El tren llevaba ya parado más de diez minutos en pleno campo, cuando de repente —no estábamos lejos de San Donà de Piave y se veían acúmulos de nieve en las cunetas y entre los tormos de los campos desnudos— una voz femenina pidió amablemente disculpas, informando a los viajeros por la megafonía de que la causa de la detención era “un guasto al PL”. Una avería en el “PL”.
Lo repitió dos veces, ambas con idéntica (iba a decir inequívoca) amable claridad, así que no podía caber la menor duda: se trataba, tal como sonaba, de una avería en el “PL”; lo que nos impedía avanzar y llegar puntuales a nuestras respectivas ocupaciones era ni más ni menos que una avería en el PL. Como no sabía lo que era el PL, miré enseguida instintivamente a los viajeros que estaban sentados delante de mí —dos señoras de edad muy bien arregladas y vestidas— con intención de ver si, por casualidad, a ellas también les había ocurrido tres cuartos de lo mismo. Pero no me pareció detectar en sus rostros la más pequeña expresión de extrañeza; ni de extrañeza, a decir verdad, ni de ninguna otra cosa. Seguían hablando de sus asuntos como si nada, así que ladeé a continuación la mirada para sondear la cara del joven que estaba a mi izquierda y, tras comprobar la misma indolencia, la alargué también acto seguido para escrutar a quienes se hallaban al otro lado del pasillo.
De ninguno de ellos, ni de los que me quedaban más cerca ni de lo que adivinaba en los que estaban sentados más allá, pude deducir tampoco la menor expresión de incomprensión o perplejidad; de modo que deduje que era yo sólo el que no se había enterado. Llevo media vida viviendo en estas regiones del noreste de Italia, pero qué duda cabe que, por más que se crea conocer un idioma, siempre hay muchas, muchísimas cosas que se escapan y, a lo mejor (y sin a lo mejor), uno nunca acaba de ser extranjero en el lenguaje, que sin embargo es su casa más íntima. Así que nada mejor que preguntar. ¿Qué es el PL?, inquirí a quienes estaban enfrente y luego al lado y, alargando de nuevo la vista, a los viajeros del otro lado del pasillo. Por un momento hasta me vinieron ganas de levantarme y, como si fuera una clase de párvulos, recorrer el pasillo inquiriendo a diestra y siniestra si alguien sabía lo que era el PL. ¿El PL?, ¿el PL? Nada. Nadie sabía nada, nadie tenía ni la menor idea —iba a decir ni repajolera idea— de lo que era el claramente susodicho PL y, sin embargo, no sólo a nadie se le había ocurrido decir esta boca es mía al respecto sino que nadie, es decir, ni una sola persona, había querido dar a entender ni por asomo que no se había enterado.
Habían recibido la información como se recibe una comunión. Amén. No se trataba no obstante de un discurso religioso, ni artístico, ni ideológico, algo con lo que, se entienda o no, cabe —si cabe— comulgar. Era, monda y lironda, una estricta información; y una información se realiza con éxito en la medida en que los receptores sean capaces de desentrañar código y mensaje. Aquí ni un solo receptor se había enterado de la misa la media y, a pesar de ello, la información parecía haber surtido un perfecto resultado. Ni uno solo había comprendido, pero ni uno solo se había atrevido a dar la menor muestra de que la comunicación no había funcionado y por lo tanto el motivo de la misma —dar a conocer algo, había que suponer, hacer saber algo, dar una explicación— no había sido satisfecho. ¿O en realidad sí había funcionado y sí había sido satisfecho?
Aquí hay gato encerrado, me dije; un gato además avieso y desleal, felón —intuí. Era como si poner de manifiesto que no se habían enterado hubiera podido haber delatado algo y puesto al descubierto algo que estaba mal que se viese, y como si se tuviera que tener valor para osar inmutarse por ello lo más mínimo. Miré por el cristal hacia el paisaje de invierno. La hierba yerta, los terrones levantados en los campos y moteados de nieve aquí y allí que parecía haberse quedado helada, la enramada desnuda de los árboles en la que se veían algunos nidos vacíos. Un horizonte brumoso, de un gris tan pálido y delicuescente que ni siquiera hubiera podido decirse que era gris, cerraba lo que, según cómo se mirase, parecía venirse encima. La voz de la megafonía había sido una voz femenina, sin duda joven, incluso muy joven, y sin duda amable. Una voz agradable, de un tono y un timbre y una dicción sumamente gratas que invitaban a imaginar un rostro también hermoso. Y en el vagón —repasé— había gentes de todas las edades; había personas mayores y había también jóvenes, hombres que parecían de negocios y trabajadores, estudiantes y amas probablemente de casa.
No habían observado la menor diferencia en su comportamiento, así que el gato encerrado no sabía de diferencias de edad ni tenía que ver con diversidades de ocupación o posición social. Era algo homogéneo, transversal; era la posición lingüística, pensé sin saber tal vez muy bien lo que pensaba. Era una posición que ha admitido la explotación lingüística, que acepta pasar por enterado cuando no se entera, que admite como algo normal someterse a que alguien pueda sacar por lo tanto una plusvalía lingüística de los actos comunicativos, que alguien explote con su fuerza y sus medios de expresión la fuerza de comprensión para obtener unos réditos que remacharán sus cadenas lingüísticas y las diferencias de clase comunicativa y por ende la posición de poder.
A nada habrían transcurrido otros diez minutos —la gente había empezado ya a impacientarse por la tardanza—, cuando pasó una empleada joven que, al oírla responder a la pregunta de cuándo nos íbamos a poner por fin en marcha, identifiqué de inmediato con la voz que había sonado por la megafonía. La voz del PL, me dije. Efectivamente era agraciada y, como seguía sin inmutarse nadie ante lo que yo denominaba ya su explotación lingüística, pensé que si había en realidad algo que les hubiera causado perplejidad e incomprensión, no era el que no supieran lo que significaba lo que les habían dicho —aceptaban su discriminación y su explotación de entendederas— sino mi pregunta sobre si sabían lo que era el PL, mi sospecha de que no supieran lo que no sabían pero no querían, por alguna oscura razón, hacer ver que no sabían. Se han extrañado de que me hubiera extrañado y quisiese entender lo que me decían, me dije.
Querer entender como rebelión; tratar de entender como la auténtica, profunda, incesante e insaciable rebelión. Al llegar a mi lado la empleada tan bien parecida, le espeté a bocajarro la pregunta. ¿El PL?, se hizo eco extrañada. El PL es “il passo a livello”, me respondió mirándome como si yo fuera un piel roja que viajaba por primera vez en un tren. El PN diríamos siglando en español, el paso a nivel. ¡O sea que el paso a nivel —repetí—, o sea que el vulgar, conocidísimo e inequívoco paso a nivel de toda la vida desde que hay ferrocarril en el mundo! Me di cuenta de que mi tono era interpretado por la detentadora delegada del poder de los medios de comunicación como una agresión en toda regla y decidí no arriesgarme a sufrir más que una ostentosa mirada de desprecio, en seguida corroborada en derredor por la masa tan a gusto oprimida.
¿Por qué había dicho PN en lugar de paso a nivel? ¿Por qué demonios —porque de demonios sin duda alguna se trataba— había dicho algo que sabía a ciencia cierta que nadie iba a entender, en lugar de utilizar la palabra por la que todos podía saber que iban a entender? ¿Al decir PN en lugar de paso a nivel se quería dar torticeramente a entender que era algo de elevada complejidad técnica, algo cuya dificultad o aleatoriedad estaba fuera de nuestro alcance y que, dicho en palabras que todos entendiéramos y nos capacitaran para saber a qué atenernos, podía mover nuestra insatisfacción y resultar contraproducente para la Empresa?, ¿o bien sólo se nos quería tomar el pelo? Si no querían que entendiéramos lo que sucedía no tenían por qué habernos informado. Pero no, querían informarnos y a la vez que no nos enteráramos, cumplir no con la información sino con la religión o la ideología de la información. Querían que recibiéramos la información como se recibe una comunión. De repente fui presa de un extraño terror. Por el agujerillo de aquella vulgar y pequeña situación cotidiana, que muy bien hubiera podido pasar inadvertida, me asomaba de pronto a todo lo demás y todo lo demás era igual o tendía a ser igual: nos sustituyen las palabras con las que entendemos y los modos que tenemos de entender por aquello con lo que se nos escapa el entendimiento de las cosas pero simulando no obstante una comunicación realizada. No comunican nada, pero comunican, siguen comunicando o no hacen más bien otra cosa que comunicar e informar no sólo importándoles un bledo que nos quedemos a dos velas sino aspirando religiosamente a que quedarse el receptor a dos velas sea el verdadero objetivo, el auténtico cumplimiento de la información, la comunión total con “la voz de la megafonía’.
Quise mirar de nuevo hacia el paisaje de invierno, a la hierba yerta y los terrones levantados y moteados de nieve helada aquí y allí en los campos, a la enramada desnuda de los árboles en la que se veían los nidos vacíos. Pero me di cuenta de que el invierno no estaba detrás, sino en el cristal, y que ya nada separaba a éste del horizonte brumoso que, de un gris tan pálido y delicuescente que ni siquiera hubiera podido decirse que era gris, cerraba lo que, según cómo se mirase, parecía venirse encima.