Vete a Laponia, dice el empresario, un ser humano corriente,
subido en su estrado, representando furibundo su papel de mandamás
en el teatro de la vida, convencido de ser el que levanta la ceja y a la vez la mano,
demiurgo del destino de los otros, claramente inferiores
-no están en el atril de la CEOE, desde donde se dirigen sus destinos-,
vete a Laponia si hace falta, pedazo de vago, sugieren las escamas de ira que brillan en sus ojos,
y no matiza el empresario,
al primer trabajo que te ofrezcan, parado gorrón que cobras el subsidio, vete a Laponia si te ofrecen trabajo, o pierdes el regalo del Estado -habla de él como si fuera suyo, porque en el teatro, él está convencido de que le pertenece, él tiene más derecho que nadie, no en vano consigue que las leyes se hagan a su medida-,
vete a Laponia si te ofrecen un trabajo de mil euros,
no importa que dejes tirada a tu familia, no puedas mantenerla, no veas en un año tus hijos, abandones tu casa, tu ciudad, tus país -un país incapaz de ofrecer nada al que debe marcharse-, vete a Laponia, ¿no ves que esta «nación económica» es nuestra?, probablemente ni nos votan,
se lo aseguro, presidente, dice el empresario,
seguro que esos parados ni siquiera nos votan, ¡que se vayan a Laponia!,
grita en el estrado equivocándose doblemente -muchos les votaron-
como si Laponia fuera un país,
algo que él sabe, seguro,
lo que ocurre es que ha realizado un hábil ejercicio de síntesis:
parado, ha querido decir el empresario, si te ofrecen un trabajo
vete a Suecia o a Finlandia o a Rusia o a Noruega,
la única condición es que esté muy al norte, en el Círculo Polar,
donde haga mucho frío y te jodan bien, pedazo de molestia,
puedes dedicarte al pastoreo del reno, con el pueblo sami,
ponerte unos esquís o entrenar a los perros de trineo,
o, mucho mejor, aplicarte en la construcción de iglús,
igualito que hemos hecho en España mientras daban dinero,
amasábamos hipotecas,
ladrillos de hielo, uno sobre otro, que desaparecen de la noche a la mañana,
derretidos,
una vez que el negocio no funciona,
toda la maquinaria de un país, la construcción de iglús,
sólo que en España, ya se sabe, es el país del sol,
el turismo es la única salida,
atraer a quien puedan pagarlo,
tú no.
Por eso, insisto, dice el empresario, digo bien,
es a Laponia adonde tienes que ir, es allí donde te conviertes en hielo,
exclama perfectamente teatral,
ese teatro rancio español que daba vergüenza ajena escuchar
y parecía haber desaparecido,
a punto de semejar un dictador pero sin serlo,
pero propiciando dictados.
Lo que no sabes, lo que ocultas, portavoz de grandes empresas,
es que Laponia ya está aquí.
No era una país ni una zona polar, es un estado de ánimo:
es el miedo y la indignación que desde hace unos días, muy pocos, tienen todas las personas con las que hablas, como no había ocurrido desde el 11M -me atrevo a recordar, aunque sean días peligrosos para quien osa recordar un triste ayer-,
y esta vez no me refiero a los parados,
sino a los que todavía no se tienen que ir a Laponia,
porque está justo debajo de nuestros pies,
Laponia es una España sin trabajo o atemorizada a ser despedida por cualquier razón,
especialmente por enfermedad, días de ausencia,
pobrecito, dice tu madre, pilló un cáncer y encima lo despidieron,
no exageres, contesta el del estrado, si al fin y al cabo se iba a morir,
uno menos en la lista del paro.
Laponia es el aire de los pasillos del metro donde cada día hay más músicos pidiendo,
algunos son señores de sesenta años, con la chaqueta todavía decente, de empresario,
que han sacado del baúl la flauta dulce de la infancia,
o se la han pedido a sus hijos, o al nieto,
nene, ¿la necesitas esta semana en el colegio?,
y se han sentado en el suelo a tocar cualquier cosa, melodías aprendidas al final de los cincuenta,
canciones infantiles de aquella España, himnos de la mili franquista,
cualquier cosa, ritmos ilusionantes de aquella democracia que construíamos entre todos,
también mis manos contaban,
los dedos que ahora tapan y destapan la flauta dulce del nieto,
a cambio de una moneda, señor empresario, mi semejante, mi hermano,
hipócrita lector, se lo ruego,
no le importe que algo desafine, señoras trabajadoras interinas -ya interinas para siempre-,
una moneda a cambio de un sonido
-al fin y al cabo se produce respirando-
ahora que vivimos en Laponia.