser interpretadas por el patriarca como una amenaza a su autoridad religiosa y de ahí que se alentara una campaña de difamación contra la científica, que condujo a su asesinato, consecuencia sin duda del pulso entre el poder civil y el poder eclesiástico y no a la pugna entre catolicismo y paganismo como asegura la leyenda.
Sobre su final, el historiador griego de la iglesia cristiana Sócrates de Constantinopla, conocido como Sócrates El Escolástico y con sólido prestigio de hombre ecuánime, señala en su Historia Eclesiástica, culminada poco antes de la mitad del siglo V, que Hipatia “cayó víctima de las intrigas políticas que en aquella época prevalecían. Como tenía frecuentes entrevistas con Orestes, fue proclamado calumniosamente entre el populacho cristiano que fue ella quien impidió que Orestes se reconciliara con el obispo Cirilo. Algunos de ellos, formando parte de una fiera y fanática turba, cuyo líder era un tal Pedro el Lector, la aprehendieron de camino a su casa, y arrastrándola desde su carro, la llevaron a una iglesia llamada Cesareo, donde la desnudaron completamente, y la asesinaron con tejas. Después de desmembrar su cuerpo, llevaron sus restos a un lugar llamado Cinaron, y allí los quemaron. Este asunto dejó caer el mayor de los oprobios, no sólo sobre Cirilo, sino sobre toda la iglesia de Alejandría. Y seguramente nada puede haber más lejos del espíritu cristiano que permitir masacres, luchas y hechos de este tipo. Esto sucedió en el mes de Marzo durante la Cuaresma, en el cuarto año del episcopado de Cirilo, bajo el décimo consulado de Honorio y el sexto de Teodosio”.
Pero creo que me estoy pasando con este largo introito tan pedantesco; disculpen ustedes. Vayamos a lo teatral. Siguiendo la máxima expresada en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962): “Cuando la leyenda se convierte en realidad, publica la leyenda”, Miguel Murillo apuesta en cierta medida por los ribetes legendarios y hagiográficos de la ejemplar vida de Hipatia, joven, bella, culta, apasionada por el saber y enfrentada a la intolerancia representada por unos malos sin fisuras, villanos de pocos matices encabezados por el sinuoso y astuto Cirilo y su violento sicario Pedro el Lector, al mando de los siniestros monjes de negro. Desde una perspectiva anclada en la sensibilidad de nuestros días, con los oportunos destellos de feminismo y permisividad, el dramaturgo despliega un desarrollo dramático bien hilvanado, encerrado en un paréntesis que abre y cierra la obra: el ya obispo Sinesio, de regreso a Alejandría al cabo de los años, subraya el contraste entre el pasado de esplendor y las ruinas que se enseñorean de la gran ciudad, cuyo faro, encendido o apagado, sirve de contraste entre la evocada época luminosa y la de las tinieblas. El resto de las escenas se ha dispuesto en orden cronológico, salpicado por las transiciones en las que –bellamente coreografiado por Cristina Silveira– orbita un coro de errantes, cinco antiguas deidades paganas (Júpiter, Marte, Venus, Mercurio y Saturno) que auguran lo que está escrito en los astros y representan el viejo orden en declive. Aunque Murillo asegura no haber visto la película de Amenábar, la escena en la que Hipatia deduce el movimiento elíptico de la Tierra alrededor del Sol es muy similar a la del filme; será que tanto el dramaturgo como el cineasta han visitado la misma fuente.
Sobre el escenario comparecen, entre otros, Hipatia (una vehemente y segura Paula Iwasaki, brillante como acostumbra), Orestes (muy cabal Daniel Holguín), Teón (sólido Alberto Iglesias), la esclava familiar Zaira (una Pepa Pedroche que rebosa sabiduría escénica), Sinesio (eficaz Guillermo Serrano), Cirilo (un Rafael Núñez que borda la interesada melifluidad eclesiástica), Pedro el Lector (siempre amenazante José Antonio Lucia) y el Loco de Cirene (eminente trabajo de Francis Lucas), personaje este último que Murillo introduce con buen tino como catalizador y contrapunto a la acción con sus desprejuiciadas salidas de tono y su chalada astucia de raíces populares.
Pedro A. Penco dirige con buena mano la función, aunque en sus dos horas y pico se producen altibajos, menudean los fallos de sonido –algo que sin duda se solucionará– y el movimiento de los figurantes –en total hay veinticinco intérpretes en escena– parece algo desaliñado. Es una producción bella y bien cuidada, con un magnífico vestuario de Rafael Garrigós, bien ajustada música de Mariano Lozano y una hermosa escenografía funcional perfectamente integrada en el imponente escenario del Teatro Romano de Mérida, como si siempre hubiera estado ahí: de la puerta presidida por la efigie de la diosa Ceres parte una pasarela que desemboca en una plataforma circular de tres alturas que a cada lado lleva adosada otra plataforma más pequeña. El público, que abarrotaba el recinto hasta donde la legalidad pandémica marca, aplaudió con intensidad a actores y equipo técnico.
Título: Hipatia de Alejandría. Autor: Miguel Murillo. Dirección. Pedro A. Penco. Dirección del coro: Cristina Silveira. Escenografía: Diego Ramos. Vestuario: Rafael Garrigós. Iluminación: Jorge Rubio y Juan Cordero. Música original: Mariano Lozano. Caracterización y maquillaje: Juanjo Grajera. Coproducción: Festival de Mérida y De Amarillo Producciones. Intérpretes: Paula Iwasaki, Daniel Holguín, Alberto Iglesias, Guillermo Serrano, Pepa Pedroche, José Antonio Lucia, Rafa Núñez, Juan Carlos Castillejo, Francis Lucas y Gema González. Coro: Cristina P. Bermejo, Ana Gutiérrez Bravo, Elena Rocha, Jorge Barrantes y Sergio Barquilla. 67º Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Teatro Romano de Mérida. Mérida (Badajoz). 21 de julio de 2021.