Me desperté sabiendo que no iba a ser un día normal y que lo que iba a ocurrir tendría consecuencias. Una de las personas que más admiro, un testigo implacable, me había dejado un mensaje en el que me decía que tuviera cuidado. Me tomé la advertencia muy en serio. Desayuné con calma y luego me fui al metro. Estaba nervioso. ¿Tan difícil iba a ser?
El viento barría las hojas por la Sexta Avenida, sin frío. Al llegar al cine, Jesse ya estaba esperando, sentado junto al kiosco. Pamela apareció por entre los taxis y pequeñas columnas de aire, basura y hojas y los tres juntos subimos a la sala 2. Eran las 10 de la mañana y por delante teníamos nueve horas y media de metraje sobre la destrucción de los judíos europeos: Shoah de Claude Lanzmann.
Escribir sobre ello me resulta, más que nunca, una estupidez. Hay lugares a los que no puedo llegar. No lo voy a intentar.
Sólo diré que Lanzmann estuvo presente en varios momentos del día y que su presencia en la sala a oscuras cargaba el ambiente hasta niveles insoportables. Recordé una mañana gris en una estación de provincias en Bélgica. Estaba solo y esperaba un tren que no venía y de repente una tristeza enorme me invadió y cuando finalmente llegó el tren sentí como si una sombra se hubiera posado sobre todas las cosas.
En el intermedio de la película nos dieron pizza y refrescos y todos, apenas veinte personas, estábamos en una salita fingiendo que las conversaciones y las cenas de esa noche tenían algún sentido -el instinto de supervivencia, digamos-. Durante la proyección, el silencio más denso que uno pueda imaginar. El silencio es la única banda sonora posible. Los aplausos a Lanzmann a cada descanso sonaban enlatados. Lanzmann dijo que su película era como una perforadora que va atravesando capas de verdad.
Mi plan ayer, desde antes de entrar a la sala, fue tratar de expulsar a la realidad inmediata: la ciudad, los amigos, esas cosas. Apagué el móvil y me hundí en la butaca. A los pocos minutos estaba hipnotizado. Unas horas más tarde, ya me había ido y al final de todo, a las nueve de la noche, ya no era el mismo. De vuelta a casa, caminé la Sexta por primera vez, subí a mi primer metro. Me encontré a tres compañeros de clase en el vagón que me miraban como si me hubiera metido algo. Les dije de dónde venía y sentí una incomprensión absoluta, como si manejáramos códigos y tiempos irreconciliables. Llegué a una habitación nueva y al abrir la botella de Pinot Noir me corté en un dedo y vi correr la sangre extrañado.
Me metí en la cama, cerré los ojos y vi trenes.