La oscuridad se cierne sobre las butacas y en ese momento todos somos iguales. Mi hermana, de 15 años, que ha terminado allí casi por casualidad; la señora sentada a su lado, que durante las próximas tres horas llorará una veintena de veces; los dos adolescentes de piel rosácea y ojos azules sentados una fila antes, que comparten con mi hermana la edad pero no el idioma; y yo, que llevo más de un año esperando ese momento y que no puedo dejar de mover las piernas, como diría mi madre, como si estuviera trabajando con una máquina de coser.
Cuando Alexander Hamilton, uno de padres fundadores de Estados Unidos, fue declarado secretario del Tesoro en el año 1789, no sospechó, casi seguro, que su vida se convertiría cientos de años más tarde en un exitoso musical cuyas entradas serían casi imposibles de conseguir. Asimismo, cuando Lin Manuel Miranda, un dramaturgo, compositor y actor estadounidense de origen puertorriqueño estrenó, en 2015, su nuevo musical Hamilton, no imaginó que su obra sería en un fenómeno cultural imparable.
Siempre he sido una enfermiza aficionada de los musicales, pero ninguno había conseguido obsesionarme nunca de la manera que lo hizo Hamilton. Por ello, en enero del año 2017 decidí invertir gran parte de mis ahorros, acumulados gracias a mis largos veranos como becaria, en un precario viaje a Londres y un par de preciadas entradas para, un año y tres meses más tarde, poder ver con mis propios ojos ese musical que había escuchado tantísimas veces a través de unos pequeños cascos en mis eternas horas en el transporte público.
La teatral vida de Hamilton, que nació sobre las tablas del Teatro Público de Nueva York, ha llegado a todos los lugares porque una vez que se te mete dentro no encuentra la manera de salir. El musical asienta su base narrativa en el desarrollo de la trayectoria política de Hamilton, pero toda ella, al final, se diluye. Queda en un segundo plano que los estadounidenses ganen su independencia en la batalla de Yorktown o que Alexander Hamilton impulse su sistema económico. Todo es una excusa para adentrarse en un viaje emocional en el que mimetizarse con los personajes de la obra: con el villano Aaron Burr, que ansía el poder político pero siempre actúa con prudencia, esperando, pacientemente, a que llegue su momento; con la inocente Eliza Schuyler, que se desvive por su marido hasta que pierde esa inocencia y decide que es ella la que importa; o con su hermana, la astuta Angelica Schuyler, que antepone su propia felicidad a la de su hermana y ese amor ciego por su familia hace que nunca llegue a estar satisfecha.
El anhelado día llegó y yo me presenté en la puerta del teatro mucho antes de lo necesario. El ambiente del bar junto a la entrada estaba cargado y a mi alrededor voces foráneas se entremezclaban con otras mientras mi hermana se preocupaba por si no era capaz de entender los diálogos en inglés. Sin embargo, en ese momento mi atención no estaba con ella. No podía pensar más allá del hecho de que en unos minutos entraría a ver la obra que el mismo Gay Talese había tildado de “espectacular”.
Dejó Stendhal escrito que cuando, en el año 1817, visitó por primera vez la basílica de la Santa Cruz en Florencia, sintió algo que nunca había experimentado antes. Ahí nació el denominado síndrome de Stendhal. Se cuenta que, algunos viajeros, cuando se asoman a obras de arte de excepcional belleza quedan tan abrumados que sienten palpitaciones, vértigos y llantos incontrolables. No creo que haya experimentado algo así nunca, pero estoy segura de que lo más cerca que he estado de algo así fue cuando las primeras notas de Hamilton se hicieron dueñas del teatro y unas incontenibles lágrimas de emoción comenzaron a deslizarse por mis mejillas. No eran las mismas voces que llevaba escuchando más de dos años en la grabación del musical. Tampoco teníamos buenas butacas, pero, desde el tercer anfiteatro del Victoria Palace, más pegadas a la pared que a la boca del palco, el mundo de alineó para que yo pudiera estar allí en ese momento.
El descanso del entreacto me confirmó que no estaba loca, que aquello era arrebatador y no era la única persona embriagada por la obra. Mi hermana me confesó que “no era capaz de cerrar la boca” durante la mayor parte del tiempo. Sin entender buena parte de lo que decían se había fundido con la historia. Experimentó la agonía de Aaron Burr y empatizó con el sacrifico de Hamilton. Y a eso se reduce todo. A comprender a Angelica, cuyo objetivo es asegurarle a su hermana pequeña una vida feliz a pesar de tener que conformarse con algo que jamás será suficiente para ella.
La segunda parte fue igual de apabullante e incluso más emotiva. Ya no solo lloraba yo, impresionada por el momento, también lo hacía el resto del teatro. Cuando salí de allí me dolía la cabeza. Estaba exhausta por lo que acababa de ver. Mi hermana, haciendo gala de su adolescencia, intentaba que la gente no se diera cuenta de que yo tenía los ojos rojos de llorar. De vez en cuando, todavía se me escapaba alguna lágrima involuntaria. Tal vez sea un poco presuntuoso decir que la noche que vi Hamilton será una de las noches que se quedarán grabadas en mi mente para toda la vida. Pero estoy completamente segura de que así será.
Éxito mediático
Igual que Lorelai Gilmore le contaba a su hija Rory en un episodio de Las chicas Gilmore (CW, 2000-2007) que encontrar entradas para ver Los productores era imposible, son incontables las referencias a Hamilton en todos los productos audiovisuales estadounidenses. Las Gilmore, en su vuelta a las pantallas en 2016, hablaron de ello, así como lo hicieron en algunas de las series con más audiencia de la actualidad: Modern Family (Fox, 2009), This is us (NBC, 2016), o la longeva Anatomía de Grey (ABC, 2005), que llegó a titular uno de sus capítulos con uno de los temas del musical. Pero el impacto no queda en lo anecdótico. Más allá de la superficie, la crítica también terminó rendida ante los pies de Miranda. Un Pulitzer, once premios Tony (los principales galardones del teatro estadounidenses) y un Grammy respaldan una obra que mezcla rap con rhythm and blues y el más clásico corte musical.
La fiebre de Hamilton cruzó el océano, pero no se quedó solo en su trasposición a Londres, sino que fue más allá. Llegó hasta España, donde puede que en las series no hagan referencias a la obra, pero sí ha tenido un calado en la prensa y el mundo del arte. ABC Cultural le dedicó prácticamente un número entero en junio de 2016. En El País y en El Mundo han dedicado sendos artículos a explicar qué es Hamilton y por qué debemos conocer y seguir la emergente figura de su creador, Lin Manuel Miranda. Hace poco Rosa Belmonte mencionaba el musical en una de sus columnas. Y, casi cuatro años más tarde de su estreno, los reportajes continúan apareciendo.
Hamilton no es el primer musical en atesorar éxito mediático exorbitado. Hace unos años todos ansiaban ver The book of Mormon. En 2002 la popularidad de Los productores era indiscutible. El Rey León lleva siete años representándose de forma ininterrumpida en la Gran Vía madrileña y Wicked ya forma parte ciertamente de la cultura popular. Algunos opinan que Hamilton morirá pronto de éxito y, aunque está por ver, el musical ha conseguido algo que ningún otro a conseguido jamás. Que mi hermana, en su más tierna adolescencia, llegue al borde de las lágrimas mientras Alexander Hamilton y Eliza Schyler lloran la muerte de su hijo… Que sintiera, aunque fuera por un instante, qué significa sacrificar tu vida para hacer feliz a otra persona… Que lo entendiera ella; que lo hiciera la señora sentada a su lado y los dos adolescentes de piel rosácea y ojos azules de la fila de enfrente… Que lo entendiera yo…