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Mientras tantoLa vuelta de tuerca

La vuelta de tuerca


En nuestro taller de narrativa hemos leído «La vuelta de tuerca». He aquí el resultado del análisis de lectura que he hecho.

 

«La vuelta de tuerca» (1898) es una obra maestra de la ambigüedad. Desde que se publicó, hace algo más de un siglo, los críticos no han logrado ponerse de acuerdo sobre lo que cuenta Henry James en esta historia. Dentro de otro siglo seguirán sin ponerse de acuerdo, porque James lo dejó todo dispuesto para que cualquier interpretación fuera posible. ¿Existen los fantasmas, o son una invención de la institutriz? ¿Están los niños en comunicación con las fuerzas diabólicas del criado y de la anterior institutriz, muertos los dos en circunstancias extrañas? ¿O bien esas fuerzas diabólicas son una invención de la institutriz, que se convierte sin querer -o incluso queriendo- en una fuerza destructora? ¿Es todo una invención de los niños, que hacen caer en la trampa a la institutriz? ¿Quién corrompe a quién? ¿Y quién ha sido corrompido por quién? En cualquier caso, hay que tener en cuenta que las visiones son reales para la institutriz (o al menos para la mente trastornada de la institutriz), aunque no lo sean para nadie más. Esto es indudable, a pesar de que todo es dudoso en esta novela y el final tampoco nos aclare nada. Y es que Henry James distribuyó la información de su novela con tanta astucia que es imposible llegar a una conclusión definitiva, así que cada lector puede extraer su propia interpretación de lo que ocurre en la mansión de Bly.

 

Leí en las cartas de Henry James que el escritor oyó contar la historia original de una forma muy parecida a como la narra en el prólogo de la novela. Una noche, en una mansión, mientras algunos amigos contaban historias, un hombre mencionó una historia que le había oído contar, muchos años atrás, a una mujer y que hacía referencia a dos niños que vivían en una mansión apartada y que habían tenido que convivir con los fantasmas de dos criados «malvados», ya muertos, que querían apoderarse de ellos. El hombre no contó nada más, porque esto era todo lo que sabía. Éste fue el punto de partida de Henry James. De ahí surgió «La vuelta de tuerca».

 

El secreto de «La vuelta de tuerca» es que la trama nos llega a través de un conjunto de cajas chinas, que contienen una información que se va modificando cuando aparece la siguiente caja china. Y al final, cuando llegamos a la última caja china y creemos que vamos a descubrir la solución al enigma, nos encontramos con que la última caja, la más pequeña, la mejor escondida porque era la que guardaba el secreto, está vacía.

 

¿Cómo es esta estructura de cajas chinas? Alguien que no sabemos quién es -la primera caja china- nos cuenta que un tal Douglas, en una velada navideña, se dispone a contar una historia de fantasmas «muy notable porque los fantasmas se aparecieron a dos niños». De Douglas –la segunda caja china- sólo sabemos que en su juventud había estado enamorado de la institutriz, ya muerta y diez años mayor que él, que había protagonizado los hechos. Hay que tener cuidado con este detalle, porque este enamoramiento juvenil de Douglas puede falsear o al menos adulterar su testimonio, ya que nos dice que la institutriz era «una mujer agradable y llena de inteligencia y encanto», lo que nos desmiente la impresión de locura que luego iremos percibiendo en la novela. Y este prólogo también es importante porque de alguna forma cuenta el final de la historia (colocar e final al principio es una estratagema muy propia de Henry James), y ese final nos indica que la institutriz volvió a encontrar trabajo tras dejar Bly, cosa muy rara porque en Bly había muerto un niño que tenía a su cargo, y eso de alguna manera debería haber tenido que interferir en su trabajo. Pero Douglas nos da a entender que la institutriz siguió haciendo tan tranquila su trabajo en otro sitio. Un misterio, sin duda, que nos cuestiona algunas de las cosas que más adelante veremos. ¿Miente Douglas? ¿Nos dice la verdad? No lo sabemos. Pero este misterio es otro más de los cientos de misterios que iremos encontrando a lo largo de «La vuelta de tuerca». Y todo eso, en cualquier caso, sólo demuestra el inconmensurable trabajo de construcción de la ambigüedad que lleva a cabo Henry James. Además –y esto es quizá la clave de la historia- Douglas nos dice que la institutriz había estado enamorada antes de conocerlo. «¿De quién?», pregunta alguien con impaciencia. «La historia nos lo va a aclarar», dice el primer narrador (la primera caja china). «No, la historia no lo dirá» -le contradice de forma enigmática el propio Douglas; «por lo menos, no de un modo explícito y vulgar». Es necesario detenerse aquí, porque todos creemos que «La vuelta de tuerca» es una historia de fantasmas, cuando en realidad es una historia de amor. La institutriz, se nos anuncia desde un principio, había estado enamorada. ¿De quién había estado enamorada?, nos preguntamos con ansiedad. Pero en seguida se nos advierte de que la historia no nos va a contestar esta pregunta. O por lo menos, «de un modo explícito y vulgar». O sea que estamos ante una enigmática historia de amor que no sabemos hacia quién se dirige. Una monstruosa, una perversa, una fantasmagórica historia de amor. Y lo es porque el amor de la institutriz se dirigirá hacia tres personas e irá cambiando de forma sucesiva y por así decir irá reencarnándose y desplazándose en distintas personas, que de algún modo irán poseyendo a la institutriz y luego desposeyéndola. Y ese amor se dirige primero hacia el dueño de Bly, luego hacia el fantasma de Quint, y por último –y ése es el amor más trágico de todos, porque le va a costar la vida al niño-, al niño Miles.

 

Pero ahora debemos seguir con la estructura de «La vuelta de tuerca». Nos habíamos quedado en la tercera caja china, que consiste en el manuscrito que dejó escrito esta institutriz cuyo nombre ignoramos. ¿Por qué no sabemos cómo se llama? Esto también es extraño. Nadie pronuncia su nombre en la novela, nadie la llama de una forma familiar o cercana o amistosa. He aquí otro misterio que insinúa el carácter también en cierta forma espectral de esta institutriz. Pero esa institutriz, poco antes de su muerte, dejó escrito un manuscrito narrando los hechos que ocurrieron en la mansión de Bly. Ese manuscrito es una especie de confesión y Douglas lo ha tenido guardado bajo llave (cosa que nos despierta las sospechas: ¿por qué ha tenido que guardarlo bajo llave?). Y una de las noches, como había prometido, Douglas lo lee en voz alta ante sus amigos reunidos frente al fuego. Antes de empezar, el narrador (la primera caja china) nos dice que él a su vez había copiado el manuscrito de la institutriz, quien lo había escrito con una letra muy bonita, lo que nos hace sospechar, dada la inclinación de Henry James por el engaño, que esa letra tan bonita oculta algo muy feo.

 

A partir de ahí, el relato en primera persona de la institutriz -la tercera caja china, ya lo he dicho- cuenta lo que le ocurrió cuando llegó a Bly para hacerse cargo de dos niños huérfanos, muy inteligentes y rodeados de una extraña aura de inocencia. Es muy importante que el relato de la institutriz esté escrito desde el punto de vista de la primera persona, porque así todo lo que ella nos cuenta está filtrado por su propia visión y sus propias ideas y prejuicios y motivaciones secretas. Por lo que sabemos, los niños se habían quedado huérfanos dos años antes. Durante su estancia en Bly, la institutriz irá descubriendo en ellos, poco a poco, la influencia maléfica del antiguo criado de la casa, Peter Quint, junto con la de la señorita Jessel, la anterior institutriz, quien era, en opinión del dueño de Bly, una mujer de lo más respetable, lo que también nos hace pensar que no lo era en absoluto. Quint y Jessel, por cierto, murieron los dos en circunstancias extrañas.

 

La cuarta caja china es el ama de llaves de la mansión, la señora Grose, que es una mujer analfabeta, reticente, sumisa e influenciable. La señora Grose es la típica mujer a la que le confiaríamos sin temor el cuidado de nuestros hijos, aunque nunca la citaríamos como testigo en un juicio, ya que sería capaz de decir cualquier cosa. Pero es ella la que le cuenta a la institutriz, de forma muy elusiva y dispersa, toda la historia anterior de lo que ha ocurrido en Bly, es decir, su versión de lo que hicieron Quint y la señorita Jessel cuando estuvieron viviendo con los niños en la mansión. Ahora bien, también debemos preguntarnos qué cosas está dispuesta a revelar la impredecible señora Grose, que está dividida entre la lealtad feudal a sus amos y su desdén hacia las institutrices, que le quitan el poder de regir a su antojo Bly. Lo único cierto es que la señora Grose es indispensable, porque la institutriz depende de su información para saber qué pasó con Jessel y Quint. De hecho, la credibilidad de las apariciones de los fantasmas depende del testimonio de la señora Grose. Si ella cree en lo que ve la institutriz, podemos creer que son reales; si no cree en ellos, debemos desconfiar. Pero el testimonio de la señora Grose es voluble y cauteloso y nunca se pronuncia de forma categórica. No hay que olvidar que es una mujer analfabeta y por tanto supersticiosa y asustadiza. Y tampoco hay que olvidar que la señora Grose le debe obediencia jerárquica al dueño de Bly y también a la institutriz, que está por encima de ella en la jerarquía social de la mansión. O sea que su testimonio tampoco es fiable del todo, aunque sea imprescindible.

 

Y ahí está uno de los trucos magistrales de James. La narración se complica porque no sabemos qué es lo que cada uno de los narradores interpuestos vio, qué es lo que creyó ver y qué es, por último, lo que quiere hacernos creer que vio. Porque hay que contar con los cambios de humor de cada narrador interpuesto, sobre todo la institutriz y la señora Grose –unos cambios de humor que están transcritos con precisión sismográfica por James-, además de sus intenciones veladas, y sus propósitos claros u ocultos -porque muchas veces la institutriz no es consciente de lo que quiere o se está engañando a sí misma de forma descarada-, y tampoco podemos olvidar la carga asfixiante de los prejuicios y de las aprensiones, que les obliga a expresarse de modo sinuoso y a no desvelar nunca la verdad de lo que les ocurre. Porque todos estos narradores interpuestos viven en un medio social que está controlado por el temor incontrolable a decir o a hacer algo indecoroso o impropio o inadecuado. Y al mismo tiempo, sabiendo que a todas horas ocurren en sus vidas cosas que pueden ser indecorosas o impropias o inadecuadas.

 

¿Qué sabemos de la institutriz? No mucho. He hecho una reconstrucción de los datos que se nos dan sobre esa mujer sin nombre y he descubierto algunas cosas. Por lo que dice Douglas, la acción de lo que ella narra sobre los sucesos de Bly se remonta a cuarenta años atrás. Y si suponemos que la lectura del manuscrito ocurre en el mismo momento de la escritura y publicación -es decir, en 1898-, la acción tuvo lugar en 1858. Y si la institutriz tenía 20 años entonces, tuvo que nacer en 1838. También se nos dice que murió a los 40 años. O sea que nació en 1838 y murió en 1878. Sólo vivió 40 años. No parecen muchos, aun en una época en que la gente moría muy joven. Esto también es extraño.

 

En cuanto al relato de la institutriz, hay que tener en cuenta dos aspectos fundamentales. Primero, escribe en una época de circunloquios, medias verdades y una asfixiante obsesión por la respetabilidad y el decoro, lo que hace que casi nunca se atreva a llamar a las cosas por su nombre y se enmarañe en un laberinto de rodeos, circunloquios y contradicciones. De hecho, cada vez que afirma algo lo desmiente o lo contradice en una frase posterior. En el capítulo 17, en la erótica y turbadora escena del dormitorio con el niño Miles, la institutriz dice: «Dios sabe que nunca había querido importunarlo con mi presencia», pero la institutriz llevaba tres meses importunando al niño, hasta el punto de que éste le pide, o mejor dicho, le suplica y le exige al mismo tiempo: «Quiero que me deje solo». Y todo eso hay que tenerlo muy presente. A la hora de contar un hecho, la institutriz siempre escoge el aspecto de la historia más favorable para ella. Y para disimularlo, cuenta las cosas eligiendo el camino más largo entre dos puntos. Y así, en vez de revelar la verdad, la oculta, porque ella misma vive en la ocultación y no puede remediarlo. Y todo esto tendrá sus consecuencias en el relato.

 

La institutriz es una narradora capciosa que se engaña a sí misma y por tanto nos engaña a nosotros. No quiere reconocer la verdad de lo que está ocurriendo. No quiere reconocer la verdad de sus propios impulsos y motivaciones. Y eso hace que oscurezca el relato de forma innecesaria. La oscuridad del estilo del libro, por tanto, es deliberada; y lo que es más importante, es necesaria. ¿Podríamos entender esta historia sin el estilo asfixiante en que está contada? No.

 

Por lo que respecta a la acción de la novela, trascurre en un espacio de seis meses, desde junio a noviembre. Empieza en un radiante día de junio y termina en un frío y grisáceo día de noviembre, una forma muy sutil de reflejar el cambio de la luminoso a lo tenebroso que se produce en la institutriz a medida que vive en Bly.

 

Veamos ahora unas cuantas cosas más acerca de la endiablada ambigüedad de Henry James. Para empezar, se nos dice que es una historia de fantasmas que se aparecen a los niños, pero los niños no los ven (es la institutriz la que cree que los ven y que se comunican con los muertos). Por otra parte, las visiones de los fantasmas garantizan el poder de la institutriz sobre los niños e indirectamente sobre Bly y su dueño, porque le permiten creer que se ha vuelto indispensable en la casa. En el cap. 13, la institutriz reconoce que no tiene ninguna prueba de que los niños hayan visto a los muertos, pero ella prefiere poder verlos para poder salvarlos. ¿Salvarlos de qué?, nos preguntamos. Antes, la institutriz y la señora Grose han hablado de que los niños habían sido «corrompidos», pero no tenemos pruebas. Más bien lo que quiere la institutriz es apropiárselos para usarlos en su provecho. Y como ejemplo de esto, un domingo de otoño (p.97) se define a sí misma como «un carcelero con el ojo avizor» que lleva a los niños encadenados. ¡Un carcelero! ¡Y encadenados! Por eso no es raro que los niños quieran escapar de su control y jueguen a desobedecer a la institutriz, saltándose las normas o engañándola como hace Miles, la noche de luna llena, cuando sale a escondidas al jardín. Esa noche, la institutriz no tiene ninguna prueba de que el niño esté mirando a Quint en la torre. Es ella la que cree o siente ver a Quint. Y ya que hablamos de Quint, la institutriz lo siente como un intruso porque es un criado que ha jugado a dominar al dueño y a creerse el dueño de todo Bly (hay una elíptica alusión de la señora Grose a que Quint se ponía los chalecos del dueño). Y por eso Quint encarna la amenaza del mal absoluto por dos razones: porque es un depravado sexual y también porque es un criado que quiere comportarse como un amo, de modo que su corrupción es moral pero también social, ya que pone en peligro el orden jerárquico.

 

Y veamos también algunas otras cosas sobre la institutriz sin nombre. En el prólogo, Douglas la define como una mujer agradable, inteligente y con encanto. Pero hay que tomarse esta afirmación con mucha cautela. Douglas, de niño, estuvo enamorado de la institutriz. Esta relación reproduce de forma inversa la relación erótica que la institutriz mantendrá con el pequeño Miles en Bly –allí es ella la que se siente atraída por el niño, aunque no quiera reconocerlo-, pero todo eso es importante porque determina la visión positiva que Douglas tiene de la institutriz. Y Douglas nos dice que es encantadora, pero también nos dice que era una mujer joven, inexperta y nerviosa. «Nerviosa», ojo, era la palabra que se usaba en 1898 para definir la histeria, o la conducta inexplicable, o incluso un posible trastorno mental. En el manuscrito de la institutriz, por cierto, encontraremos muchos indicios de un carácter que no parece tan apacible y encantador como Douglas nos quiere hacer creer. En cierto momento, la institutriz le dice a la señora Grose: «Hablo como si estuviera loca; y es una maravilla que no lo esté». Después las referencias a la locura son constantes. Y sabemos que su padre, el párroco rural, era de «naturaleza excéntrica», lo que puede demostrar cierta propensión a la locura. También sabemos que la institutriz no duerme y que padece un insomnio severo. Y también sabemos que habla sola en su habitación, ensayando lo que le dirá a Miles, y que tiene graves accesos de furia y de rabia, tanto con la niña como con la señora Grose. En su narración, esos arrebatos de furia están contados de una forma en que parecen simples ataques de nervios, pero en realidad son reacciones muy violentas que implican un intento de agresión física. Y por último hay que pensar que su obsesión por la radiante inocencia de los niños es muy extraña. Además, la institutriz parece acomplejada frente a los niños. Los ve más inteligentes que ella, con más conocimientos de aritmética, y se siente fea en su presencia. Así que el lector puede llegar a pensar que la institutriz no los quiere tanto como nos dice. O incluso, yendo un poco más allá, se puede llegar a intuir que los odia. O que los teme. O de todo un poco. Porque en algún momento empezamos a sospechar que la institutriz odia a los niños, sobre todo a Miles, que le parece demasiado inteligente para ella, «una pobre institutriz, la hija de un párroco». Pero también hay que tener en cuenta –y aquí interviene de nuevo el prodigioso sentido de la ambigüedad de Henry James- que la institutriz odia a Miles porque se siente monstruosamente atraída por él.

 

Y aquí entramos en otro aspecto importante de la institutriz, que es el impulso erótico que la arrastra durante toda la historia, y que no puede separarse de un innegable placer masoquista. Se mire como se mire, la institutriz es una mujer reprimida que siente un deseo sexual mucho más violento de lo que está dispuesta a admitir. Primero el deseo parece dirigirse al dueño de Bly (y en ese deseo físico también hay un deseo de encumbramiento social), pero luego parece desplazarse al fantasma de Quint, y por último recae en el niño que ella cree poseído por el fantasma de Quint (y que por eso mismo lo hace mucho más atractivo para ella). Todo esto es muy raro y juega un papel esencial en la trama. Al principio de la novela, el ama de llaves le dice que la señorita Jessel era casi tan joven y guapa como ella, ya que al «amo» le gustaban así. Esta alusión influye en la institutriz, ya que le permite concebir esperanzas de que algún día pueda casarse con el dueño, al mismo tiempo que nos hace pensar que quizá había alguna relación prohibida entre la señorita Jessel y el dueño de Bly, aunque tampoco se nos aclarará nada en la novela. Lo que sí sabemos es que la institutriz puede sentir un arrebato de celos retrospectivos hacia la figura de la anterior institutriz, a pesar de que ya está muerta, porque «la otra» pudo tener alguna relación con el dueño, y eso puede impulsar a la segunda institutriz a considerarla una mujer perdida, una mujer condenada por el pecado y la condenación eterna.

 

En cuanto al papel de la institutriz, mi idea es que Henry James nos hace creer que se está volviendo loca a causa de la presión intolerable que ejercen sobre ella los fantasmas de Quint y la señorita Jessel. Pero en realidad es al revés: ella empieza a ver fantasmas porque se está volviendo loca. Pero de nuevo hay que andarse con pies de plomo en las afirmaciones categóricas sobre «La vuelta de tuerca». Y es que la institutriz también ve a los fantasmas porque le interesa verlos, ya que así cree que va a poder salvarlos, y de paso, asegurar su poder sobre la casa y los niños (e indirectamente sobre el tío que vive en Londres).

 

¿Cuál es la trama de «La vuelta de tuerca»? Intentaré resumirla. Una institutriz de nombre desconocido llega un martes de verano a Bly. Aquella tarde, la mansión le parece «una agradable sorpresa», pero la misma madrugada de su llegada cree oír un grito de niño, y al día siguiente la casa le parece ya «una casa antigua, grande y fea», sensación que va en aumento cuando pasa dos noches sin dormir, al saber que Miles ha sido expulsado de la escuela, y sobre todo cuando la señora Grose le pregunta, con malicia, si teme que el pequeño puede «corromperla». Esta pregunta desentona con lo que ella ha percibido en los dos niños, pues nada más conocerlos, ha visto en ellos una «fragancia de pureza». El aura de pureza, que parece demasiado exagerada, se debe también a que la institutriz necesita obligarse a quererlos porque quiere apropiárselos para luego apropiarse a través de ellos del dueño de Bly. O sea que ella quiere, inconscientemente, convertirse en una madre ideal para esos dos niños huérfanos y solitarios, y presentarse ante el dueño como la mujer que puede hacerlos felices, y de paso, hacerle feliz a él.

 

Al principio, la institutriz cree que el niño, Miles, está en contacto con el fantasma del criado Quint. Por lo que ella averigua, Peter Quint fue encontrado muerto con una herida en la cabeza. Ella sabe –aunque no nos dice cómo lo ha averiguado- que Quint tenía «desórdenes secretos, vicios más que sospechados», y el lector sospecha que Quint se entendía con la institutriz Jessel y que los niños estaban al tanto de todo, o incluso participaban de algún modo en sus pasatiempos eróticos. En la primera aparición, en la torre, Quint iba vestido con ropa del dueño de la casa, lo que inaugura una larga cadena de trasposiciones y trasferencias y desviaciones eróticas. Más tarde hay un momento en que la institutriz tiene un encuentro con el fantasma de Quint, en el rellano de la escalera, y hay algo muy erótico en ese encuentro de madrugada, porque en adelante la institutriz empieza a buscar a Quint. Lo normal es que el fantasma «busque» a su víctima, pero aquí ocurre al revés: es la víctima la que empieza a buscar al fantasma. Y más tarde, a medida que avanza la novela, la institutriz parece transferir su interés erótico, que pasa del dueño de Bly a Quint, y luego hacia el niño, desde que el niño sale al jardín la noche de luna para desafiarla y le confiesa que ha sido malo. Y justamente el niño se vuelve atractivo para la institutriz cuando empieza a demostrar que está poseído por el espíritu de Quint, ese espíritu que le lleva a comportarse como un adulto que sabe más de la vida de lo que debería saber un niño (y en este sentido, para la institutriz resulta innegable que el niño está «poseído» por el espíritu de Quint). La tragedia es que el niño empieza a jugar con fuego cuando imita la conducta desinhibida de Quint, así que empieza a coquetear con la institutriz y se hace el adulto e insinúa que sabe cosas que no debería saber. Y al jugar con fuego, por influencia de lo que ha conocido cuando vivió en compañía de Quint, el niño Miles acabará calcinándose.

 

A partir de la escena del jardín y la torre, justo en mitad de la novela, tanto Miles como Flora desafían a la institutriz. A partir de ese momento, la institutriz se obsesiona con la idea de que están poseídos, y los niños, que se sienten espiados y vigilados, empiezan a manifestarle su rechazo, disgusto e incluso miedo. De hecho, en la erótica y morbosa escena del dormitorio, la institutriz dice que quería poseer a Miles, lo que indica que está actuando igual que los fantasmas de Quint y Jessel, incluyendo el violento trasfondo sexual de su conducta. Y como resultado, es normal que el niño quiera apartarse de una mujer que tiene esas inclinaciones tan raras.

 

En cuanto a los encuentros de la institutriz con los fantasmas, creo que las apariciones son de dos tipos. La señorita Jessel es una proyección de la soledad y del desamparo que siente la institutriz. Es ella tal como se ve en la actualidad, y peor aún, tal como teme verse en el futuro si su vida sigue siendo igual de solitaria. La aparición de Peter Quint pertenece a otro orden emocional, porque es una presencia en la que se funden el deseo erótico y el terror que le suscita ese mismo deseo. Y es que Quint forma parte de la cadena de desplazamientos eróticos (y jerárquicos) que se producen en el corazón de la institutriz y que van desde el dueño de Bly hasta el niño Miles. Quint es el eslabón intermedio, el pivote que sirve de enganche entre los dos. Al comunicar su carga de rebeldía y de conducta prohibida al niño, le hace comportarse como un adulto rebelde y seductor. Y esa conducta tendrá un final trágico para el niño.

 

Sobre la naturaleza de las apariciones, existen todas estas posibilidades:

 

1) Las apariciones de los «intrusos»/los «otros» son ciertas y la institutriz dice la verdad. La prueba sería que ella se las describe con los rasgos físicos a la señora Grose y que ésta los reconoce. Pero esta hipótesis podría ser desmentida por el hecho de que la institutriz hubiera hecho averiguaciones furtivas preguntando a otros criados, o que fuera la misma niña, Flora, la que se lo contara el primer día que pasearon juntas por el jardín de Bly. Eso lo vio muy bien María del Mar, ya que la institutriz reconoce en el cap. 1: «La niña me mostró la casa escalón por escalón y cuarto por cuarto, secreto por secreto». Y esos secretos podrían incluir muy bien una descripción física de Quint y de Jessel (y quizá algo más). Por lo demás, hay otro hecho que nos demuestra que la institutriz tiene sus propias fuentes de información, ya que también ha averiguado cómo ocurrió la muerte de Quint sin que nos diga cómo lo supo.

 

2) Las apariciones son un invento de la imaginación febril y morbosa –y patológica- de la institutriz, porque la historia de Quint con la señorita Jessel («hacía lo que quería con ella») puede ser un reflejo de lo que la institutriz querría que el dueño de Bly hiciera con ella misma, ya que siente una atracción violenta por él. La obsesión de la institutriz por proteger a los niños, al mismo tiempo que una forma de demostrarle al amo que podría ser una madre excelente -y de paso, una manera de ejercer su autoridad en la mansión-, es también una excusa para adentrarse más en el mundo de las apariciones, es decir, del deseo prohibido. La institutriz interpreta lo que le dice el ama de llaves a su conveniencia, y por eso asegura que ella tiene la audacia mental de la que carece la vieja. La institutriz, por lo demás, percibe hostilidad hacia ella por parte de Quint y la señorita Jessel, como si los antiguos ocupantes de la mansión quisieran arrebatarle a los dos niños. Y la aflicción que la nueva institutriz percibe en la señorita Jessel sería su propia aflicción por su soledad y por su amor imposible con el dueño de Bly. Cuando la ve en la sala de clases, escribiendo una carta -la carta que la institutriz no se atreve a mandar a su amado dueño de Bly-, ella tiene «la extraordinaria sensación de que la intrusa era yo», y no el fantasma de su predecesora.

 

3) Los niños son malvados. Y como son muy inteligentes y astutos, pero también solitarios y huérfanos, han adoptado a Quint y a Jessel como padres supletorios y odian a la institutriz porque usurpa su lugar. Por eso juegan con la institutriz para tenerla dominada, igual que dominaron a Quint y a la señorita Jessel (en vez de ser dominados por ellos), provocando la muerte tanto del criado como de la anterior institutriz. En el capítulo décimo, la institutriz ve que la niña, de madrugada, no está en su cama (la niña duerme en su misma habitación); entonces la espía y descubre que está en una ventana observando el jardín. En mitad del jardín está su hermano, quien a su vez tiene la vista fija en la torre. De modo que la institutriz espía a la niña, que a su vez espía a su hermano, que a su vez espía a Quint (quien, sospechamos, espía a la institutriz desde el más allá).

 

4) La relación erótica y casi sexual que se insinúa entre la institutriz y Miles (de sólo diez años) podría ser un reflejo, tal vez premeditadamente buscado por parte del niño, de la relación que hubo entre Quint y la señorita Jessel. O yendo más allá, incluso entre Quint y el niño Miles, si es que hubo una posible pedofilia (que Henry James nunca desvelará). Miles quiere que su tío acuda a Bly para que «descubra» lo que está pasando (cosa que, como es típico de James, nunca sabremos muy bien qué es ni qué fue). En el capítulo 22, la institutriz come sola con Miles en el comedor y se siente igual que una pareja en viaje de novios importunada por un camarero. El niño le dice: «Al fin estamos solos», y sabemos que la atmósfera tensa del comedor está impregnada de contenido erótico.

 

5. Por último, se puede concluir que las apariciones han sido provocadas por un delirio psicótico de la institutriz, que está loca o sufre un grave trastorno alucinatorio.

 

¿Cuál es la explicación más concluyente? Mi idea es que los fantasmas no existen –al menos de una forma «explícita y vulgar», como diría Henry James-, aunque todas las posibilidades que he enumerado actúan de forma conjunta y ejercen su influjo en la institutriz, ahora bien, sin que ninguna de ellas sea la determinante. Para empezar, la institutriz «ve» a los fantasmas, ya que para ella no hay diferencia entre el delirio y la verdad, o entre el deseo violento y la realidad. En segundo lugar, los niños están poseídos por los fantasmas porque han convivido de forma muy estrecha con Quint y Jessel y han conocido unas experiencias «prohibidas» para cualquier niño de un medio respetable. En este sentido, los fantasmas –que sólo son los hechos que ocurrieron en el pasado, cuando Quint y Jessel actuaban como padres sustitutivos de los niños- siguen ejerciendo su poder sobre Flora y Miles.

 

Un punto que ha suscitado cientos de discusiones y debates es el final de la novela. ¿Qué pasa al final de la historia con Miles? ¿De qué muere el niño? ¿Qué le pasa en realidad?

 

A mi juicio, hay tres posibilidades, y las tres son compatibles:

 

1. El niño muere porque no consigue ponerse en contacto con el espíritu de Quint, a quien quiere, y que lo abandona gracias a la «salvación» –o el exorcismo, podríamos decir- que pone en práctica la institutriz. Por eso se dice al final que su pequeño corazón, «desposeído» (de Quint, se entiende), había dejado de latir.

 

2. El niño muere porque la institutriz, al poner en práctica su ritual de «exorcismo» (y pido que se use esta palabra con mucho cuidado), al obligarle a que se enfrente al fantasma del criado, lo somete a una presión psicológica que le resulta intolerable y acaba causándole la muerte por un infarto.

 

3. El niño muere porque lo mata la institutriz, ahogándolo o asfixiándolo de alguna manera en medio de la violenta tensión –que también tiene un alto componente erótico- de esa última escena en el comedor. Ya tenemos el antecedente del ataque a Flora en el lago, interrumpido por la señora Grose y la aparición del fantasma de la señorita Jessel. Y ya antes, en el cap. 6, se nos dice: «Sacudí a la pequeña con tal violencia, que fue asombroso que ella lo resistiera sin un grito o una señal de dolor». O sea, que la institutriz también podría haber sacudido a Miles con tal violencia que podría haberlo estrangulado. Y no hay que olvidar el hecho de que Douglas, el narrador que tiene el manuscrito, lo tenía guardado bajo llave como si contuviera un secreto que no quería que se conociera, porque en realidad este manuscrito contiene una confesión –elíptica- de un crimen.

 

Mi hipótesis es que actúan a la vez las tres razones. La institutriz asusta de tal modo a Miles, al mismo tiempo que lo agarra y lo zarandea y le grita y le hace creer que hay un fantasma que quiere atraparlo, que el niño empieza a sudar y a tener fiebre de puro miedo y al final sufre un síncope. Y busca a Quint, aunque sabe que está muerto, porque ese hombre fue para él una persona que le hizo sentirse protegido y en cierta forma querido, por muy inapropiada que fuera su conducta y por muy diabólica que fuera su influencia. Y la angustia y la tensión que sufre es tanta que su pequeño corazón, «desposeído» (de Quint, pero también de la vida), había dejado de latir.

 

No quiero terminar sin hablar un poco más de Miles, el niño, que para mí es un personaje extraordinario. Las primeras veces que leí la novela me cayó mal, luego le cogí una inmensa simpatía. El niño está solo, es inteligente y no tiene a nadie que lo comprenda. Es evidente que ha aprendido mucho de Quint, cosas feas y sucias, y que esas cosas son las que han ocasionado su expulsión del colegio. Pero es un niño que ha sido obligado a crecer muy deprisa. Y en un momento dado, ante la llegada de la institutriz, le gusta jugar a hacerse el mayor ante ella. Y es normal que sea así. Si lo han expulsado del colegio, y si él ha visto y quizá también ha hecho cosas feas con Quint –lo que es evidente-, es normal que no quiera ser considerado un niño obediente y sumiso y normal. Quiere ser mayor. Y ser mayor significa ser malo y demostrarlo. Y como el niño capta en seguida la atracción que siente por él la institutriz, se dedica a explotarla, al igual que explota su superioridad social e intelectual. En el cap. 22, la institutriz reconoce que Miles sabe mucho más que ella y que ya no podía ejercer de profesora de ese niño (lo cual indica su inferioridad intelectual y social). Cuando se van la señora Grose y Flora, la institutriz, para salvar a Miles, cree vivir con él como si fueran una pareja de recién casados.

 

Y ahora si que hemos llegado al final de «La vuelta de tuerca». ¿Qué podemos concluir después de recorrer ese laberinto de cajas chinas que ha construido Henry James? Yo creo que no debemos pensar en los fantasmas, ni en los niños inocentes o poseídos, ni en el delirio de la institutriz reprimida y ambiciosa y perversa y cruel, pero también valiente e insegura y solitaria y desdichada. Lo que hay en el fondo del laberinto de «La vuelta de tuerca» es una sutil, una elusiva, una fantasmagórica reflexión sobre la imaginación y la creación literaria, esa peligrosa fábrica de fantasmas que nos atormentan y pueden llegar a destruirnos, o al menos destruir a las personas que queremos (o deseamos poseer), pero que también puede salvarnos cuando creemos estar a punto de volvernos locos, o incluso cuando sospechamos que hemos caído sin remedio en la locura, ya que si no fuera por esos fantasmas, por esos delirios, por esas criaturas que recorren los torreones y los estanques y las estancias desoladas de nuestra imaginación, nuestra vida sería tan solitaria, tan triste y tan desvalida como la de los habitantes de Bly.

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