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La visita de una dama

Se reunieron en una galería sita en la calle Orellana los amigos de siempre y uno de ellos, el de más confianza, le cuchicheó al pintor que Montserrat tenía pensado pasarse a última hora. El pintor se llamaba Juan Evaristo y Montserrat había sido una antigua novia que él había tenido en Nueva York hacía ya más de veinte años.

 

-¿Y dices que viene a última hora?

 

-Sí, eso es lo que me ha dicho.

 

El pintor asintió y siguió paseándose por la sala, con la pipa en la mano y la mirada vagamente distraída. Los amigos finalmente consiguieron que el pintor se sentara en el sofá de la entrada. Departían entre ellos amigablemente, de fútbol, de niños, de la crisis económica. La gente se iba marchando. La inauguración había sido un éxito, al menos eso es lo que le dijo el galerista al pintor al ir a despedirse.

 

El amigo de mayor confianza se arrimó un poco más al pintor y le pasó el brazo por el cuello:

 

-Nos hacemos viejos, Juan. Viejos y pelmas. ¿No te aburres de pintar siempre la misma cosa?

 

La verdad es que Juan Evaristo no se aburría nunca y menos aún cuando pintaba. Últimamente estaba obsesionado -no lo podía negar- con una misma mujer, a la que retrataba una y otra vez sentada, de perfil y entre tinieblas, como una especie de homenaje a la María Magdalena de George de La Tour, aunque en vez de velas o bujías, nuestro pintor se decantara -para los efectos del claroscuro- por la pantalla de un ordenador o de una televisión portátil.

 

-Pero ¿ quién es esa mujer que nunca mira de frente? –le repetían sus amigos, mientras uno se llevaba una aceituna a la boca y otro mordisqueaba una patata frita.

 

El pintor no decía nada o escurría el bulto alegando que el tema en sus cuadros era lo de menos. Los amigos tampoco insistían mucho, entre otras cosas porque ninguno en realidad le tomaba muy en serio como pintor. Venían a sus exposiciones por cumplir y porque lo conocían desde hacía ya muchos años, más o menos desde el tiempo en que era novio de Montserrat y vivía en una casa desolada de un desolado barrio de Brooklyn.

 

Y así estaban, sentados los cuatro en el sofá, con alguna copa de más y terminándose de comer las últimas patatas fritas que quedaban en el plato, cuando entró en la sala, ya casi vacía, una mujer muy esbelta y elegante, con un abrigo de pieles que le llegaba casi al suelo y una botas de ante con tacón de aguja que la hacían aun más señora de lo señora que ya de por sí era.

 

Todos los amigos se incorporaron, salvo el pintor, que se quedó sentado en el centro del sofá con un gesto entre aletargado y displicente.

 

Montserrat los fue saludando con besos y apretones de manos, y cuando terminó con ellos, dirigió su mirada al pintor, que no tuvo otro remedio que levantarse también.

 

-¿Me das un recorrido por tu exposición?

 

El pintor asintió con una media sonrisa enigmática. Los amigos se apartaron y los dejaron solos. Pasearon los dos por la sala durante más de media hora. Se vio que Juan Evaristo le comentaba algo agitadamente delante de uno de los cuadros y en otro la elegante dama se había quedado inmovilizada, sin apartar la vista, como si aquello le pareciera el no va más. Los amigos observaban el reencuentro con cierto humor incrédulo. De regreso al grupo, Montserrat y Juan Evaristo daban la impresión de ser otra vez pareja por el brillo en los ojos y porque venían los dos del brazo, como en otros tiempos, como en aquel lejano tiempo de Brooklyn cuando eran jóvenes e indocumentados.

 

Fue solo un breve espejismo. Un móvil sonó con la melodía del Yesterday de los Beatles y Monserrat, tras dar un respingo, nos dijo a todos que le esperaba un taxi en la puerta. Los amigos se fueron despidiendo también. Al final, el último, el de más confianza, le preguntó a Juan Evaristo qué le había parecido la visita de Montse.

 

El pintor se encogió de hombros y luego solamente musitó que bien, que muy bien, que el marido le había comprado todos los cuadros.

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