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Mientras tantoLa vida romántica

La vida romántica

Gazeta de la melancolía   el blog de Víctor Colden

 

¿De dónde viene este apetito de palabras, de historias, de belleza? El año pasado, en París, no dejaba de hacerme esta pregunta mientras deambulaba una tarde de domingo invernal por el Museo de la Vida Romántica. En una de las primeras salas había admirado el zafiro preferido de la baronesa de Dudevant, Amantine Aurore Lucile Dupin, más conocida en el siglo y en el mundo literario como George Sand. Un zafiro montado en el anillo que se exponía en una mesa vitrina junto a otras joyas, como el broche redondo con una golondrina en pleno vuelo —tan pequeña, tan osada— que la escritora le regaló a su nieta Aurora.

Tenemos el gusto estragado por la facilidad, por las prisas, por el feísmo. También por la abundancia. Tal vez recuperar el aprecio por las cosas pequeñas y bonitas debería formar parte de un programa de vida. “¿Podemos vivir sin belleza?”, se pregunta Gustavo Martín Garzo en Los viajes de la cigüeña, su precioso libro de paseos por Villabrágima y comarca. “No, no podemos vivir”, responde. “La belleza es lo que está de más, lo que no tiene por qué. El juego, el amor, las canciones, los baños en el río, las palabras que se susurran, las que las madres dicen a sus recién nacidos pertenecen a ese mundo”. También pertenece a él un objeto delicado y precioso como el zafiro preferido de George Sand. O la mirada ensoñadora de una joven de hace doscientos años desde la tela —en otra sala del museo— en que un artista quiso plasmarla.

Inevitablemente, el recorrido por el Musée de la Vie Romantique me hizo evocar la excursión que habíamos hecho el verano anterior a Brantwood, la casa de John Ruskin a orillas del lago Coniston. ¿Cómo no quedarse fascinado por tan hermoso escenario de una vida dedicada al estudio, al arte, a la naturaleza? Y a ayudar a los que vivían en la miseria. Aquella mañana de julio, Sofía se sentó al piano de Ruskin, en un rincón de la gran sala tranquila y luminosa, y tocó unos compases de la cautivadora One Summer’s Day de Joe Hisaishi. Paseando después por el huerto y los jardines, la vista del lago lo llenaba a uno de vagas ambiciones de verdad, de justicia y de belleza, y era inevitable proponerse emular a Ruskin.

Me acordaba de todo eso una mañana de febrero del año pasado, en París, al sentarme bien abrigado en la terracita del café del museo, desierta y sin servicio, a tomar unas notas en mi cuaderno. (Busca uno siempre, sin saber bien por qué, estos rincones de silencio y soledad). Mesitas verdes de hierro forjado, narcisos amarillos en la minúscula rotonda, un murete cubierto de romántica hiedra y, hacia el fondo, el invernadero, la fuente y la rocalla con plantas. Al recuerdo de Brantwood se sumaban, más frescas, la impresión de las salas recién visitadas y la sugestión del jardincillo solitario. ¿De dónde vendrá —me preguntaba— este apetito de arte, de historias, de belleza?

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