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La voz de un exabrupto, míster Dwarf, los albinos y el poder de la música

 

It is my dream, a world where all would be silent and still and each thing in its last place

Samuel Beckett en la voz de Clov 

 

Enfrente un tedescófilo[1] abstraído que, debido a los lentes intraoculares fallidos, tiene los ojos tan exteriorizados que, podría proponerse, abandonaron el cráneo para visitar la estratosfera, o como diría el primo cómico pseudo-comunista “éste parece pescado con cartucho de dinamita”. Un hombre que, a pesar de su marcada torpeza motora, no pierde un programa de concierto que sostiene estoicamente en su temblorosa y enjuta mano derecha. De repente exhala y se torna de color verde botella, sufre contracciones repetitivas masivas en su cuerpo y pierde la continencia urinaria, sus pupilas desaparecen hacia adentro, su lengua escapa de la cavidad oral y por fin deja de respirar. Una plausible ausencia omnipresente seduce el momento, y he allí que el programa musical es ahora accesible a todos los acartonados presentes en el vagón del metro.

 

Antes de hacer nada me distrae el hecho de que la venta de pigmeos albinos en Tanzania ha retomado las páginas de la porno-miseria que adorna y entretiene a los lectores de panfletos organizados metódicamente tales como Le Monde o el Daily Telegraph. Ambos, en su edición del día en que la luna rotunda empieza a esconderse tardíamente, anuncian en portada que, extrañamente, el único negocio que ha prosperado en la ciudad de Berega es la venta de fragmentos humanos de los exnegros albinos. En orden decreciente, cuidadosamente tabulado en valor monetario, enumera Le Monde así: 1) prepucio y anexos, 2) piel de escroto y 3) cuero cabelludo. Estos tres amuletos son casi invaluables para las brujas cabeza de choclo casamenteras, tan apreciadas en Jackson Heights, a las que acuden hasta las madres judías cuando sus obesas hijas, que sufren acné rosáceo verdoso, han fracasado en la trigésima octava cita pactada por el rabino con machos ortodoxos lucientes de sobrepelo multicolor e hilos blanquecinos que emergen del subvientre. Como estos fetiches albinos son considerados de buena suerte, continúa Le Monde, la anunciada anomalía (léase hurto sistemático fallido) financiera presente ha aumentado su valor. Los cazadores profesionales de estos niños albinos se han visto en dificultades ya que sus propios padres ofrecen el servicio. Los usuarios más pobres adquieren vello púbico, pestañas o microfragmentos de oreja, pero estos no son tan eficaces. Ce’st la vie, concluye el antropo-periodista tataradeudo de Lévi-Strauss.

 

El reportaje de los isleños británicos (Daily Telegraph) es más preciso: “crece la avidez por los amuletos hechos con tegumento de albinos tanzanos y esto pone en peligro el equilibrio astrológico pues, si de verdad llegásemos a necesitarlos, tendríamos que eliminar químicamente la melanina (pigmento negroide odiado por el clan de los Jackson) de algún neonato callejero de los que se encuentran tan fácilmente en esta región, porque una de cada diez madres negras muere de infección post parto, o simplemente se desangran, pues a Tanzania sólo arriban el hilo de sutura o las vacunas contra el tétanos que llevan los turistas caprichosos-excolonizadores-neoantropólogos voyeuristas. El único inconveniente potencial de esta alternativa bioquímica de despigmentación es que desconocemos su eficacia y durabilidad”.

 

Al regresar a Mr. Tedescófilo, encuentro que el programa referido no era de regreso. Al contrario, allí reposaba el boleto de entrada al concierto XX. Mr. T fue raptado por varios miembros del EMS que, según informó vociferantemente una testigo invidente, se traduce como Ejército de Mutilación Social, o clanes de limpieza muy semejantes a los que prosperan felizmente como plan de salvación gubernamental en Guatemala y Colombia.

 

Prosigue sin embargo el valor sustitutivo de la entrada y la uso para ingresar a un recinto antiguo y lujoso donde gigantescas pancartas anuncian prominentes músicos que parecen conservar la cadencia y gracia de los siglos XVI y XVII. Ancianos hermosos coronados en pódium y con rejón de castigo en su mano derecha, rodeados de súbditos abyectos que semejan la guardia personal de Alcibíades, pero estos armados de violines, violas, arcos, catapultas estilo arpa, metales y vientos que desconozco. En el zaguán de este oráculo musical aparecen descendientes de Hirohito ansiosos por comprar el boleto de acceso por diez veces su valor y exhibirlo frente a cámaras fotográficas autoajustables que esconden en múltiples receptáculos de su atavío. También parejas de acelerados senescentes que toman sus últimas pastillas para así tolerar al menos la primera parte del concierto, un par de chicos amanerados en sandalias plásticas y slacks de pescar rodilleros que preguntaron si el concierto incluiría percusión. Una esbelta mujer solitaria que luce piel de visón alrededor de su cuello a manera de asesina proba, resarcida por el diamante. Todos estos personajes parecen estar esperando a Mr. Tedescofilo en riguroso silencio y toman una copa de Dom Perignon en su nombre, asume el neófito.

 

La puesta es escena es premonitoria. El auditorio Isaac Stern, la orquesta berlinesa Staatskapelle dirigida por un judeo-cristiano de la calle Corrientes, un tal Barenboim. Precede un silencio sepulcral y una extraña disposición de un taburete miniatura colegionario de un atril con partituras a veintisiete centímetros de altura, como si esperásemos la aparición de un personaje de Herzog, de esa malvada cinta llamada algo así como Los enanos también fueron gigantes.

 

Reviso por fin el programa y me percato de que es más trágico que el evento acaecido a su propietario inicial (Mr. T, recordatorio inútil pero tipografiable). Presenciaríamos los cánticos de despedida a niños muertos. El llanto prolongado, cuasi eternalizado, de Frederich Rückert a sus hijos inmóviles y gélidos: Luise de tres años y Ernst de cinco. Cuatrocientos poemas de sollozo intelectual conocidos como Kindertotenlieder, traducidos arquetípicamente a lenguaje universal para voz solista, tres flautas (con piccolo), tres oboes (con corno inglés), tres clarines (con clarinete bajo), tres fagots (con contrafagots), cuatro horns o trompa francesa, arpa, celesta y cuerdas. Todo para que, en ensoñación acompasada, se unan a celebrar la desgracia rückertiana, ahora bajo la influencia de Gustav Mahler, presentando un nuevo código que comunica la majestuosidad de una angustia masiva pero controlada. La estética mínima del dolor profundo, identificada por una tormenta musical en su canción central al quinto canto y el lullaby[2] mortal final, una conclusión consolatoria. Pero, ¿a quién se le designa la tarea abominable y exquisita de poner palabras en expresión a semejante empresa?

 

Emergiendo de un turmoil[3] espacial profundo deambula con dificultad un pequeñísimo personaje a quien es muy difícil detectar sus brazos, que yacen dentro de un traje negro a manera de niño en primera comunión (ritual católico donde se hace entrega a la institución eclesiástica de un prepúber para su adiestramiento), y que, sin embargo, tiene una cabeza de enorme tamaño. La mujer en piel de visón exclama: “levantaos a dar la bienvenida al niño foca”. Pero el público que asiste a este morboso espectáculo ignora al dwarf vestido de cantante. Luego del saludo entre todos los tripulantes de esta aventura, que se ofrecen mutua suerte como a la espera del más tenebroso de los leones de Claudio en el circo romano, se abre la puerta de los sustos y la batuta ordena que dé comienzo a la función. Da inicio un austero, transparente contrapunteo, y las primeras palabras cantadas en un extraño pero encantador tono barítono-bajo de este Thomas Quasthoff concluyen con la fastidiosa rutina e ingresamos en un estado de contemplación, un éxtasis estético, un estado ideal del horror, lo que un anciano asceta persa llamó “el ritmo de la belleza”.  Ocurre cuando, con una apacibilidad más contundente que cualquier estridor operático, Mr. Quasthoff canta en alemán:

 

Ahora el sol saldrá tan brillante                                                                                                                           Como si no hubiese una desgracia por venir esta noche                                                                                                   Parece que la desgracia me pasó solo a mí,                                                                                                                       Y el sol brilla para todos.

 

Las notas de la orquesta son de brillante precisión, pero subyugado acompañamiento. Barenboim parece decirle a sus súbditos: “recuerden que este es un degenerado romanticismo, una apoplejía sentimental, un mundo que llega a su final, y debemos sofocarnos con plétora y quien muestra el camino al profundo abismo es el más miserable de toda esta raza –un enano-gigante–. Contempladlo y obedecedle”. Sea como fuese el discurso del hombre de la batuta, ni una sola nota brilló más que la voz de este narrador épico. Acá las intrusiones no son de la voz a la sinfonía, sino de la sinfonía al universo vocal.

 

Y como el orden histórico-memorioso es irrelevante, regreso de repente a 1904 solo para citar una ironía trágica. Ese año, el compositor de este musi-poema en tres canciones decide adicionar dos sonetos mas, donde se describe la muerte de una infante. Alma y Gustav perderían, treinta meses más tarde, a su hija María a la edad de cuatro años. Dice un aventurero de la estupidez que Mahler decide cerrar este abominable ciclo antes de que el proceso terminase con él.

 

Quasthoff transita inamovible a través del repertorio doloroso, sin un solo rastro de emoción –la contención implosiva del drama es más profundo debido a su sutileza, nada desarticula la fineza de su voz–. En la tercera canción parece decir:

 

Cuando tu madre

Regrese a la puerta

Y gire mi cabeza

Para mirarla a ella

Mi mirada no seguirá

Sobre su cara

Pero en su lugar

Irá al umbral

Donde tu hermosa carita

Solía descansar

 

Parece que Mr. Mahler no regresara de las sombras de Bohemia sino del purgatorio mismo para invitarnos a una visita tan prolongada como la queramos. “Observen la paradoja”, dice Mr. Tedescófilo levantándose del ensueño epiléptico, “una tropa de anti-semitas dirigiendo la obra de un judío perverso bajo el dominio de un representante de la antítesis racial que proclaman los arios. Prefiero divertirme con la interiorización de mis fantasías eléctricas que diligenciar con este espectáculo grotesco”, y regresa al estatus convulsivo.

 

El estreno de esta obra fue en el mismo recinto donde hoy, día de primavera tímida, Thomas nos conduce al lugar desconocido. Llega esa última canción en la que en el día del estreno el barítono Ludwig Wüllner –un conocedor profundo de esta obra– aceleró el tempo e impuso un ritmo diferente –y eso que era el propio Mahler quien le ordenaba calma desde el pódium del Carnegie–. Pero no, Ludwig era un animal sobreseído. Thomas, en cambio, se contiene e interpreta sin sobresaltos el híbrido Rückner-Mahler como si la espera del evento final tomase mucho tiempo en venir, pero cuando llega es un estadio confuso entre la vida y la muerte, pura intimidad y silencio; ese instante en que el respiro y el espíritu escapan del cuerpo. Y entonces canta Thomas:

 

En este clima, en este horror

Yo nunca hubiese enviado los chicos al jardín

Alguien los llevo, los tomó afuera

Yo no tengo nada que ver con ello

En este clima, en esta tormenta, en esta algarabía

Ellos están descansando

Como si estuviesen en casa de su madre

Sin temor a ninguna tempestad

Resguardados con la mano de Dios

 

Concluye Mr. Tedescófilo con su visón exteriorizada: “Ah, así que hay pigmeos albinos valiosos en Tanzania y un enano de valor incalculable en Alemania, valga recordar la redundancia pues el dwarf es un miniser mítico tan alemán como malvado-velludo-desproporcionado y corto, con poderes sobrenaturales como los descritos por el neófito escritor de manera errática. De cualquier forma, que manjares desasosegantes han invitado hoy los acartonados”. Yo por mi parte preguntaría, como el poeta inglés Keats a los veintitrés años a su inepto doctor: ¿Cuánto tiempo más durará esta vida póstuma mía?

 

Nueva York, primavera de 2009, a la espera del calentamiento final, o al menos la emoción.

 

 

 

Herman Moreno es ensayista y profesor de Neurobiología de las universidades de SUNY y Columbia en Nueva York. En FronteraD ha publicado Aborto insustancial de la crisis o un paradigma falso pero real. El pánico y Error sincrético o la desventura del formol

 

 

 

Notas


 

[1]    Talented Tenth: “Los diez talentosos” o “El diez por ciento talentoso”, concepto acuñado por W. E. B. Du Bois en The Negro Problem (1903), donde subraya la necesidad de la educación superior para desarrollar el liderazgo de la minoría más capacitada de la población afroamericana. Generación Perdida: expresión de Gertrude Stein en referencia a los escritores norteamericanos (Dos Passos, Faulkner, Fitzgerald, Hemingway, Steinbeck…) que buscaron en Europa una alternativa a su desaliento intelectual.

 

[2]    Lullaby: término usado por algunas tribus barbáricas para describir canciones que los adultos cantan a niños, a manera de canción de cuna. Podría traducirse como arrullo, por ejemplo Hush Little Baby, según el diccionario de anacronismos.

 

[3]    Tedescófilo: término usado en la postguerra para designar alemanes que en visita doliente contrajeron sífilis cerebral de las mujeres camisas negras de Bérgamo y Torino.

 

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