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Lapislázuli. La extraña vida de Agapito Pazos Méndez, que vivió 69 años encamado en un hospital

 

A sus 54 años, Agapito Pazos Méndez vivió su único día en el mundo. Conoció el mar en la costa de Galicia, recibió el beso de una mujer y comió su plato preferido. Nada mal para un condenado a no pisar la tierra. Luego lo devolvieron al Hospital Provincial de Pontevedra, donde había entrado a los 11 años y donde murió a sus 80, cuando tuvo suficiente de espiar el cielo por la ventana de la sala de medicina interna.

 

Esta es la vida de un hombre que pasó casi siete décadas encamado en un hospital. Su padrón municipal decía: “Agapito Pazos Méndez. Calle Loureiro Crespo, Hospital Provincial, habitación 415, cama dos. Pontevedra”.

 

La primera vez que lo sacaron del hospital, una siesta de mayo de 1984, asomó la cabeza para sentir el viento salado del mar.

 

La segunda vez, a fines de abril de 2010, fue para enterrarlo.

 

“Adiós al niño de la 415”, titularon los diarios gallegos primero y el resto de España después. El adulto con espina bífida y seso de niño que fue un secreto en vida y un tabú bajo tierra. Las versiones se recrudecieron entonces. ¿Quién era este inquilino que ocupó la cama de un hospital durante 69 años?

 

Una vez le preguntaron si comprendía que había un mundo afuera. Agapito señaló la calle y frunció el ceño. Como que los ruidos del exterior eran terribles para él.

 

 

*     *     *

 

Nadie podría decir que Pontevedra, en el noroeste de España, no sea una ciudad de gallegos mansos, macerados en la relativa quietud de sus 82.000 habitantes.

 

Franjo Padín Casas se da vuelta a toda máquina.

 

—¡Oye, ten cuidado con lo que dices! Agapito pasó su vida aquí adentro porque un hospital es peor que una cárcel, te encierran y no sales más. Vamos, que en todos los países los hospitales son siempre lugares peligrosos, con muchos secretos.

 

Con más de 30 años como cuidador de enfermos en el Hospital Provincial, debe saber de lo que habla. La fuga de Agapito al mar también fue un secreto, una maniobra arriesgada de la que Padín Casas no podía quedar afuera.

 

—Es que ese hombre llevaba toda su vida encerrado y queríamos quitarlo, pero teníamos problemas con las monjas. Lo quitamos tres cuidadores, Elías, Licer y yo, pero no recuerdo cómo. 

 

Marisol Dorado, una enfermera que dedicó 33 de sus 38 años sanitarios a atender a Agapito, dirá en otra ocasión que se organizaron para sacarlo durante la siesta sin que se enteraran las monjas.

 

—Sí, pero aguarda que es mi turno para contar. Te decía que lo metimos del lado del copiloto en un Renault 12, bien atado con el cinturón para que no se cayera. El fulano iba todo asustado, había muchos coches y él estiraba la mano para protegerse. Piensa que en su vida había visto uno. Lo llevamos hasta la costa de Lanzada–O Grove, que era la más cercana, y pusimos el coche contra un acantilado. Agapito quedó extasiado, con los ojazos fijos en las olas, sin decir palabra. Perdió el habla. Imagina qué sintió con el viento en la cara y ese mar lapislázuli. 

 

De regreso pasaron por la casa de una empleada del hospital y Agapito ligó un beso, una gaseosa y un pedazo de su queso favorito.

 

Cuando lo regresaron a la habitación 415, al atardecer, las monjas habían puesto el grito en el infierno.

 

Padín Casas habla en pose de denuncia:

 

—Sabes, para mí Agapito no era disminuido como dicen los demás. Preveía la muerte y esas cosas. Una vez fui a retirar un cadáver y me señaló a un enfermo, bajó el pulgar y dijo: “No te vayas muy leijos, que éste ya parte también”. No llegué a dejar el cadáver que ya me llamaron para buscar al otro. Él miraba a los pacientes y decía si iban a vivir o morir.  

 

El pulgar de Agapito era el de un César.

 

Los mismos cuidadores intentaron otra vez llevarlo a mirar aviones, pero las monjas se desquiciaron. Hubiera sido de leyenda, seguro. Pero los hubiera son tiempos que no existen.

 

 

*     *     *

 

Si hay precisiones pendientes en esta historia están sepultadas en la fila tercera del nicho 80 de la zona octava del cementerio pontevedrés de San Mauro: “Agapito Pazos Méndez, 11/12/1930-23/4/2010”. Lo que ocurre entre esas fechas es de una magia real, con olor iodado de hospital.

 

La gaviota negra es un documental en vías de darle detalles a los 80 años de Agapito. Lo prepara a cuentagotas Generoso Martínez Acevedo, quien en 1958, a sus 4 años, fue tratado en Pontevedra de una neumonía con dos inyecciones caducadas que lo despellejaron vivo. Pasó cuatro años internado en el Hospital Provincial, alimentado con yemas de huevo crudas y aceite de bacalao. Si hasta le tenían preparado el entierro y todo, pero sus recuerdos son de correr por los pasillos del hospital empujando a Agapito en una silla de ruedas.

 

—La primera vez que lo vi, Agapito estaba contra un ventanal con ropa azulada. Parecía una niña. Una vez que recuperé fuerzas, me gustaba hacerlo rodar por los pasillos. Otra vez lo llevé al depósito de los muertos. Ya se sabe, travesuras de niños, y eso que él ya tenía 30. Pasamos cuatro años con Agapito jugando en un lugar de muerte. Y así y todo vivimos.  

 

Es que la muerte es una señora demasiado seria para jugar con niños. Si había en ese hospital dos compadres del alma, eran Generoso y Agapito. Tanto como para que Generoso recuerde que por la cabeza de Agapito pasaba otro mundo, un mundo hecho de sentidos, palabras y gestos que hacían del hospital su universo.

 

El tiempo hizo de las suyas y Generoso no volvió a pisar el hospital. No se pudo despedir de su amigo.

 

Con los años pasaron cosas, y para responder a mil preguntas hace falta un periodista de los de antes. Hoy es otro día en Pontevedra y Celestino Vieitez cuenta que debe haber dado la vuelta cuatro veces al mundo, pero que la de Agapito fue la nota más complicada de su vida.

 

—Me entero de que este hombre llevaba 50 años en la cama del hospital, pero me encuentro con todas las trabas políticas porque Agapito costaba al contribuyente una cantidad de pesetas bestial y no querían que eso se supiera. Entonces todos huían de darme información, y cuando la Administración se entera me amenaza con que lo iban a trasladar a un centro especializado a que quedara a su suerte. ¿Quieres saber lo que hice?

 

Celestino fundó y redactó El Sol de Sanxenxo, un periódico quincenal de tres mil ejemplares que costaba 100 pesetas aquel diciembre de 1989 en que tituló Agapito, 50 años encamado en el hospital provincial. Acompaña una foto de Agapito sonriendo sin mirar a la cámara, tapado con una colcha cuadriculada y apoyado en su brazo izquierdo, y el epígrafe: “Es testigo silencioso de las alegrías y desvelos del Hospital Provincial desde hace medio siglo. Su cama y su habitación es todo su reino”.

 

Fue su único reportaje en vida. Celestino escribió aquella vez: “Ninguna de las personas entrevistadas supo concretarnos con exactitud la fecha en que fue recogido un pequeño niño que apareció envuelto en un mantel a cuadros azules y blancos, en un verano de los años 30. El recién nacido sería criado con todo mimo y cariño por los 30 empleados con que contaba el centro por aquel entonces. Que se sepa, nadie de la familia de este crío se preocuparía de él, hasta que a finales de los años 50 se acercó por el hospital un joven que dijo ser su hermano y que le hizo compañía durante dos horas. A partir de ese punto, los funcionarios más antiguos no recuerdan a ningún familiar de Agapito que se acercase a visitarlo”.

 

La nota se pierde en nombres de médicos y monjas que convivían con Agapito, y remata: “Agapito no puede expresarse verbalmente de una forma normal, habla por una especie de gruñidos y tan sólo es comprendido por unas ocho personas. Sin embargo, su inteligencia es sobresaliente y no se le pasa por alto ningún tipo de detalle. Cuenta con un televisor y una radio, manejando su puesta en marcha con un interruptor eléctrico colocado en la cabecera de su cama. Su apetito es bueno, desayunando grandes tazones de pan con leche, y sus mejores amigos son los muñecos. En su monótona vida se destaca la visita que realizó en el año 84 a Sanxenxo, con el único fin de ver el mar”.

 

—Tú dices que la nota se pierde, pero bien liado estuve por escribirla. El valor del reportaje estuvo en que se descubrió una vida que no era normal, pero a la vez no di pistas de gastos porque las repercusiones podían costarle el puesto a gente de la Administración involucrada en el fraude, entre comillas, de un costo que no se debía mantener. No querían desprenderse de Agapito porque era el hijo de todos. 

 

Y Celestino cedió, no fuera a ser cosa que… El reportaje se publicó con la cautela de una penitencia y no hubo debacles ni púlpitos atronadores. Nada impediría el transcurrir de Agapito como un baúl en los fondos de un hospital que arrancó en 1890 como el asilo más importante de Galicia.  

 

“Durante este año de 1941 fueron atendidos en el hospital 3.016 enfermos: 2.088 hombres y 928 mujeres, de los cuales fueron alta por curación 1.845 hombres y 792 mujeres”, dice el investigador Antonio Días Lema en su Historia del Hospital de Pontevedra. Uno de esos 3.016 era Agapito. El alta, que en realidad fue su baja, tardó más de 25.000 días.

 

 

*     *     *

 

Pontevedra-Madrid

 

Estimado periodista:

 

Supe de su interés por la historia de Agapito. Le diré algunas cosas, pero como ex director del hospital prefiero que no revele mi nombre para tranquilidad de mi conciencia y del secreto médico que nadie está dispuesto a romper.

 

Digamos que para comprender hoy el caso Agapito es necesario comprender el concepto del individuo enfermo en la beneficencia. Para la época de la Guerra Civil el hospital cumplía funciones multiuso, diferente de lo que hoy se entiende por un hospital, y la beneficencia era para tratar a los pobres. La leyenda cuenta que Agapito baja de un pueblo de la montaña, del lado de Lalín, pero los enfermeros más viejos nunca se pusieron de acuerdo en la fecha. Lo recibe una monja de muy pequeño, venía metido en un cajón rústico con forma de cuna y ya tenía las piernas inválidas. No había otro hospicio preparado para tratar a inválidos, y eso explica por qué se quedó. Se dice que estuvo una temporada en el hospital y volvió a su casa, pero al cabo de unos meses se lo volvió a ingresar por alguna enfermedad y ya nunca más se lo quitó.

 

Yo llegué al hospital en los ‘70 y me encontré con Agapito en la sala de Medicina Interna: eran esas salas antiguas, de piso de madera, con veinte camas de un lado y veinte del otro, y Agapito ocupaba una en el medio. Tenía un coeficiente medianamente bajo y hablaba un gallego cerrado, dificultoso, pero comprendía perfectamente lo que ocurría a su alrededor. Desde allí vigilaba a todo el mundo y si faltaba una cartera o sucedía algo fuera de lo común, él nos avisaba. Al punto de que guardaba la llave del armario de los medicamentos durante la noche y los domingos. Cuando yo entraba en la sala, hablaba primero con él para que me diera el parte de los enfermos.

 

Pensar que este señor vivió todos esos años en una sala donde había enfermos y enfermedades de todo tipo y jamás hizo infecciones ni úlceras, habla de que la unidad de enfermería lo tenía como oro en paño. Agapito fue pasando de generación en generación, sobrevivió a infinidad de jubilaciones pero siempre hubo quien se encargaba de su cuidado.

 

Con los años cambió el mundo y cambió la tradición hospitalaria en Pontevedra. Se tiró el viejo pabellón donde estaba Medicina Interna y se hicieron habitaciones con dos camas y un cuarto de baño para cuatro. Agapito llegó al final de sus días en la cuarta planta del hospital, con una ventana que daba a la calle y un televisor. Parece que le describiera al cliente de un gran hotel; pero algo así era.

 

Acabado el franquismo se les concedió una pensión a los discapacitados y una asistenta social le consiguió un dinerillo que Agapito guardaba en una caja de caudales al pie de su cama. Porque era suya, no del hospital: una cama de reserva perpetua que nunca se puso como cama de hospitalización para que nadie pudiera ocuparla ni trasladarlo. Incluso cuando pasamos a depender del Servicio Gallego de Administración se transfirieron todas las camas menos la de Agapito porque no figuraba en los papeles, no existía para nadie más que él y punto.

 

Ni siquiera cuando a fines de los ‘80 un gerente intentó trasladarlo a un asilo porque no le cabía en la cabeza que Agapito estuviera tanto tiempo en el hospital. Se le argumentó que los enfermeros eran su familia y que todos en el hospital lo entendíamos así. Además, y esto se lo pregunto a usted, ¿no es de sentido común creer que ningún asilo estaba preparado para recibir a un niño tan grande?

 

Hay una anécdota muy bonita y es que lo llevaron a conocer el mar. La Diputación tenía en O’ Grove el sanatorio para niño tuberculosos de los huesos y usaron esa excusa para meterlo en una silla de ruedas y bajarlo a la playa. Vino encantado, muy asombradito. Hoy eso no sería posible por la tutela jurídica de los enfermos, pero hablamos de una época en que se llevaba a los muertos en las furgonetas como si nada.

 

De sus padres no sé nada. Se rumoreaba que la familia vino a visitarlo algunas veces al principio, cuando recién lo metían en el hospital, pero luego ya no volvió. No nos queda otra que apelar a la memoria, porque en 2004 un incendio destruyó el almacén con los archivos del hospital y se perdieron los informes clínicos de todos los pacientes. El pasado de Agapito desapareció como la historia misma del hospital.

 

Hay muchas otras leyendas misteriosas alrededor de Agapito, pero dudo de que sean ciertas. Esta historia podría haber pasado en cualquier hospital del mundo. Es una historia de humanidad. Por favor, cuando escriba sobre Agapito subraye humanidad.

 

 

*     *     *

 

No es bueno ver morir a un personaje de la infancia. Agapito agonizaba por un derrame y porque, según la enfermera Marisol Dorado, desde que lo subieron al cuarto piso, en 1974, el niño se desorientó y le tocó envejecer.

 

A ella la llamaron el 23 de abril de 2010 para que corriera al hospital. Llegó deshecha y se quedó con Agapito hasta que lo llevaron en un cajón, igual que lo trajeron 69 años antes. Sentía que esa muerte los mataba también a los enfermeros, y eso que desde pequeña la habían acostumbrado a las ferocidades de la vida: su padre, el enfermero José Dorado, le contaba sobre un niño que habían abandonado en el Hospital Provincial con las piernitas truncas, metido en un cajón.

 

Ni modo de adivinar que ella entraría a trabajar en Medicina Interna a sus 18 años y que pasaría los siguientes 33 con Agapito. Se dedicó a alimentar a los enfermos y limpiarles el culo, pero se impacientó cuando Agapito, que la miraba con desconfianza, le pegó tres bastonazos. “Oye que tú serás mucha cosa, pero mejor te calmas o dejo entrar a esa gaviota, ¿la ves?”. Agapito miró con terror al pájaro libre y largó el bastón. 

 

Desde entonces, pobre de él si le tironeaba el uniforme a una enfermera para verle las tetas o se negaba a comer: “Mira que llamo a Marisol y mete a la gaviota”. Y Agapito comía de mil maravillas. Marisol nunca lo recordó más feliz que cuando le daban queso. Excepto esa vez que una gaviota entró de veras y picoteó la feta del plato. “¡Queiso, queiso!”, gimoteó Agapito, y a Marisol se le rompió el corazón. Se especializó en los músculos de su cara para saber cuándo tenía hambre y cuándo sueño, pero le sorprendía que nunca llorara.

 

En eso estaban cuando alguien preguntó por qué ese hombre llevaba tantos años internado. Ahí la cosa se puso fea: la Diputación les colgó a los enfermeros el teléfono y la dirección les cerró la puerta. “Escuché que el padre de Agapito es alguien muy importante en Pontevedra y por eso está bien protegido”, dijo uno, y ese decir se propagó contagioso por el hospital.

 

Marisol jura que desde la dirección se taparon cosas, y que no está claro que esa Maruja que apareció ahora sea la hermana de Agapito. Como que tampoco cierra que nadie de la dirección haya estado en el entierro: Agapito es tabú aún muerto. Lo dice y se deja caer en la silla, sin ánimo para nada excepto para llevarle flores al cementerio de por vida, lo que en su mundo privado la conecta con esa tarde en que se las ingenió para sacarlo de la habitación y subirlo al Renault 12 que enfiló al océano.

 

Por eso a Marisol le enoja que alguien diga que Agapito era un pobrecito; porque él, cuenta ella, no conoció otra vida ni conoció otro mundo, pero esa vida y ese mundo lo hicieron feliz en su infancia perpetua. Tuvo sus navidades, sus propios cubiertos y sus regalos, como ese enorme perro de peluche de una paciente que falleció y fue a parar a la pieza 415.

 

Lo que pasaba por su mente ya es otra historia.

 

 

*     *     *

 

Pueblo de Anzo. Lalín, Galicia

 

Tú te viniste de tan lejos para entrevistarme porque lo es tu destino. ¿Hablas gallego?

—No, señora Maruja. Mejor español.

Lo haré intento en español. ¿Cosa quieres saber?

 

—De Agapito. Cuénteme su historia. ¿Conoció a su hermano?

¡Pues claro! Somos tres hermanos de tres padres diferentes. Nacimos en Lalín: Manuel en el ’28, Agapito en el ’30 y yo en el ’37. Me adoptaron unos señores y trajeron a Anzo porque sabían que era una niña sola sin cuidados. Mi madre la vi sólo una vez, murió cuando yo con 8 años. Mi hermano mayor, que está malito ahora, se vio con recursos de nada cuando murió mi madre y encima con Agapito que no tenía columna. Y Manuel todo el día trabajando la labranza y cargando a Agapito en la espalda. Dime, ¿te parece bien cargar con un niño a los 13 años? Entonces la vida muy dura para todos.

 

—¿Es así que abandonan a Agapito en el hospital?

Eso que abandonan es mentira. Unos vecinos ayudan a Manuel con la entrega de Agapito para que estese más descansado. Entonces lo dejan con 11 años en el hospital y yo más grande lo visitaba seguido y él me decía que lo llevara a casa y yo no podía llevarlo. Con Manuel fuimos muchas veces a verlo y Agapito nos miraba fijo, pero siempre mejor que se quedara en el hospital porque ahí lo cuidaban bien y Manuel y yo teníamos muchos hijos. Nunca pensamos en quitarlo, no tenía sentido.

 

—En el hospital se dice que el padre de Agapito era alguien importante.

No sé quién su padre, pero Agapito no era hijo de nadie importante. Agapito era Pazos Méndez, el apellido de mi madre. Sé que el padre de Manuel era un cura, pero la vida de Agapito más única que todas porque estuvo en el hospital siempre.

 

—¿Nunca le pidieron los médicos quitarlo del hospital?

Yo no podía quitarlo porque estaba con familia adoptiva que me decía qué hacer. En el hospital Agapito estaba todo contenido pero yo pensaba qué difícil para él, mejor morirse que vivir así toda la vida. Una vez lo llevaron a ver la mar. ¿Lo sabías?

 

—¿Cuándo lo vio por última vez?

Dos años antes de su morir. Fuimos con Manuel pero Agapito no hablaba ni no miraba, ya muy malito. Nos enteramos por la tele de su morir, el hospital no me avisa. Todo así, medio misterioso. Agapito no es el único que tuvo vida complicada. 

 

 

*     *     *

 

Hasta que un día lo sacaron al mar. Los enfermeros Padín Casas y Dorado ya contaron lo suyo. Que el remate sea del ideólogo de la fuga, el cuidador José Licer:

 

―Pongamos que te cuento que Agapito me decía “mira, la caille” porque desde su ventana nunca vio otra cosa. Que a mi entender no tenía precisión del tiempo ni del mundo de afuera. Que su percepción del bien y del mal eran otras y que en los 31 años que pasé a su lado no logré comprender jamás su raciocinio, pero que sé que en su interior percibía la muerte. Que Agapito en el hospital fue un icono oculto, un murmullo que se agranda cada día sin vistas a morir. Déjame decirte que nada de eso se compara con los ojos que puso en el mar.  

 

Reducir la vida de un hombre de 80 años a un manojo de líneas suena irrespetuoso. Mejor dejarlo frente al mar, con el viento en la cara. Sin palabras.  

 

 

 

 

Alejo Gómez Jacobo nació en Córdoba, Argentina. Trabajó en el diario La Voz del Interior (Córdoba), en la Agencia Alemana de Prensa (DPA, Madrid) y actualmente se desempeña en el diario Día a Día (Córdoba). Es coautor, junto con la periodista Ana Mariani, del libro La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración (Aguilar, 2012), de la que se publicó en fronterad un fragmento: “Soy hijo de un represor”. En 2008, la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) le otorgó una mención en la categoría Derechos Humanos por su cobertura del primer juicio por delitos de lesa humanidad en Córdoba. En 2006 y 2011 sus investigaciones periodísticas ganaron el primer premio en el concurso de periodismo Rodolfo Walsh que organiza el Sindicato de Prensa de Córdoba. Fue becado por el Curso Iberis para Jóvenes Periodistas Latinoamericanos para trabajar en Madrid.

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