Alameda de Cervera, 13 de noviembre de 2023
He manejado más de una vez, y más de dos, esta exactísima, a mi juicio, definición de la vida enunciada por el poeta Rubén Darío (contenida en su poema «Mientras tenéis, ¡oh negros corazones!»). Igual valdría que el gran Rubén hubiese definido la muerte con la misma sentencia. La muerte es dulce porque no hay nada más dulce que la Nada. La muerte es seria porque está sujeta a muy graves y fatales procesos: putrefacción, olvido. En la vida, dulzura y seriedad resultan inestables: salud, recuerdo, son inseguros.
La vida es seria cuando no puedes respirar bien; respirar como la función vital primordial. Cuando, como dijo Neruda, te cansas de ser hombre. Cuando los transcursos habituales y acompasados del existir se saturan. Cuando el tiempo aprieta negativamente en tu organismo. Cuando una textura gris y un alrededor inasumible, que se asume a la fuerza, te cercena no se sabe adónde, pero siempre en la zona del alma más desvalida, produciendo una sensación infinitamente áspera. Cuando crees agonizar sin que se cumpla esa muerte consoladora. Pero mejor hablar de que la vida es dulce.
La vida es dulce en muchas ocasiones. La vida es dulce contemplando los estallidos naturales del universo sensorial. Dulce en muchos sentidos, no sólo de placer sino de la agradable continuidad del existir: inspirando profundamente, expirando con largueza, percibiendo los aromas no sólo de las flores, del verde inabarcable, de la sal oceánica, sino asimismo de las extensiones de adobe, de las moles calizas; no sólo de la hierba humedecida y recién segada sino del almidón y de los tejidos, volubles, que dinamizan y ventilan nuestro a veces pesado transcurrir.
La vida es dulce, puede ser dulce en el trabajo, en la posible alegría del trabajo («Es el trabajo una estrella / de cuya luz me mantengo»), en esforzarse en ver crecer la espiga, en afanarse en que se seque el ladrillo que con tesón hemos moldeado. En mascar, degustando, nuestro arroz, en prolongar la trituración de ese bollo apreciado y corruscante como cumplida recompensa a la continua elaboración de la faena que tenemos encomendada. El dejar pasar los días, las estaciones, las bodas de plata, el calor, el amor al fuego, el amor al té, la luz henchida o reducida, el campo rebosante o en barbecho, o arado para ser sementera, grandemente prometedor. Dejar que curse el tiempo, ennoblecido por la humildad, como en esa simple pareja protagonista que se muestra tan humana, junto a su burro, también protagonista y degustador de su rebuznante existencia, en la película china El regreso de las golondrinas, de Li Ruijun.
Lo dulce, lo alegre de vivir se muestra desde un primer instante. Un instante sentido, ya con plena conciencia, en el líquido amniótico. Y pervive en el aire, quizás en un segundo instante, tras renegar, por un momento, de una no muy querida atmósfera, clamando en el cándido querer decir que falta algo sin el líquido genuino. Pero recuperando prontamente esa dulzura oxigenada en el primer balbuceo que remite al placer, al gusto orgásmico: el origen más remoto de la vida, ese origen que también acumulan las piedras promiscuas , creciendo a oscuras, bajo tierra.
También la vida es dulce pasando el rato, así de fácil. Así de fácil es pasar el rato recibiendo al arte. Sólo hace falta una butaca y asistir, hipnotizados dentro de una comedida penumbra, al espectáculo de un buen film o una buena obra dramática. Sólo hace falta una sala espaciosa, iluminada por una luz tenue, que exhiba en sus paredes, guardando la debida distancia, una selecta serie de atractivas estampas, lienzos, grabados, esculturas, etcétera. Sólo hace falta atravesar la ciudad y contemplar serenamente esos volúmenes arquitectónicos de muy gustosa construcción.
Sólo hace falta ser posible, para pasar el rato, estar viendo danzar, estar gozando contemplando el mimo. Y leer, leer, leer hasta que agotes las gotas del colirio. Leer hasta abrir mundos con un machete zalamero y dándote codazos cariñosos con el autor de los libros que leas. Todas las técnicas del arte, vastísimas, complejas, sólo sirven para una cosa: crear belleza. Además de culturizarnos, receptivos de todo ello, percibiremos sobresalientes sensaciones. Pero, ¿cuál de las artes la que más consuela?
Sin dudarlo, la música. Y en segundo lugar, también selecto, la poesía. Hace unas tardes me encontraba mal. Me hallaba arrebujado bajo el edredón, bien caliente, mas sin sentir el acogedor confort del sueño. Mi ánimo se sentía atascado en una turbia vigilia, situado en un callejón sin salida. Los planes que hacía horas me embargaban procurándome contento, o al menos un asenso aceptable, se diluían en un estado taponado y desesperanzado. Sin muchas ganas dejé el lecho, me vestí, agarré la entrada y subí la ancha calle hacia la Catedral de Cuenca, donde tenía lugar el concierto Éxtasis a lo divino. Música y misticismo en torno a Santa Teresa de Jesús.
La interpretación corría a cargo de la formación Piacere dei Traversi, compuesta por un consort (reunión de instrumentos de la misma familia pero de diferentes tamaños) formado por tres flautas traveseras tocadas por Laura Palomar, Fernanda Teixeira y Marisa Esparza. El canto y recitación correspondía a Carmen Botella. Entré en el templo, saludé al canónigo Miguel Ángel Albares, ejemplar artífice de estos eventos, y me senté aguardando la escucha. Sonaron dulces melodías de Antonio de Cabezón, Tomás Luis de Victoria, Francisco Salinas, Francisco Guerrero, Cristóbal de Morales, Gracia Baptista, una monja española o portuguesa del siglo XVI, que vivió en Ávila, compositora de Conditor alme.
La soprano cantó muy bien, y recitó emotivamente varios poemas de Santa Teresa: «Quien no os ama está cautivo / y ajeno de libertad; / quien a vos quiere allegar / no tendrá en nada desvío. / Oh dichoso poderío, / donde el mal no halla cabida. / Vos seáis la bienvenida.» El concierto finalizó cantando Carmen Botella, acompañada por el consort, una selección de las Coplas para la muerte de su padre, de Jorge Manrique, obra maestra del Renacimiento español que, comenzando por los conocidos versos «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando/ cómo se pasa la vida…», concluye por los no menos valiosos: «Dio el alma a quien se la dio, / el cual la ponga en el cielo / y en su gloria, / que aunque la vida perdió, / dejónos harto consuelo / su memoria.» «Nuestras vidas son los ríos» es un famoso verso de las Coplas. Gran metáfora.
Salí nuevo. Al llegar a casa, después de haber tomado un vino en mi querida taberna Jovi, descorché otra botella para servirme una copa más y encaminéme hacia la cama con la intención de entrar al sueño. Antes dormía como un lirón, pero los años me han hecho flaquear. Lo que hago es introducir en el aparato un cd, con las llamadas Variaciones Goldberg (en realidad Aria con variaciones diversas para clave con dos teclados) de Johann Sebastian Bach, que el músico de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig compuso para que su alumno, el clavecinista Johann Gotlieb Goldberg, entretuviese las noches del insomne conde Hermann Carl von Keyserlingk. Aun leyendo unas páginas, no logré terminar de oír al completo esas beneficiosas variaciones.
La seriedad de la vida es llevada al extremo en la alternancia de vigilia y sueño.