Un escritor mediocre languidece en su empeño por terminar la novela a la que ha dedicado largos años. Debe acabar con el personaje para el que ha vivido, causa de insomnios y satisfacciones. Busca ansioso un final a la altura de tantos desvelos, quiere escribir una apoteosis culminante… “los últimos minutos de su vida deberían quedar configurados como si a lo largo de toda su vida sólo hubiera estado viviendo para este postrer día”. La novela corta de Michael Krüger, El final de la novela (Anagrama, 1993) trata con humor la dificultad de poner punto y final. El final es siempre un lamento, un tirarse de los pelos. Qué difícil callar, detener el brazo, dar por terminado y dar por bueno, aceptar que ya se ha dicho bien lo que se había venido a decir.
Se ha dicho muchas veces que el escritor lucha con su texto, y que cuando se alcanza el último round crece la intensidad de esta batalla. Piensa Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) que “al llegar al final de una obra, el autor tiene que justificar de algún modo por qué ha llegado hasta ahí. Es muy difícil abandonar la escritura de un libro, igual que es difícil descender de un tren que nos devuelve a casa tras un largo viaje. Hemos vivido en el interior de un libro y debemos realizar un reajuste con la realidad”.
Para James Salter (Nueva York, 1925) este reajuste no causa especial conmoción: “Yo siempre tengo la frase o el párrafo final antes de empezar a escribir el libro. Por eso no hay lucha ni especial intensidad al final. Está allí de antemano, antes de que el libro lleve hasta él. Yo no espero a que me sorprendan los personajes o los acontecimientos sobre los que estoy escribiendo. Puedo toparme con algo que no había previsto totalmente, pero no con una verdadera sorpresa”. Y cuenta Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956), aunque el escritor no sepa con claridad cómo va a terminar su relato o su novela, de algún modo lo intuye. “Digamos que va caminando por unas calles que desconoce, aunque presiente que al final se va a encontrar con el mar. O con una catedral. O con un sótano desapacible. La literatura es ese presentimiento inexplicable”.
Resulta curioso cómo, del mismo modo que los perros se parecen a sus amos, los escritores tienen la cara de su obra (así lo creía Julio Ramón Ribeyro), y su manera de comprender y de escribir el final muestra el personalísimo e intransferible carácter de esta relación. Eduardo Lago (Madrid, 1954) explica los diferentes casos: o bien el autor sigue una voz que no sabe de dónde viene (sería el ejemplo de Robert Walser), o bien existen autores que no pueden escribir si no saben cómo termina su novela, que primero la piensan durante años y cuando ya la tienen en la cabeza la escriben. Otros van descubriendo el final conforme avanzan en la escritura de su novela: es el caso de Don DeLillo, que escribe para entender lo que va a pasar. Y, por último, estaría el modelo Tolstoi: la novela que no acaba sino que, simplemente, se interrumpe. Tolstoi no quiere terminar Anna Karenina. “En mi caso, recuerdo cómo, en uno de mis libros, el final lo vi de repente. Un día estaba en mi casa, con mucha gente, y me tuve que sentar allí mismo a escribirlo. Supe que ése era el final, aunque no terminaría la novela hasta tres años después”.
Y de nuevo a uno se le vienen a la cabeza los perros y los amos, y que los escritores tienen la cara de su obra. Tal vez, verdaderamente, no haya combate, sino simbiosis, tal vez la figura adecuada para describir el final sea otra que la clásica: “Yo no creo que se produzca ningún combate entre el escritor y su texto. En mi caso es más bien un baile –extenuante, largo, tenso, pero también muy sensual- que culmina con una estática figura final (los cuerpos jadean mientras procuran quedarse inmóviles). Eso es lo que llamo un final”, escribe Eduardo Jordá. Es interesante el énfasis en la sensualidad: podría incluso decirse que con el punto final se establece algo parecido a una relación sexual, hay hacia él tensión y una fuerte atracción no resuelta, el relato se encamina hacia el fin como el destino buscado por cada una de las palabras; y también el final se teme (aquello de que hasta los perros después de eyacular se sienten tristes).
Un hombre sabio me enseñó una vez que el final está siempre relacionado con la muerte, de un modo u otro. La muerte es el final por excelencia y el único que percibimos en la vida; nuestra cotidianidad pasa rápida e indefinida, y mientras nos sucede apenas tenemos tiempo de tomar perspectiva y de tomar un respiro para advertir cierres y claros finales. Solo la muerte es puerta que se cierra sin vuelta atrás. Se rebela Salter contra esta última frase: “en esto de que los finales tengan que ver con la muerte, no estoy de acuerdo. Tampoco con la idea de que en la vida las cosas sucedan demasiado rápido como para sentir que algo está concluyendo. Innumerables veces en la vida eres consciente de que algo está concluyendo”. Y la asume con matices Eduardo Jordá: “Sí, de acuerdo, todo final presupone una imagen de la muerte –hay algo que se termina para siempre, hay una historia que se cierra, hay un hombre o una mujer que ahora ya serán distintos durante el resto de su vida, aunque quizá ni ellos mismos se hayan dado cuenta-, pero en la literatura también existe la resurrección. Es decir, que puede haber vida después de esa muerte aparente del final de una historia. Un buen final abre tantas puertas como cierra. El hombre derrotado tal vez consiga redimirse. La mujer que se siente desdichada tal vez llegará a conocer el amor. Nunca hay que olvidarse de esa puerta oculta”.
Eso sí, desde esa puerta que se cierra simulando una muerte, o desde esa puerta oculta que abre nuevos caminos, siempre se echa una mirada hacia atrás. Cuando el protagonista de Krüger comienza a escribir las últimas páginas es cuando repara, de pronto, en que ese personaje que creía perfecto es en realidad un sabelotodo sin fundamento. Se va dando cuenta de que sobra este pasaje, y de que sobra también este otro, y los va rompiendo, lamentándose… ¡su gran obra queda reducida a unos cuantos pliegos!
El final ilumina y distribuye importancias, da sentido a lo anterior, ayuda a comprenderlo. Qué esclarecedora es, por ejemplo, la última palabra de El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, un libro sobre la espera, y sobre el tiempo que lleva recorrer el camino para alcanzar el final.
“- Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
-Mierda”.
Mierda y se acabó, y no hay nada más que leer, y el lector tiene la sensación de haber aprendido algo sobre sí mismo y de haber descubierto algo de sentido en el abrupto mundo que le rodea. “El final- explica Jordá- es iluminador en el sentido de que presenta un hecho irrevocable que de alguna manera ha cambiado para siempre la vida de quien lo ha vivido. Pero el final puede iluminar arrojando sombra o creando una inquietante sensación de ambigüedad. Ese señor del autobús que finge leer el periódico sin quitarme ojo, ¿es un apacible prejubilado o es un psicópata que acaba de salir de permiso penitenciario?”. Para Menchu Gutiérrez “es iluminador en tanto en cuanto explica la obra, su razón de ser. Esto no quiere decir que el final aleccione o tenga una intención didáctica. Hay finales que plantean nuevos interrogantes a los que ya han recorrido una obra, y de hecho eso es lo que sucede en la mayoría de los míos.”
Ahora se han puesto de moda (la moda, esa mujer arrogante y entrometida, que pretende reducir el arte al “ahora se lleva esto”, “ahora solo vale lo otro”) otro tipo de finales: los finales abiertos, que lo que hacen es eliminar ese sentido iluminador y dotador de sentido, y ajustarse más a la vida, inacabable y amorfa, a su sensación de indefinición. Una apuesta por que la vida no tiene sentido y no debe fingírselo la literatura. El personaje, en los relatos de final abierto, se agota sin resolver los enigmas planteados. Una de las características de la postmodernidad es que relata historias que tienden a contar solo un fragmento; fotografían y callan. (“Una de las características de la postmodernidad es que nadie en su sano juicio se la tomará en serio dentro de cincuenta años (si es que todavía hay vida inteligente en este planeta). Los presocráticos, tal como han llegado hasta nosotros, eran más postmodernos que el Gran Escritor que Sólo Escribe en Servilletas de Papel del Gran Café Literario. Y Sterne. Y Nietzsche. Y Canetti. Y…”, apunta Eduardo Jordá).
Para una buena historia postmoderna basta, por ejemplo, una conversación en la cama, un amanecer cualquiera; ella de espaldas a él, mirando el parpadeo de los números del despertador (falta poco para que suene y haya que comenzar el día, y tal vez huir de ese colchón compartido). Él, incorporado mientras fuma, acecha la ventana de la vecina.
“Yo creo –explica Gutiérrez- que en nuestro tiempo se han derribado grandes mitos; la ciencia pone incluso en entredicho nuestra propia conciencia, la estrategia de nuestros sentidos. Parece lógico que los finales sean cada vez más abiertos, una consecuencia natural de la duda y de la incertidumbre en la que vivimos”. Son fragmentos desarraigados, como en las películas diseñadas sobre varias historias diferentes de las que sabemos poco, donde nunca llegamos a conocer lo suficiente, ni a comprender causas ni razones últimas. Se desecha conscientemente el esfuerzo sintetizador. Para Eduardo Lago el final abierto “tiene que ver con la incertidumbre total de la existencia, que puede terminar en cualquier momento, sin previo aviso. El final abierto es el símbolo de nuestros tiempos, el artista no sabe qué va a pasar.”
De acuerdo, no sabe qué va a pasar. Pero se acerca el fin, inevitable. Abierto o cerrado, tras el último punto queda el espacio en blanco, irrevocable. El protagonista de Krüger, al terminar su andadura, en la última página, cierra bien la puerta de la casa, tira la llave al lado y se pone en camino. Narra en primera persona cómo el sol, a sus espaldas, lanza sobre el camino una sombra cada vez más débil, que a veces incluso desaparece, obligándole a proseguir completamente solo. La soledad del escritor, que simula muertes, es forzosa. Y los finales comparecen como si no pudiéramos escapar de la vieja costumbre de morir.