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La violación como programa político

 

Tereo y Filomela

 

Julio de 1986. Dos chicas en minifalda regresan sin un franco en el bolsillo de una breve escapada a Londres. Haciendo autostop llegan a Dover, donde pidiendo al pie de la taquilla consiguen reunir lo suficiente para coger el ferry que les llevará a Calais. Desde allí dos italianos a los que han conocido durante la travesía las acercan en coche a París dejándolas en plena noche en una gasolinera de las afueras. Hasta Nancy, su punto de destino, aún las separan cuatrocientos kilómetros, así que deciden esperar hasta el amanecer confiando en encontrar un camión que las lleve directamente. Vagabundean por el aparcamiento, reviven anécdotas del reciente viaje. Ríen.

 

Un coche con tres chavales se les acerca en un momento de la madrugada. Charlan animadamente, bromean y, solícitos, les intentan convencer de que es una tontería esperar al oeste de París cuando ellos podrían dejarlas en el este, desde donde es más fácil encontrar a alguien que las lleve. Os acompañamos, no nos importa, de verdad. Parecen majos, pero dudan si subirse al coche. Ellos son más. Al final se montan en el vehículo. No se puede estar viendo violadores por todas partes, se dicen, tratando de espantar de un manotazo ese pensamiento intrusivo.

 

“Nada más cerrar las puertas, ya sabemos que hemos hecho una tontería”. Quien habla es Virginie, de apellido Despentes, la que con el paso de los años se convertirá en una de las voces más poderosas (y polémicas) del feminismo y una de las dos chicas que decidieron subirse una noche de julio a un coche con otros tres jóvenes a las afueras de París. Tenía diecisiete años y durante mucho tiempo será incapaz siquiera de ponerle el nombre preciso a lo que le acaba de suceder. “Mientras no lleva su nombre -escribirá casi dos décadas más tarde en Teoría King Kong1-, la agresión pierde su especificidad, puede confundirse con otras agresiones, como que te roben, que te pille la policía, que te arresten o que te peguen una paliza. Esta estrategia de miopía resulta útil. Porque, desde el momento en que se llama a una violación violación, todo el dispositivo de vigilancia de las mujeres se pone en marcha: ¿qué es lo que quieres?, ¿que todo el mundo te vea como una mujer a la que le ha sucedido eso? Y de todos modos, ¿cómo es posible que hayas sobrevivido sin ser una puta rematada? Una mujer que respeta su dignidad habría preferido que la mataran. Mi supervivencia, en sí misma, es una prueba que habla contra mí”.

 

Su supervivencia que la incrimina. Su supervivencia que atenúa la responsabilidad de los atacantes hasta casi borrarla. ¿Puede al fin y al cabo hablarse de violación tratándose de una joven que vagabundea en minifalda a altas horas de la madrugada? Si hubiese querido evitarlo, ¿no habría presentado mayor resistencia? Como se ha vuelto a poner en evidencia estos días en nuestro país con motivo de la sentencia del juicio a “La manada”, en la violación “siempre es necesario probar que no estábamos realmente de acuerdo. La culpabilidad está sometida a una atracción moral no enunciada, que hace que todo recaiga siempre del lado de aquella a la que se la meten más que del lado de que la mete”.

 

Por eso, entre morir y matar Virginie y su amiga, como en el caso de la joven de sanfermines, han elegido la peor opción. No hacer nada. Y si luego llora, si luego llora es porque le han robado el móvil.

 

 

Sometimiento y pasividad 


Aquella noche, Virginie llevaba una pequeña navaja en el en bolsillo de la cazadora pero en ningún momento se le pasó por la cabeza echar mano de ella y no precisamente porque ellos siguieran siendo más y más fuertes o llevasen encima una pistola. Si hubiesen intentado robarle, reflexionará años más tarde, quién sabe cómo habría reaccionado, pero en esa circunstancia tenía interiorizado que no podía hacer daño a un hombre para salvar su pellejo. “Un principio político ancestral, implacable, enseña a las mujeres a no defenderse. Como siempre, doble obligación: hacernos saber que no hay nada tan grave, y al mismo tiempo, que no debemos defendernos, ni vengarnos. Sufrir y no poder hacer nada más. Una espada de Damocles entre las piernas”.

 

En lugar de vivir como una persona que no se atreve a defenderse, porque es una mujer y la violencia no es su territorio -añadirá con rabia-: “Yo habría preferido aquella noche ser capaz de dejar atrás lo que habían enseñado a mi sexo y degollarnos a todos, uno por uno”. Pero no es así como funcionan las cosas. Como nunca antes, como nunca después, los agresores le revelaron a esta joven su condición de “mujer”, lo que equivale aquí a decir su condición de “esencialmente vulnerable“. Por eso no opone resistencia. Por eso solo puede reaccionar sometiéndose. Por eso solo es capaz de quedarse en blanco, cerrar los ojos y desear que todo terminase cuanto antes. “Del miedo a la muerte, me acuerdo de manera precisa. Esa sensación blanca, una eternidad, no ser nada, ya nada. (…) Es la posibilidad de la muerte, la proximidad de la muerte, la sumisión al odio deshumanizado de los otros, que hace que esa noche sea imborrable.”

 

Imborrable hasta convertirse en algo obsesivo y que la constituirá a partir de ese momento como persona. Como imborrable también esa sensación de proximidad en ese lugar confinado en el que están encerradas -que es un coche pero que podía haber sido igualmente un rellano de 3m2– con esos cuerpos de hombres. “Con ellos, pero sin ser como ellos”. Nunca iguales, nunca seguras, nunca como ellos. “Somos el sexo del miedo, de la humillación, el sexo extranjero. Su virilidad, su famosa solidaridad masculina, se construye a partir de esta exclusión de nuestros cuerpos, se teje en esos momentos. Es un pacto que reposa sobre nuestra inferioridad. Sus risas de hombres, entre ellos, la risa de los más fuertes, de los más numerosos”.

 

Esa sociedad que educa a las mujeres a no golpear a un hombre si les abren las piernas a la fuerza, pero que al mismo tiempo les inculca la idea de que la violación es un crimen horrible del que no deberían reponerse, es la que provoca la furia de la joven que se niega a aceptar que mientras todo tipo de justificaciones son utilizadas para excusar o mitigar la responsabilidad de los violadores solo tolera en la víctima que vuelva la violencia contra sí misma. “Engordar veinte kilos, por ejemplo, salir del mercado sexual, porque has sido dañada, sustraerte voluntariamente al deseo”. Llevar una vida “normal”, especialmente si esa “normalidad” implica cosas como volver a llevar minifalda, hacer autostop o pretender disfrutar del sexo, solo puede ser a los ojos de los demás una nueva demostración de que a esas chicas “de vida licenciosa” -y en disposición de ser usadas, como rezara aquella ignominiosa sentencia de la audiencia de Pontevedra– aquello no les disgustaba tanto. Por no decir directamente que es lo que andaban buscando.

 

 

Un programa político 

 

La violación, por tanto, no es para Despentes algo “extraordinario y periférico”, fuera de la sexualidad, evitable, y que, por tanto, afecte “solo a unos pocos, agresores y víctimas”, mientras que para el resto constituye una situación excepcional. La violación es un fenómeno político “que conecta a todas las clases sociales, todas las generaciones, todos los cuerpos y todos los caracteres” y que lejos de ser algo nuevo, está inserto en el corazón de nuestra cultura. Desde la Lucrecia romana narrada por Tito Livio, pasando por la Medusa violada por Poseidón en el templo de Atenea -y precisamente por eso condenada, ¡ella!, a convertirse en la criatura terrible que conocemos-, hasta la joven princesa Filomela de las Metamorfosis de Ovidio -que inspirará a la Lavinia de Tito Andrónico de Shakespeare- , son innumerables las representaciones que nos muestran cómo cuerpo sojuzgado y voz acallada constituyen las dos caras de una misma moneda, aquella que encerrada en el puño del varón simboliza el secular prevalimiento del hombre sobre una mujer cuya palabra, cuando no es puesta en duda o ridiculizada, es directamente extirpada (si Filomela, a pesar de todo y tras serle cortada la lengua, consiguió denunciar a su violador tejiendo su relato en un tapiz, a la Lavinia shakespereana, como nos recordará Mary Beard [2], le cortarán también las manos).

 

La violación, como “representación cruda y directa del ejercicio del poder”, está en la base de “un programa político preciso” en el que un “dominante” se concede a sí mismo las reglas del juego que le permitirán ejercer su poder sin restricción de ninguna clase. “Robar, arrancar, engañar imponer, que su voluntad se ejerza sin obstáculos y que goce de su brutalidad, sin que su contrincante pueda manifestar resistencia. Correrse de placer al anular al otro: yo tomo todos los derechos sobre ti, te fuerzo a sentirte inferior, culpable y degradada”.

 

Ese programa político que hace imposible que a estas alturas “no exista todavía un solo objeto que podamos meternos en el coño cuando salimos a dar una vuelta y que cortaría en pedazos la polla del primer idiota que quisiera entrar sin permiso” -como afiladamente explica la autora de la trilogía Vernon Subutex -sería el mismo que habría impedido a las mujeres apropiarse el espacio público imposibilitando la creación de las guarderías, jardines de infancia o sistemas de trabajo a domicilio que les hubiesen permitido emanciparse. De ahí que Despentes invite a pasar de buscar el consentimiento del varón a “ejercer el poder frontalmente, sin remilgos ni excusas” invadiendo el terreno político y acabando con la prerrogativa masculina de la organización de la colectividad.

 

En el fondo, tras sentencias como la que hemos conocido estos días desatando una multitudinaria ola de indignación; por debajo de un código penal que admite tildar “en sentido jurídico” de “abuso” lo que cualquiera denominaría comúnmente como violación; detrás de interpretaciones tan divergentes como las que provocan que un miembro del tribunal pueda encontrar consentimiento y placer (“regocijo y jolgorio”) allí donde los otros dos ven a una joven “agazapada, acorralada contra la pared por dos de los procesados y gritando”; en el fondo, y por eso este caso ha terminado adquiriendo esta relevancia, lo que se está sentando en el banquillo no es ya a cinco depredadores sexuales, sino a la propia cultura de la violación.

 

Ni que decir tiene que esto conlleva algunos riesgos. Primero y más evidente, el que la de por sí escasa confianza en la justicia de la ciudadanía se erosione todavía más, algo por cierto a lo que estaría contribuyendo en no poca medida la irresponsable y oportunista actitud de determinados dirigentes políticos. Y más específicamente, el que pueda verse en el reciente fallo una victoria del sistema patriarcal del que estos jueces -incluidos los dos, una mujer entre ellos, que en ningún momento han cuestionado el testimonio de la joven- serían la punta de lanza: así, todo lo que no conlleve la adopción de una determinada calificación jurídica corre el riesgo de ser considerado como una involución en la lucha por la igualdad, cuando no una invitación a recorrer una espiral de victimización que pudiera llevar en algunos espacios a abrazar lo que el filósofo Manuel Cruz ha denominado la “utopía del resentimiento”. Sin embargo, nada de lo anterior debería oscurecer lo que este caso de singular resonancia mediática, trascendiendo lo que contienen las casi cuatrocientas páginas de la sentencia 38/2018, de 20 de marzo, de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra, ha traído aparejado, algo que hubiese sido impensable en los años en los que Virginie Despentes y su amiga fueron asaltadas, incluso en los más recientes (2006) en los que la obra vio la luz: una nueva demostración, que sumar a la imponente del pasado 8 de marzo, de que el sexo que “debe callarse, al que todos acallan” no está dispuesto a asumir la visión androcéntrica dominante -ahí está como elocuente testimonio colectivo en redes sociales la iniciativa #cuéntalo- ni a ser discapacitado por una maquinaria mutiladora que termina sometiendo a las mujeres sin liberar a los hombres.

 

En este sentido, saber que el poder morado “no reposará nunca sobre la sumisión de la otra mitad de la humanidad” sin duda es parte del carácter subversivo de esta revolución en marcha, pero deja más desorientada si cabe a una masculinidad tradicional enfrentada a la urgente tarea de emprender también su (nuestra) propia emancipación, que pasa, por un lado, por asumir que como bien dice Silvia Federici, hoy no se puede separar la lucha por una sociedad más justa (…) de la lucha por la recuperación de la naturaleza y la lucha antipatriarcal: son una misma lucha que no se puede separar”; y por otro, que como la propia Despentes afirma al final de su ensayo esta “aventura colectiva” llamada feminismo también tiene que ver con nosotros. Al final, “no se trata de oponer las pequeñas ventajas de las mujeres a los pequeños derechos adquiridos de los hombres”. Se trata de cuestionarlo, de confrontarlo, “de dinamitarlo todo”.

 

 

[1] Virginie Despentes, Teoría King Kong (trad. de Paul B. Preciado), Random House Mondadori, Barcelona, 2018.

[2] Mary Beard, Mujeres y poder. Un manifiesto (trad. de Silvia Furió), Crítica, Barcelona, 2018.

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