Los cultores del amor cortés, en esta tardoactualidad generalmente objeto de despecho femenino, acaso tengan ahora una excusa perfecta para darse una tregua o bien dar rienda suelta a otras pasiones después de que un grupo de científicos británicos, al mando de Michael Hunter, de la Universidad de Sheffield, probaran, mediante una serie de estudios basados en resonancias magnéticas, que la voz de una mujer es capaz de agotar el cerebro masculino.
Al parecer, el rango de emisión sonora de las féminas –la noticia habla de sexo, no de género– es más alto que el de los machos. Y el sucederse de las voces (femeninas) podría producir una pequeña desconexión cognitiva en el aparato receptor (masculino), habitualmente leída como falta de atención, hartazgo o desinterés. Y que lo hay, lo hay, y es mutuo. Pero si eso sucede, no debería confundirse con las razones fisiológicas.
Se trata del tamaño de las cuerdas vocales y de la laringe, del tamaño y la forma; y del área del cerebro que ocupa el tono femenino, más amplio que el del hombre; también, por supuesto, de los estilos de enunciación, circulares en las mujeres, más directos en los hombres, según los investigadores británicos. Pero el profesor Hunter no ha especulado sobre las eventuales consecuencias de la desconexión masculina.
Si este fenómeno explica el canto de las sirenas, la pasión de Ulises, la esclavitud de Butes, el maravilloso timbre de Joni Mitchell, o la pericia prodigiosa de Linda Lovelace y Sasha Grey a la hora de las mamadas, todavía no se puede saber, y el hombre de Sheffield nada ha dicho al respecto. Así también mantuvo silencio cuando se le preguntó –a raíz del descubrimiento y el de su equipo– por el crecimiento sostenido de la homosexualidad, masculina y femenina.
Esa pregunta acaso está fuera de lugar: es como pretender que la emisión de gases de los mamíferos superiores, notabilísimos y fuera de las categorías que incluyen al meteorismo, fueran responsables directos de algunas monstruosidades naturales que están convirtiendo al planeta tierra en un hábitat para supervivientes. En principio, no estamos tan lejos pero estamos lejos de lo peor. Y después habrá que lidiar, quienes hayan soportado pestes, inundaciones y enfermedades, la agresividad connatural al único animal que habla. En esa prospectiva, no es disparado repasar la estética de Bruno Dumont, algo de Michael Haneke y la novela de Gabriel Chevallier, El miedo, sobre la cual volveremos.