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La virtud de la admiración

 

 

 

Sabía que llevaba varias semanas sin asomarme a esta mínima ventana sobre el mundo, su ruido, sus oficios, mis vanidades, lo que voy recogiendo de la calle como un chamarilero de la biología. Pero no imaginaba que me hubiera callado tanto. Lo cierto es que cada vez tengo menos ganas de opinar y más de escuchar, de leer, de atender lo que dicen los pocos que tienen algo valioso que decir. Cada vez me apetece más admirar, y guardar silencio. Por eso me gusta tanto editar, pulir los textos, para que en la página encuentren el mejor acomodo posible, y los lectores hagan suyas las palabras, les avíen, les reconforten, les den que pensar, les acompañen, como cuando íbamos de la mano de mi abuela Emilia a ver cómo estaba el maizal. Por eso voy a escribir menos, y a escribir más breve, apenas postales, chispazos, como estas imágenes que me salen al paso cuando menos lo espero, como esta mañana, regresando de una jornada entre Vallelado y Cuéllar, en la que fuimos a un entierro y a compartir unas horas con unos amigos queridos que han perdido a un hijo, que seguramente es una de las peores cosas que te pueden ocurrir en el oficio de vivir. Camino del túnel de Guadarrama nos recibieron estas nubes tan hermosas, y fue así como me acordé de Aurelio Arteta y de su libro La virtud en la mirada, que habla de la admiración moral. Con ese equipaje que apenas pesa se va aquietando la tarde, que se cierra en lluvia, la novia con la que siempre me he entendido y que espero me cierre los ojos cuando ya no me quede nada que admirar. 

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