Llegamos a Amsterdam en avión y cogimos un tren para acercarnos a Vlissingen, la ciudad holandesa a la que íbamos, pero nos quedamos dormidos y aparecimos en Bélgica. No era la primera vez. Una noche uno de nosotros salió en Coruña, volvió en tren a Pontevedra y se pasó a Vigo, así que se subió de nuevo al tren y apareció, naturalmente, en Santiago. Si todo el mundo exportase así sus tradiciones hoy Europa sería imbatible. El vecino más ilustre de Vlissingen, por lo demás, era un camello de 50 años negro como el carbón al que llamaban Blanquito. Después de un par de semanas nos fuimos de allí dejando a dos de los nuestros escondidos en la habitación de una casa que debíamos haber abandonado ya días antes y que había sido ocupada pacíficamente por un grupúsculo abertzale que nos amenazaba de muerte cada vez que lo cruzábamos por el pasillo. El regreso a Galicia lo hicimos en un Polo que costó 40.000 pesetas, pero aún paramos en Niza a saludar a uno que nos recibió en un zulo tan pequeño que si se enteran los vascos bajan allí a pedir rescate.
El viaje lo hicimos tres. Fue del tirón, sin dormir y con el 40% del Producto Interior Bruto de Holanda en la guantera. Niza se desplegó en un amanecer espléndido. Ante nosotros se abrió un cielo de hormigón y un azul salvaje que llegaba desde la oscura barriga del océano latiendo por debajo de nosotros con el sobresalto primitivo de las cosas, y decidimos, en un arrebato poético, hacer un porro. Tras dormir las horas de playa salimos de noche un poco por probar, pero cuando nos dimos cuenta ya teníamos a la chepa a cinco inglesas que habían venido desde Londres a celebrar una despedida de soltera. Aquella fusión entre las Rías Baixas y el pijerío de la City en una ciudad francesa sólo podía traer catástrofes, pero cuando quise pedir un tiempo muerto el más espabilado ya se estaba enrollando, por si las moscas, con la guapa. Fue entonces, vaciando vodkas como si fueran pienso, cuando crucé la mirada con la novia y observé, espantado, que se estaba enamorando a toda velocidad de mí: la suficiente como para sacarme un polvo esa noche y subir más contenta que un sanluís a casarse el domingo siguiente con su hooligan del Newcastle.
Yo me limité a compadecerme para mis adentros mientras buscaba a toda prisa, sin sacar el móvil del bolsillo, el número de Blanquito. Algún día alguien me explicará por qué en cualquier parte del mundo hay una mujer de rasgos antropomórficos ineludibles al patrón de la cerdita Peggy que está secretamente enamorada de mí. La chica tenía la nariz corta y alzada, con los agujeros casi en frontal, como un cañón de mocos apuntando inmisericorde, y unos mofletes sanísimos que cuando se reía salían disparados a una esquina y otra del local, abarcándolo todo de tal manera que el camarero tenía que pedirle por favor que se pusiese seria, literalmente. Llevaba además un vestido corto que todo sea dicho a mí me ponía un poco bravo: necesitaba una copa más para meterle la mano por debajo, quince para irme a la cama con ella, seis botellas para darle un pico y los viñedos de Falcon Crest para mirarla a los ojos. Era una de esas mujeres, para que nos entendamos, que cuando te dispones a besarlas se te pasa la vida por delante.
Lo que sucedió después fue tremendo. En algún momento de la fiesta yo me prometí con la réplica en miniatura de Roseanne Barr y fuimos los tres amigos con gran escandalera al hotel donde paraban ellas. Nos metimos todos en una habitación y llamamos a gritos por teléfono al servicio de habitaciones para pedir champán. Estábamos violentos y excitados porque nos sentíamos los Rolling Stones, y yo propuse destrozar la televisión empotrándosela en la cabeza a mi novia. Luego llegó el ritual obsceno acostumbrado mientras las amigas se iban retirando entre ayes ingleses y palabrotas rarísimas pese a nuestros esfuerzos en convencerlas de que organizásemos una Royal Rumble. Quedamos dos parejas allí mientras nuestro tercer hombre lo grababa todo con la cámara que ellas habían comprado para dejar testimonio, al minuto, de su fantástica despedida de soltera, o sea. Así iba todo de bien, o de mal, cuando levanté la cabeza y vi como este amigo se despedía entre susurros diciendo que nos acordásemos de nuestra dirección, no nos fuéramos a perder. Y al hablar se giró hacia mí de repente, llevándose un dedo a los labios en señal de silencio, y levantó la pernera del pantalón para dejar ver, metida la mitad de ella en el calcetín, la cámara de vídeo.
Yo sabía que iba a tener difícil el empalme, pero aquello la encogió tanto que se me empezó a cargar la próstata. Me levanté temblando a los veinte minutos de un magreo apático mientras trataba de susurrar guarradas en inglés, diciendo bitch con tanta clase que la tía debió de pensar que los gallegos nos ponemos cachondos pensando en nuestras playas. Yo no entendía para qué queríamos una cámara de vídeo, si pobres no éramos y además todo lo que pudiésemos grabar en aquel viaje era, más que recuerdos, pruebas judiciales. Y sólo pensar en introducir en España imágenes mías con Peggy Sue ya me levantaba dolor de cabeza. Mi amigo debía de haber llegado ya a casa, así que di seis palmadas, saqué de la cama al otro y nos fuimos precipitadamente repartiendo besos y abrazos, y deseándole mucha suerte a mi chica en su boda, que seguro que sería estupenda, pues había empezado con un buen pie glorioso.
Cruzamos la Niza del amanecer mientras pensábamos en los años en vilo que le esperaban a Peggy abriendo la primera el buzón todos los días de su vida, cuando al doblar una esquina me empapó un sudor divertidísimo: me había dejado en el hotel mi bolso con mi documentación, las señas del zulo, fotos de carnet, una huella dactilar, una muestra de saliva y el código de mi Adn descifrado en un papelito rugoso. Le dimos gracias a Dios por estar ebrios y felices, y dimos la vuelta en dirección al hotel: qué suave, qué liviana es la vida a los 23.
Lo que nos encontramos allí fue una postal apoteósica, quizás la mejor de nuestras vidas. En la calle estaba aparcado un coche de policía y dos agentes atendían las explicaciones histéricas de nuestras chicas semidesnudas. Estaban tan borrachas que daba pánico verlas. En cuanto aparecimos gritaron señalándonos como locas, así que pasé de acercarme a darle un cariño a la Peggy, que se la veía descuadrada. Tal pachorra inspirábamos que la policía se puso de nuestra parte al momento; un poco hartitos de las inglesas que la montaban allí en verano, parecían agradecer la presencia institucional de un par de gallegos en misión diplomática. Nos pidieron explicaciones y se las dimos: habíamos conocido a un desgraciado al principio de la noche que se nos había acoplado con la excusa de que era español, que ya ve usted, señor agente, que será por españoles por el mundo adelante. Fue entonces cuando Peggy, que había subido a por mi bolso, apareció corriendo desde dentro agitando un papel. “Verás como a ésta le acaban de mandar el divorcio por fax antes de la boda”, pensé. Pero no: nuestro colega había escrito algo al marcharse y lo había dejado en la cómoda. El contenido no lo recuerdo, pero era brutal: un párrafo del libro Diario de un rebelde. Miré al policía y le dije: “Ohmaigod, is a creisimen”. El amigo que estaba conmigo fue más práctico: agarrándome del brazo mientras nos alejábamos calle arriba le soltó en español al grupo una frase memorable:
-Bueno, pues con lo que sea nos llamamos.