Ciento cincuenta y cinco años deseando que se aplicara el ciento cincuenta y cinco, incluidos (en especial estos) los que amenazaban del apocalipsis con su venida o lo situaban a la misma altura vertiginosa que la declaración unilateral de independencia, para acabar retomando el Parlament tal y como se dejó. En realidad el ciento cincuenta y cinco ha sido como una breve y ligerísima brisa mediterránea. Casi la corriente de un soplido de Rajoy, como el delicado airecillo de su siseo que hubiera recogido cuidadosamente Soraya en un cofrecito. Todos estaban allí como si nada hubiera sucedido. Yo mismo me pregunto qué es lo que pasó en Cataluña y no me acuerdo. Apenas guardo algunas imágenes difusas de unos tractores. Nada parece distinto salvo la ausencia de la Forcadell y del Junqueras y del Puigdemont. Todos los demás siguen ahí. También las caras de cachondeo de los separatistas y las caras de agravio de los no independentistas, sobre todo la de Arrimadas, la ganadora de las elecciones catalanas a la que sin embargo se le ha afeado el gesto. Ese es otro cambio. Algo comprensible con una ley electoral donde el que gana pierde. En un sistema parlamentario en el que los expresidiarios enjuiciados conservan su escaño y en el que se contempla que un prófugo pueda ser investido presidente de un gobierno. El Parlament donde se puede votar sin consecuencias en nombre de un preso y en medio de una especie de celebración festiva de carácter tribal. Porque acudir al Parlament es como danzar alrededor del fuego mientras los cautivos, como Arrimadas, observan maniatados desde la penumbra y esperan a que los sacrifiquen. Yo veo al Rull y al Turull y los imagino en trance convulsivo de vudú sobre sus escaños; balbuceando palabras inconexas en inventados (todo lo que hacen es inventado) dialectos. Los veo invocando el espíritu del Puigdemont que juguetea desde el más allá. El Puigdemont que es como el fantasma de Canterville que hace sonar sus cadenas por España en una burda comedia interminable. Una eterna comedia de destape en la que Rajoy observa boquiabierto las desnudeces del Parlament que son las suyas propias. También las de todos esos españoles que ya no le votarán.