Las salpas susurran secretos al oído de cada una de las largas hojas de la posidonia, que vibran de placer con los misterios desvelados. Así me lo parece al verlas, pero sólo se están alimentando. En algo no me equivoco: estas salpas (Sarpa salpa), a las que me acerco con cautela para no asustarlas, son amigas de la posidonia. Las salpas son pequeños soles en el mar, rayos dorados sobre las praderas marinas, y ayudan a la posidonia porque entre las algas que se comen están las de un género tropical invasor: la Caulerpa. Las salpas son inmunes a la caulerpenina, una sustancia tóxica de esta alga. Tienen un estómago a prueba de bombas, como se suele decir. Nosotros, no, por lo que si nos las comemos a ellas, a las salpas, podemos tener vómitos y alucinaciones, dicen que como las que provoca el LSD. Así que es mejor dejar tranquilas a las salpas, tan útiles, confiando sus misterios a la posidonia. Estas salpas me están pareciendo algo menos tímidas que en otros lugares en los que las he visto. Tal vez saben que están a salvo, que están en aguas protegidas. Son las del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, en Almería, que no sólo preserva más de sesenta kilómetros de costa, sino también doce mil hectáreas de mar. Eso no ha evitado que hace poco haya pasado una moto acuática muy cerca. Al igual que los peces, he oído la molesta vibración de su motor y la he maldecido con ganas.
Una vaquilla, que en otros sitios llaman “serrano” o “cabrilla” (Serranus scriba), se esconde bajo una roca cuando paso junto a ella. No siempre son tan esquivas, algunas veces se quedan mirando de frente, como retándote. Entre las rocas también veo erizos negros y tomates de mar (Actinia equina). Estas rojísimas anémonas están cerradas sobre sí mismas, demostrando lo acertado de su nombre. Cuando el fondo es de arena, el agua teje una tela luminosa. Sobre su transparencia, las obladas y los raspallones brillan como si fueran de plata. Me cuesta diferenciarlos. Tengo que estar atenta al anillo blanco que, en las obladas, rodea la mancha negra junto a la aleta caudal.
Llevo un buen rato bajo el agua y, aunque estoy muy a gusto –
creo que ya he dicho lo mucho que aprecio la temperatura del mar de Alborán–, las gafas de buceo están empezando a apretarme demasiado. Son de niño porque no acabo de encontrar unas de adulto que me ajusten bien. Así que decido emerger, como si fuera un pequeño submarino, y sentarme un rato en una de las rocas de este lugar tan especial que todavía no he desvelado: el arrecife de las Sirenas. Esas sirenas no eran otras que las focas monje que vivían aquí, entre estas chimeneas volcánicas, antes submarinas, labradas por millones de mareas. Algunas son agujas que apuntan hacia el cielo; otras, un amasijo de rocas fracturadas.
Cuando estaba dentro del mar, viendo danzar la posidonia y atenta a las salpas y a las obladas, era más fácil fingir que estaba sola aquí. Al salir resulta imposible mantener esa fantasía. Hay bastante gente porque es verano y estas costas son un lugar muy codiciado. El borde de la carretera se ha llenado de coches aparcados, entre ellos el mío. Son una fila de hormigas metálicas. El faro del cabo de Gata sobresale de las rocas que hay a mi derecha, y cada poco se asoman cabezas curiosas. A su lado se alzan unas torres de comunicaciones en las que rotan los radares como derviches giróvagos.
Cuando el escritor Juan Goytisolo vino aquí, en 1959, en este faro del cabo de Gata sólo se encontró al farero y a su familia, a unos guardias civiles de ronda por la playa que hay al lado y a “una pareja de suecos desgalichados” que había llegado meses atrás con un niño rubio de ojos azules y una tienda de campaña de lona. Nadie sabía cómo los suecos habían acabado en esta costa, porque no era un lugar al que vinieran los turistas. “Uno piensa con tristeza que un sitio así debería ser baza turística importante y contempla melancólicamente la carretera estrecha, polvorienta y sinuosa, por la que apenas cabe un automóvil”, escribía Goytisolo en Campos de Níjar, el libro que resultó de aquel viaje. El deseo de Goytisolo se ha cumplido, y, pese a que la carretera que llega al faro sigue siendo estrecha y sinuosa, ya tiene dos carriles.
Goytisolo se quedó maravillado con la despojada belleza de las sierras y de las costas y el mar de esta parte de Almería. No me extraña. Desde entonces han cambiado muchas cosas, pero esa belleza permanece. Los turistas han descubierto este territorio y, aunque se han construido hoteles y apartamentos en los pueblos más visitados (Agua Amarga, Las Negras, Rodalquilar, La Isleta, El Pozo de los Frailes, San José y algunos otros), la declaración de este territorio como parque natural ha impedido la hiperurbanización de la costa. Más hacia el interior, las planicies solaneras no se parecen a las que conoció Goytisolo. Ahora la tierra está amortajada con invernaderos. Ayer pasé junto a ellos. Una mujer con hiyab caminaba por el borde de la carretera bajo unas nubes asustadizas que desaparecían con un soplo. Goytisolo se encontró con que en estas tierras se habían empezado a sembrar pitas, ágaves, para utilizar sus hojas para la fabricación de fibras textiles. El cultivo no consiguió el éxito esperado, pero esta planta de origen mexicano se ha convertido en parte del paisaje almeriense. No resultaron tampoco los cultivos de guayule, del que se obtiene caucho. Ahora los invernaderos multiplican los tomates y los pimientos, los calabacines y berenjenas, las sandías y melones. Goytisolo vio cultivos de cebada y de avena, almendros y olivos, algunos viñedos.
Al regresar desde el faro, la carretera, una vez pasadas las curvas que se elevan sobre el mar y que rodean el cerro de la Testa, se estira al borde del litoral, junto a la inmensa playa. Dejo atrás el pueblo de La Fabriquilla, cuyo nombre se debe a una antigua fábrica de fundición de plomo. Aquí, en el bar Viruta, que ya no existe, se tomó Goytisolo un anís seco y se encontró con un poblado « con las calles infestadas de perros hambrientos y de niños que corren dando gritos y se revuelcan en la aguacha”. Ahora es un pueblo turístico en miniatura, unas pocas casitas blancas y ocres, tres restaurantes. El siguiente pueblo, La Almadraba de Monteleva, es parecido, con casas bajas y cuadradas, pero algo más grande.
A la derecha, las salinas del cabo de Gata son una caja de acuarelas escudriñada por cigüeñuelas y flamencos. Y al otro lado, frente a la playa, entre coches y barcas, está el torreón de San Miguel. Fue construido en el siglo dieciocho para defender esta costa de los piratas, aunque sobre su puerta de entrada y en el muro que encierra el torreón han quedado unas letras de cerámica que indican un uso posterior por la Guardia Civil. En el chiringuito de al lado humean las brasas en la barca llena de arena sobre la que se hacen los espetos. Hay unas cuantas personas tomando el sol y bañándose, pero no demasiadas.
—¡Que me come el mar! –grita una niña tras ser arrastrada por una ola.
Un poco más allá empieza el pueblo de Cabo de Gata, que pertenece al municipio de Almería. Antes era un pueblo de pescadores, pero ahora hay más empleo en la agricultura y en el turismo. Es la localidad con más habitantes del parque natural, aun así sólo mil quinientos, y sobre la que hay más intereses urbanísticos, ya que se ha anunciado la construcción de trescientas viviendas turísticas. La organización ecologista Amigos del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar rechaza esta propuesta. No sólo porque aumenta la presión humana sobre el parque, sino también por el aumento del consumo de agua y de la necesidad de depuración de aguas residuales.
En el joyero del litoral español, estas costas del Cabo de Gata-Níjar son una belleza natural que resplandece. Una rareza en el supercementado Mediterráneo. Y también en Andalucía, la tercera comunidad con más superficie costera urbanizada, después de Cataluña y de la Comunitat Valenciana, según el último informe A toda costa de Greenpeace(*). En este estudio se pone la mirada sobre todo en los “ecosistemas costeros que todavía no han sucumbido al ladrillo” para pedir que se cuiden y se conserven. Especialmente aquellos que no tienen figuras de protección de la naturaleza, como la de Espacio Natural Protegido o Red Natura 2000, por ser más vulnerables. Entre las principales conclusiones de este informe destaca que la mayor proporción de ecosistemas costeros desprotegidos está en la costa norte. Donde más, en Asturias, seguida de Cantabria, Galicia y el País Vasco. Pero las comunidades en las que la biodiversidad de la costa tiene una mayor presión humana son Cataluña, la Comunitat Valenciana, Andalucía, el País Vasco de nuevo, y Murcia. Entre ellas, la Comunitat Valenciana y Andalucía sobresalen “por sus bajos valores de protección de la biodiversidad”, subraya Greenpeace, con el veintitrés y el diecinueve por ciento de los ecosistemas costeros sin protección.
Nota
*A toda costa, 2019. Análisis de los ecosistemas costeros vulnerables a la urbanización masiva del litoral. Textos: Greenpeace España en colaboración con el Observatorio de la Sostenibilidad.
Este texto corresponde al libro del mismo título publicado por Alfaguara.