Los ciudadanos estamos sometidos a múltiples trampas. Demasiadas. Las más peligrosas parten del uso torticero que se le da a las palabras y a los conceptos. En Occidente somos presos de nuestros propios inventos. Uno de los más perversos es del “contrato social”. La idea, nacida en pleno siglo XVII, se le ocurrió por primera vez a Hobbes, pero ahora tertulianos y políticos siguen hablando del “contrato social” como si cada recién nacido untara su dedo en tinta y rubricara un documento notarial con los términos del acuerdo. Fíjense que el contrato social, que Rousseau maquilló para hacerlo parecer como “voluntario”, es la fórmula que encontró el bueno –y fan del absolutismo- de Hobbes para obligar a los ciudadanos a renunciar a su “libertad natural”. Con el tiempo mejoró la teoría para hacerla más digerible hasta que John Rawls dejó claro ya en el siglo XX que para que el contrato funcione es imprescindible “un velo de ignorancia” en las masas que lo aceptan sin rechistar.
Las palabras las carga el diablo y el diablo de la democracia capitalista occidental cargó el “contrato social” para jugar a la ficción del acuerdo, de la coerción consentida, de la delegación de la única violencia legítima en el Estado. ¿Qué ocurre, por ejemplo, cuando el Estado es ilegítimo, cuando lo controlan fuerzas que nada tienen que ver con la representación política, cuando estamos sometidos a la tiranía financiera y a la angurria empresarial…?
Las palabras las cargan los diablos del poder y son luego sembradas impunemente por los jornaleros de la “socialización” desde los medios de comunicación, las escuelas, los púlpitos y los entornos familiares. El “miedo” a la ley (que no respeto), la “resignación” ante las leyes injustas (que no la aceptación), el “conformismo” ante los designios de la vida (que parte de la indolencia inducida)… Las palabras en sí no son peligrosas. Lo dañino es el uso de ellas.
Uno de los ejemplos más evidentes es el de “democracia”. Los portavoces de el poder han elevado este palabro al altar de lo sagrado e intocable pero le han quitado intencionalmente todos los apellidos. Se puede tener una democracia representativa o una democracia directa, una democracia electoral o una democracia participativa, se opta por la democracia capitalista o por la democracia comunitaria, por la democracia monárquica o por la republicana y, por si fuera esto poco, se pueden combinar varias de estas formas para llegar a la deseada.
La palabra “democracia” sin apellidos no quiere decir nada. Pero los medios del poder han convertido a esas 10 letras en la línea roja de la crítica: no se puede cuestionar. Tampoco se puede hacer un análisis crítico de las leyes que nos rigen; leyes que, por cierto, redactan los mismos políticos que luego van a la cárcel por corruptos o pasan a la galería del olvido por su falta de brillantez. Por eso el “contrato social” es líquido… depende de la volunta de una sola de las partes contratantes y los jueces, por tanto, no son seres magnánimos y justos, sino aplicadores racionales de unas leyes que ni ellos han hecho ni tiene por qué ser justas.
En este juego de las trampas semánticas, los que controlan la partida suelen calificar de demagogos a los que utilizan otras palabras, como “justicia”, “equidad”, “solidaridad”, “horizontalidad” o “participación”. Cuando se nos ocurre exigir “derechos”, en seguida sacan la batería de “deberes”; cuando planteamos una mejora de la sacrosanta “Constitución”, se nos recuerda que es la base intocable del “contrato social”; si cuestionamos el “enriquecimiento” de unos pocos, nos hablan de la “creación de valor” y nos llaman “holgazanes”; si pedimos “participar” en las decisiones clave sobre nuestro futuro, nos remiten al “derecho a voto” (el único que jamás nos quitarán mientras puedan manipularlo).
No es que las palabras viciadas puedan triunfar por sí mismas. Para posicionarlas y garantizar su hegemonía se utiliza una violencia sin sangre que provoca más víctimas que una guerra pero que hace menos ruido que una pistola con silenciador. Se indignan pues ante la expropiación de cuatro bolsas de lentejas en un supermercado, pero no ante el robo a mano bancaria de las preferentes; consideran que los “antisistema” (otro palabro de moda) son violentos desde que cruzan el umbral de su casa, pero les parece “democrático” y “proporcional” impedir el acceso de los ciudadanos al parlamento que supuestamente les “representa” y dispersarlos con bombas lacrimógenas, bolas de goma y una considerable dosis de mala leche aplicada por otros trabajadores sin derechos que se llaman policías.
La violencia física es espectacular, mediática, utilizable. No hay más que ver algunas portadas de algún periódico de circulación nacional gratuita dominical para comprobarlo. Pero la violencia estructural, más discreta aparentemente, tiene consecuencias más duraderas, profundas y dañinas. La exclusión, la educación de mala calidad, la denegación de atención sanitaria, el déficit democrático participativo, la soberbia de los gobernantes, la violencia económica, la estigmatización de jóvenes o de inmigrantes, las mentiras repetidas por aquellos que supuestamente nos representan… eso vende poco pero acontece todos los días.
El gran éxito de este sistema tramposo sobre el que descansa el poder de unos cuentos en toda Europa o en Estados Unidos es que una gran masa de ciudadanos se han convertido en “defensores voluntarios” del delirio y de la violencia estructural. Al igual que en tiempos de dictadura o de gobiernos absolutistas, sólo sufren las peores consecuencias los que ven al emperador desnudo. A ellos les debemos agradecimiento, aunque ahora no nos demos cuenta. Son el único contrapeso a la violencia sin sangre que se ensaña con ellos y les deja en sus cuerpos cicatrices reales. El resto, se quedan viendo los estériles debates en las televisiones talibanes, protegen sus tristes ahorros con uñas y dientes, tienen pánico al caos que las masas incultas y pobre pueden provocar y, por eso, le apuestan a que los políticos -a los que tanto critican- y la policía –en la que delegan gustosos el uso de la violencia oficial- hagan el trabajo sucio.