Los vecinos de Ruan acechaban al ejército prusiano desde sus habitaciones en penumbra y sentían el enloquecimiento. La misma sensación que reaparece siempre que la seguridad ya no existe, escribe Guy de Maupassant en su magistral Bola de sebo. Hoy no nos invade ningún ejército enemigo, pero otra fuerza, más sutil, más inefable o resbaladiza, provoca en nosotros ese mismo enloquecimiento: la ligereza. Vivimos en tiempos imprecisos. Parece haberse instalado a sus anchas una sensación general de indefinición, una extraña levedad. Como si la realidad hubiera adelgazado. Tal vez porque hemos renunciado a comprender el mundo y a dedicar el tiempo que exige el calado, gana terreno aquella ligereza; cada vez resulta más difícil que algo deje huella. Y nada produce más inseguridad ni más soledad. Los estímulos son incontables pero vagos, nuestra atención no descansa, no aprende, sólo se agota tratando de traducir impactos que no dejan poso, y que le llegan por todos los costados tecnológicos. Ante este panorama complejo querríamos guarecernos en la penumbra de nuestras habitaciones tratando de controlar nuestro enloquecimiento, para, de alguna manera, escapar.
La cultura, y con ella el teatro, son casi siempre vías de escape del alma y protección contra la locura. Pero frente a un panorama tan aturdidor cada vez resulta más difícil discernir, y desorienta y desasosiega el hecho de que nuestra sociedad no sólo acoja, sino que en muchas ocasiones celebre, manifestaciones culturales superficiales. Por ello, el oficio de crítico (una profesión basada precisamente en el espíritu crítico, en la habilidad para distinguir) parece hoy más pertinente que nunca. Quizá más que en épocas anteriores el espectador necesita encontrar un filtro fiable, una mano que le guíe hacia aquellas obras con capacidad de conexión que sí le supondrán vivir un acontecimiento, que significarán algo y le removerán la conciencia, mitigando el dominio de la ligereza reinante.
Y, sin embargo, se percibe y se habla de una crisis de la crítica: con la proliferación de opiniones culturales en internet ha perdido influencia y visibilidad. Todos se sienten con derecho a opinar y no se reconoce la autoridad del crítico, se le reprocha que se ejerce la crítica mayoritariamente de un modo vago y poco independiente. Siete expertos críticos teatrales convocados en las entrevistas que siguen abren el telón de su propia representación y desentrañan su papel a partir de siete interrogantes: 1) ¿Cuál es la función de la crítica de teatro? 2) ¿Puede hablarse de crisis de la crítica? 3) ¿Hoy en día se ejerce la crítica de teatro en España con independencia? 4) ¿Cómo es una buena crítica de teatro? 5) ¿Qué hace que una obra sea buena? ¿Qué rasgo define y une a las buenas piezas de teatro? 6) ¿Qué obra de las que ha visto últimamente recomendaría, y por qué? 7) ¿Tiene el crítico de teatro alguna deformación profesional que le haga ver la vida de un modo particular?
José Monleón presta a estas páginas la voz de alguien que ha ligado sus ochenta y cinco años al teatro. Escribió crítica en las revistas Triunfo y, sobre todo, Primer acto, revista que fundó en 1957 y todavía dirige. Monleón recibió en 2004 el Premio Nacional de Teatro por su trayectoria. Javier Vallejo ejerce la crítica teatral en el diario El País y ha estado estrechamente vinculado a la revista teatra. María José Ragué-Arias es una reconocida crítica y estudiosa de la Universidad de Barcelona. Juan Ignacio García-Garzón es crítico de teatro del diario ABC y en fronterad escribe el blog Entrada libre. Pedro Barea, además de crítico, es catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad del País Vasco. Juan Antonio Vizcaíno fue crítico de teatro del diario La Razón (quinientas de sus críticas están recogidas en su blog El meteorito del teatro) fundó y dirigió la revista teatra hasta su último número y en fronterad mantiene el blog Huerta del Retiro. Miguel Ayanz ejerce la crítica en el diario La Razón, y recoge también sus textos en un blog Notas desde la fila siete, la fila en la que los críticos suelen tener reservadas sus localidades.
Reproducimos a continuación sus respuestas íntegras, enviadas por correo electrónico, sin repetir las preguntas, pero respetando el orden y entresacando de cada intervención una idea llamativa.
José Monleón: “Una deformación ‘humana’ es el sentimiento de creerse siempre en posesión de la verdad y el juzgar a los demás categóricamente”
Hay hasta tres versiones de la crítica: 1) La gacetilla de lo ocurrido con alguna referencia cultural. 2) La aplicación de los criterios establecidos o dominantes. 3) Una combinación de la confrontación personal del crítico con la obra y del examen de su posible significación estética y social, en su tiempo y en el nuestro. (Obviamente, en los casos 1 y 2 se está, consciente o tácitamente, al servicio de la Poética Establecida. En el 3, entramos en una concepción viva, creadora, de la crítica, relacionada con el debate de las ideas.
Para muchos la crítica es periodismo cuando cuenta lo sucedido y destaca algún elemento coyuntural. Yo creo que las buenas críticas pertenecen al apartado 3, siempre que no caigan en el narcisismo y el crítico se sienta interlocutor y no juez.
De todo hay. Lo malo no es tanto la dependencia consentida, que acaba siendo perceptible, como la dependencia inconsciente, de los que se creen independientes cuando cantan el himno nacional.
¿Buena para quién? Dejando a un lado el simplismo de los que consideran que una crítica es buena cuando habla bien de ellos, sólo el maniqueísmo puede ir a la caza de obras buenas y malas, para, en definitiva, justificar una ideología. Lo importante es que “pongan a prueba al crítico”, que le obliguen a comprometerse y a participar. Creer que el crítico dispone de un Código, que debe aplicar, equivale a adulterar su importante función. Al crítico lo necesita el teatro como parte del debate.
Que revelan al espectador una parte de sí mismo y lo introducen en dimensiones del mundo y de la sociedad desconocidas. Que le hacen preguntas, cuestionan las respuestas tópicas y le obligan a profundizar su visión de los conflictos.
Por razones de salud, llevo algún tiempo sin salir de casa, y, por tanto, sin ir al teatro. Lo significativo es que, a menudo, siento más actuales, más recomendables algunas de las que vi durante mis décadas de crítico teatral, que otras cronológicamente posteriores. Ningún juicio teatral, en su sentido puro, puede separarse totalmente de las circunstancias históricas en que vimos la representación. En el fondo, todo lo que se representa en un escenario está siempre dentro del decorado de su tiempo y, cuando perdura, es porque perduran sus conflictos. Recomendar una obra supone transmitir la relación entre la historia dramática y un momento dado de la historia de la humanidad.
Creo que el espíritu crítico es inherente a todas las personas libres e interesadas por los demás. Una deformación humana es el sentimiento de creerse siempre en posesión de la verdad y el juzgar a los demás categóricamente. En el caso del crítico teatral, que juzga a tantos personajes, a menudo en situaciones límite, es una deformación tentadora y tontamente gratificante, que puede traducirse en la construcción de una imagen de dureza o de bondadosa tolerancia.
Javier Vallejo: “El crítico debe de oponer una fuerza equivalente al que viene avasallando, ser delicado con el débil, educado con todos y, ante la duda, ser generoso”
El crítico aparece con el nacimiento mismo del teatro, es decir, cuando, durante una danza mímica ritual, puesto que el teatro nace del rito, alguien que se quedó observando a los danzantes ponderó su desempeño. El crítico es, en definitiva, un espectador que toma la palabra al terminar la función, del mismo modo que el actor es un miembro que se individualiza del coro en época de Tespis. Podría decirse que el crítico es al público lo que el actor al coro. El crítico introduce, pues, un factor objetivo: a base de ir catando espectáculos, aspira a precisar el buqué, la composición y la añada de cada uno. Como el sumiller, puede poner al aficionado en la pista de un caldo poco conocido con inmejorable relación calidad-precio, ofrecer alternativas a ese caro Rioja cien veces laureado y alertar de que cierto tinto de prestigio en envase de diseño salió apagado y sin cuerpo. Sin crítica, el talento artístico se queda sin tasar. El crítico debe de dirigirse por igual a los creadores del espectáculo y a sus productores, al público especializado, al ocasional y al lector curioso que, paseando por las páginas del periódico, se detuvo en la crítica al reclamo de una foto sugerente o de un titular expresivo. El artista tiene en el crítico un alter ego capaz de retratar su trabajo con gracia, de interpretarlo desde una perspectiva inédita, de desmenuzarlo si dispone de espacio suficiente y de contestarlo cuando fuere preciso.
De la crisis de la crítica, como de la del teatro, se habla desde que el género existe, lo cual es síntoma de que goza de una mala salud de hierro. Actualmente, la crítica emerge con fuerza renovada como género transversal: no hay información que valga el tiempo que empleamos en leerla si no está escrita con sentido crítico. Fatigado de la sobredosis diaria de noticias clonadas, reportajes promocionales y entrevistas sin mordiente, el lector habitual demanda un trabajo periodístico más elaborado, que escasea porque requiere tiempo de cocción. En la era de la oferta digital masiva, la crítica aporta valor añadido a los medios que la ofrecen en tiempo y forma. De que el apetito por la crítica teatral no ha disminuido pueden dar fe, en primer lugar, programadores y productores, pues, antes de contratar sus espectáculos, aquellos siguen pidiendo a estos que les envíen las reseñas publicadas, para tener más elementos de juicio. También dan fe las páginas web de compañías, empresas distribuidoras, actores y directores, que reproducen orgullosamente las buenas críticas, como garantía de calidad del trabajo realizado. La onza de crítica cotiza entre creadores y productores a un precio notablemente superior que las de reportaje, entrevista y gacetilla. Descubrir la mena de lo nuevo es una de las tareas que más alegrías proporcionan al crítico. Espectáculos que no cuentan con nombres mediáticos en el reparto, o que se estrenaron en una sala pequeña y periférica, reciben un empujón decisivo cuando aparece una reseña ponderando sus valores con entusiasmo fundamentado. Salas que estaban vacías al día siguiente del estreno se medio llenan el tercer día si apareció una crítica favorable y se abarrotan pocos días después, pues las buenas opiniones corren de boca en boca. Por lo general, para que la crítica produzca semejante efecto benéfico debe de ocupar un espacio amplio y llevar el apoyo de una foto expresiva. Pero también hay público que descarta ir a alguno de esos espectáculos que-no-puedes-perderte-de-ningún-modo después de haber leído la oportuna reseña, que en estos casos actúa como un corrector de acidez.
La crítica es primero un género literario. No hay buena crítica mal escrita. La crítica no es una mera opinión, sino un mapa a escala que delimita las fronteras de un espectáculo, dibuja su orografía y señala sus topónimos. En la prensa diaria, la crítica tiene dos condicionantes principales: la premura con la que debe escribirse para que salga sin retraso y el espacio disponible, a menudo menor de lo deseable, pero esta escasez espacio-temporal no debe hacernos perder de vista que las reseñas, como los relatos breves y los micro ensayos, por periodísticas que fueren, son más sabrosas cuando tienen un veteado literario. En plena revolución digital, cuando el papel impreso es un bien escaso, el crítico debe procurar dirigirse a todos los lectores, independientemente de si están interesados en las artes escénicas o no. La reseña, género polifónico, ha de hablarle a cada cual en su longitud de onda: ser espejo de plata del creador, médium para el público, escala amena en la navegación del lector genérico y útil acta notarial breve para quién estudie el teatro de nuestra época en el futuro. La crítica a menudo está llamada al fracaso trágico, porque los mejores espectáculos son inaprensibles, o al fracaso cómico de ser un pálido reflejo del original. La crítica airada o destructiva y la crítica hiperbólica están condenadas, en cambio, al fracaso dramático: parecen sucedáneos de un juicio. El crítico debe de oponer una fuerza equivalente al que viene avasallando, ser delicado con el débil, educado con todos y, ante la duda, ser generoso.
La independencia, en la vida y en la prensa, se gana siendo asertivo y perdiendo el miedo a decir lo que no conviene. A quienes utilizaren vías de presión directa o indirecta cabe hacerles ver, con buenas malas críticas cuando proceda, que quien sale a la palestra, sobre todo cuando lo hace con dinero público, debe someterse sin temor al público escrutinio. Los peligros que acechan a la crítica no son, pues, muy diferentes de los que acechan a la información.
¿La proporción áurea? Sugiere Peter Brook en Hilos de tiempo que la calidad es objetiva, como la belleza. Claro que lo decididamente bueno salta a la vista, que la belleza habla por sí sola y que la verdad escénica tiende a imponerse, pero no son tan frecuentes los espectáculos donde bondad, belleza o verdad se manifiesten en estado puro, juntas o por separado: en casi todos, el acierto se entrevera con lo manifiestamente mejorable. En un texto fallido puede estar el germen de un gran autor potencial, y los intérpretes de un espectáculo mal resuelto pueden actuar con una energía contagiosa. Sin ser complaciente, la crítica debe de tener una orientación positiva y detectar el grano en la paja. Hay espectáculos que se sostienen porque el texto los sostiene, otros, por los actores o por la lectura que el director hace; y algunos, porque encuentran el destinatario adecuado: son buenos para ese tipo de público y para ningún otro. La cualidad catártica, que es la cualidad teatral máxima, surge solo cuando el texto, la interpretación y todos los elementos de la puesta en escena vibran en la misma longitud de onda en virtud de una idea rectora transparente.
Dime a quién debo aconsejar, y entonces le recomendaré. No hay gustos universales. Hay quien va al teatro a entretenerse y quien va buscando que le abran una ventana al conocimiento de la naturaleza, la historia o el pensamiento humano. De entre lo último que he visto, me han sorprendido gratamente dos espectáculos relativamente pequeños, hechos sin horma: Eleuterio, historia de un hombre libre, una reflexión biográfica fantástica sobre Eleuterio Sánchez, El Lute, interpretada con una verdad honda, y Por los ojos de Raquel Meller, musical artesano confeccionado con un conocimiento del universo del cuplé, un despliegue de trajes de época y una mezcla de buen gusto escénico y de ironía que ya quisieran muchas producciones musicales de campanillas.
Afortunadamente, el crítico solo lo es cuando está de servicio. El crítico, como el actor, representa su papel, por mucho que en él ponga de sí mismo. Este crítico en particular, que estudió interpretación en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático y Danza) y fue actor por algún tiempo, ha desempeñado en su vida laboral, carrera periodística incluida, otros muchos papeles, lo que le libra del peligro de encasillamiento.
Juan Ignacio García Garzón: “El teatro, y la cultura en general, es la ilustre fregona de los medios de comunicación. Hay que hacerle un hueco porque estaría feo no ocuparse de ella”
En mi modesta, y supongo interesada, opinión, la crítica forma parte del hecho teatral, aunque sea tangencialmente. El juicio del crítico corresponde al de una persona particular que tiene oportunidad de difundir esa valoración y a la que se le suponen unos conocimientos y una experiencia que otorgan a sus argumentos un valor, una singularidad, una jerarquía. No se expenden credenciales de crítico teatral, ni de ningún otro campo, que yo sepa; por eso, la legitimidad, si puede denominarse así, de un crítico está sustentada al menos en dos supuestos: que disponga de un soporte en el que difundir sus opiniones –internet ha diluido el alcance de las alcabalas de los medios de comunicación tradicionales, aunque la prensa escrita conserva aún cierto grado de autoridad– y que los lectores o receptores de esos juicios los aprecien como tales, o sea, que reconozcan, implícitamente al menos, su valor ponderativo sobre el objeto en que se centra. Mi amigo Pedro Víllora lo ha expresado de forma más clara y brillante que yo en sus certeros Apuntes para un modelo de crítica teatral en Prensa, así que le voy a tomar prestado un fragmento sobre la condición de crítico: “Cualquiera puede oír una sinfonía, pasear por una catedral, leer un ensayo o asistir a un espectáculo, pero saber ver una obra de arte no está al alcance de todo el mundo: exige una sensibilidad educada para la selección, el análisis y el contraste, algo que puede conseguirse y perfeccionarse mediante la preparación, la disposición y la experiencia. Saber ver es una capacidad que puede conducir al mejor disfrute personal, pero que difícilmente se traducirá en un acto comunicativo si no viene aparejada de una aptitud semejante para saber contar. Y el crítico no es otro sino el que sabe contar lo que ha sabido ver (y además tiene un lugar donde expresarse, pero esta es una cuestión que aquí se da por añadidura)”. Con respecto al sentido de la crítica teatral –y dejo claro que me refiero a la crítica periodística, más instantánea y concisa que la académica, con frecuencia de carácter filológico–, su función es la de orientar al lector y posible espectador sobre los valores, contenidos e interés de un espectáculo determinado, y también la de servir de piedra de toque o de referencia argumentada sobre ese trabajo en cuestión a quienes lo han puesto en pie. El recordado Miguel García-Posada sostenía que “la función primordial de la crítica que se hace en los periódicos debe ser la de orientar al lector [sustitúyase cuando proceda ese sustantivo por el de espectador]. Orientarlo según criterios que no pueden ser estrictamente subjetivos ni arbitrarios. Orientar significa valorar con la mayor precisión que sea posible pensado siempre en ese lector [espectador] bombardeado por un cúmulo de información y que para el crítico genuino ha de ser la única referencia válida. Los demás elementos en juego son necesariamente secundarios”. Por lo demás, creo que la aspiración del crítico, del buen crítico según mi criterio, debe ser la de tomar el pulso de su tiempo a través de las manifestaciones artísticas que enjuicia, y, por añadidura, la de contribuir a esclarecer, o perfilar si se quiere, las características que definen el rostro de esa época. Y hasta el propio.
No estoy muy seguro de si se percibe la autoridad del crítico, pero el hecho, anecdótico si se quiere, de que en bastantes teatros y en sus publicidades se sigan exhibiendo reproducciones de las críticas favorables o de las partes más elogiosas de un texto crítico me lleva a pensar que alguna valoración o prestigio debe conservar. Desde luego, hoy, cuando la proliferación de medios y tribunas que propicia internet se ha unido al perceptible cambio de los hábitos de ocio, me parece que la opinión del crítico –me circunscribo a la prensa escrita– no es tan definitiva como hace décadas a la hora de hundir o hacer triunfar un espectáculo, pero en algo contribuye; vendría a ser algo así como una rúbrica de autoridad que sancionara lo transmitido por el siempre eficaz boca a boca. Y creo, además, que, sobre todo en el aspecto positivo, es capaz de generar un estado de opinión en torno a un montaje que contribuya a incrementar su número de espectadores. Por lo demás, la catarata de opiniones que bulle en la red puede haber alimentado cierta promiscuidad tumultuosa y confusa que difumina las jerarquías. Hay un dicho norteamericano que asegura que las opiniones son como el culo: todos tenemos uno. Yo quiero creer que todavía hay personas capaces de distinguir las voces de los ecos y apreciar lo singular en medio de la algarabía. Para todas ellas escribo, y para las demás, también. Es cierto que hay crisis, pero, más que en la crítica, en los periódicos, reos de una doble condena: la coyuntural asociada a los duros tiempos económicos que corren, y la estructural de un modelo confrontado con los desafíos digitales; el negocio se está transformando, lo tradicional resulta cada vez menos rentable y lo nuevo aún no ha logrado esa rentabilidad. La bendita publicidad, que haría más suave la transición entre modelos, ha ido declinando a consecuencia de los terremotos financieros, lo coyuntural, ya digo. Atrapado en este ser o no ser querría ver yo a Hamlet. Por otra parte, no estoy de acuerdo en que la crítica se ejerza de modo vago y poco independiente. Seguramente habrá filias y fobias, pero creo que, en general, mis compañeros –yo mismo así lo hago– escriben sin otras cortapisas que la legalidad vigente y el respeto a los demás. Vuelvo a recordar que me refiero a la prensa escrita. Para seguir vivos tal vez deberíamos recuperar el espíritu de Baudelaire cuando subrayaba que “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada y política”. Antonio Díaz-Cañabate, reputado escritor taurino y costumbrista, sostenía al respecto que “escribir es muy serio, y la independencia para contar lo que cada cual entiende por verdad exige muchas renuncias y no poca soledad”. Pues eso.
Como género, la crítica teatral es, en a mi parecer, un machihembrado de crónica y artículo; es decir, un artefacto en el que se alían la información y la opinión. Como dice mi amigo Juan Antonio Vizcaíno, crítico semi retirado de lo mundano y profesor de la RESAD, “la enseñanza de la crítica teatral pasa por el periodismo: información, análisis, discurso, reflexión y crítica”. Otro testimonio: en un artículo titulado Tribulaciones de un crítico desencantado (El País, 24 de abril de 2012), Antonio Lorca argumenta que “el crítico es, ante todo, un periodista que pretende contar lo que ve, y analizarlo a la luz de lo que sus mayores le han contado, sus lecturas le han enseñado y con su experiencia ha contrastado”. Lorca escribe de toros, pero la frase vale para cualquier ámbito en el que la crítica se manifieste. Después de estas reflexiones, tal vez resulte ocioso decir cómo es una buena crítica de teatro, así que voy a añadir una voz más, la del escritor Antón Castro, que, en 2005, en su Breve autobiografía de un crítico teatral, escribió: “El crítico debe ser honesto por principio, preciso en sus ideas, sin prejuicios, respetuoso y hondo, debe arrojar luz, explicar lo abstruso o lo impopular, atreverse para lo bueno y paro lo malo, y si además sabe escribir bien, mucho mejor. La crítica es una forma de mirar, un autorretrato y un ejercicio de estilo. El crítico es todo lo contrario que un inquisidor”. Me atreveré a subrayar que, en sintonía con todo lo anterior, una crítica teatral debe seguir un camino que conecte la información y la opinión. Debe informar del quién, el dónde y el cómo de un espectáculo; contextualizar y situar la obra de la que trate; poner en perspectiva los aspectos artísticos y técnicos de texto, dirección, interpretación, escenografía, iluminación y vestuario; servir de orientación al público, y, finalmente, opinar sobre el espectáculo en cuestión, que sería la parte más personal y subjetiva del proceso. El orden de los factores no altera el producto.
¿Se ejerce la crítica con independencia? Creo que sí, al menos con tanta independencia como puede escribirse de otras cosas en los periódicos, cada uno con sus particularidades y sus afinidades ideológicas. El teatro y la cultura en general, salvo en casos concretos de óbitos de relieve, polémicas y escándalos, es la ilustre fregona de los medios de comunicación. Hay que hacerle un hueco porque estaría feo no ocuparse de ella, con frecuencia se utiliza como coartada de contenidos capciosos y/o partidistas, y a veces hasta se saca pecho a su cuenta, pero tiene una importancia ancilar en el conjunto, dominado por una macrocefalia político-económica. La falta de interés hacia la cultura, y en concreto hacia el teatro, que suelen ostentar bastantes mandos –altos, medios e intermedios– de los diarios, es una especie de salvoconducto de la independencia de la crítica teatral, siempre que se ejerza con discreción y elegancia y no provoque conflictos. Vamos, una independencia casi no vigilada, tal vez una libertad condicional, sujeta, como todo, al ordenamiento legal y a los principios fundamentales de cada medio, que es otra forma de denominar la línea editorial. Aparte de lo antedicho, que tiene que ver sobre todo con lo político, hay factores que pueden poner en cuarentena esa independencia. Los fundamentales tienen que ver a mi juicio con los intereses empresariales de los propietarios de los periódicos. Pongamos por caso que, en estos tiempos de diversificación, un diario pertenezca a un grupo con participación en productoras de cine, televisión y/o teatro, con negocios discográficos, editoriales, radiofónicos y/o televisivos, o que, simplemente, tenga compromisos promocionales con respecto a algún producto… Podría suceder que una crítica de ese producto (abro aquí el campo a cualquier creación de tipo cultural) pudiera colisionar, por objetiva que fuera, con las conveniencias financieras de la empresa en cuestión. ¿Es imaginable, no? ¿Qué pasaría? Me parece que todos tenemos en la cabeza algún ejemplo que va más allá del terreno de las suposiciones.
Creo que una buena obra de teatro tiene saber ser espejo de su tiempo y, por añadidura, conseguir que los espectadores de épocas posteriores puedan mirarse en ella y reconocerse. El género es lo mismo, da igual drama, comedia, que tragedia. Hasta las creaciones más modestas pueden ser capaces de trascender. Ese es el rasgo que une a las grandes obras y que explica por qué hoy nos emocionamos con Shakespeare, Lope y Sófocles, o nos reímos con Plauto, Moreto y Molière. Y por eso los clásicos son clásicos. Echemos una ojeada al diccionario y veamos una de las acepciones con que define clásico la RAE: “Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia”. Lo suscribo.
No sé qué decir, porque en estos comienzos de temporada todo está por estrenar, aunque sí recomendaría ya, pues asistí a su presentación en el Festival de Almagro, la versión que de La vida es sueño de Calderón ha realizado Juan Mayorga para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, un espléndido espectáculo dirigido por Helena Pimenta y protagonizado por Blanca Portillo. Será de los que se recuerden durante mucho tiempo.
¿Tiene el crítico de teatro alguna deformación profesional? No soy consciente de ello, me lo haré mirar. Si acaso una capacidad de observación que trata de abarcar tanto lo general como lo particular, lo abstracto y lo concreto, el plano general y el detalle. Aunque no sé si eso se traslada luego a la vida cotidiana.
María José Ragué-Arias: “El hecho de salir en la estampita es publicidad y se prefiere ignorar que criticar en algunos casos”
Creo que en la crítica ha de haber información, valoración, opinión personal y consejo. Ha de informar sobre el espectáculo en todos sus componentes: origen del texto o de la idea, grupo o nómina de personas que lo ponen en pie, público al que se supone que va destinado y descripción analítica de todos los elementos que componen el espectáculo
Hoy no se valora la crítica Los periódicos prefieren las previas, la información sin opinión. Tampoco puede el crítico decidir la extensión de una crítica, claro… La crítica suele servir cuando es buena, para que el grupo pueda pedir subvenciones para su próximo espectáculo. Por otra parte, el crítico no decide sobre qué espectáculo publica una crítica, sino que suele ser el jefe de la sección de cultura quien lo decide. Normalmente suele tener más en cuenta el aspecto comercial y publicitario que el aspecto crítico en sí mismo.
Como género la crítica tiene que ser de lectura fácil, amena y agradable, como todo cuanto se publica. Tendría que ser un texto bien escrito y de agradable lectura. Tiene que contener toda la información posible sobre el espectáculo. Tiene que ofrecer la opinión de quien la escribe, pero ser objetivo en la valoración. Tiene que considerar el público al que va dirigido el espectáculo. Excepto en ocasiones de gran merchandising, tiene que orientar y alentar al equipo que ha puesto en pie el espectáculo
¿Hoy en día se ejerce la crítica de teatro en España con independencia? Decididamente, no. Siempre está influenciada por el pensamiento político y cultural del medio en el que se publica. Y el medio suele también decidir de qué se publica una crítica y de qué no, puesto que el hecho de salir en la estampita es publicidad y se prefiere ignorar que criticar en algunos casos.
Que conecte con el lugar y el momento en que se representa, con los problemas del público y que dé aliento para seguir adelante e intentar mejorar el ánimo de los espectadores en todos los sentidos. Que aliente a luchar por una sociedad mejor y que a la vez entretenga y alivie durante unas horas. Las buenas piezas de teatro no son coyunturales, suelen permanecer en el tiempo y en el espacio, pero para ello tienen que ser excepcionales.
Recomendaría dos. El maestro y Margarita, puesto en escena por Complicité, porque es algo bellísimo, espectacular, bien hecho e interpretado, con sentido, un grandísimo espectáculo. Y El principio de Arquímedes, de Josep Maria Miró, una obra sencilla, de cuatro intérpretes, que trata de manera ágil, divertida, inteligente y bien interpretada un tema muy actual que es el de la pedofilia. Un profesor de natación ha dado un beso a un niño que tenía miedo de echarse al agua. Eso es todo, pero de ahí deriva nuestra sociedad actual.
¿Tiene el crítico de teatro alguna deformación profesional que le haga ver la vida de un modo particular? Creo que no.
Pedro Barea: “Las redes sociales tienen el poder de la guerrilla”
La crítica pública de teatro, la opinión periodística especializada, es parte del hecho teatral, y como el hecho teatral nace para crear opinión, ideas, estados de ánimo. En el léxico alemán se distingue el Dramatiker o escritor, del Dramaturg integrado en los equipos de dramaturgia de los grupos, con análisis internos para un modo de autocrítica o antecrítica. La crítica de prensa se une a un conjunto de presencias que hacen visible el teatro: la publicidad (prensa, radio, cartel…), la información (los previos al estreno, las entrevistas, los artículos de apoyo, el programa de mano…), la crítica (de prensa, de revistas, académica…), o el ecosistema comunicador (el aula, los clubs, las relaciones, la red social…). Junto al público, alguien más se pone al final de la cadena de la creación: el crítico. El crítico es un espectador adiestrado, que está informado, que sigue el teatro y ha de saber dar cuenta del contexto de una obra. El crítico es un mediador que habla en torno a lo que puede merecer la pena, a un espectador que no puede abarcar toda la oferta y ha de elegir. Hereda la tradición histórica de los asesores áulicos, los viajeros que informaban de lo que sucedía en el mundo del arte para orientar en la compra a sus clientes. Era un batidor de campo, un filtro. En una sociedad democrática la crítica es ya hoy un derecho de espectadores y de especialistas, es información y criterios, es una alerta. Y ahí la opinión tiene interés, sea positiva o negativa: avisa, ayuda al debate, es caldo de cultivo, da vida. Hasta la opinión del crítico más deformado puede ser útil si lo que escribe es consecuente con sus posturas, y lo cuenta bien. Incluso el lector del crítico con un sesgo personal puede orientarse por contraste: si esto no le ha gustado a X, me gustará a mí. No es tan útil el crítico imprevisible, visceral o caprichoso. Es información y juicio de valor. Exige destreza periodística (es un género), y teatral (es parte del teatro).
Se percibe una crisis de la crítica con la proliferación de opiniones en internet. La crítica ha perdido influencia y visibilidad, no se le da autoridad, se dice que ejerce de un modo vago, poco independiente… pero las redes sociales son muy útiles para crear opinión, y las opiniones del público son parte del fenómeno. En parte, la decadencia puede tener que ver con la pérdida de fuerza del propio canal: el periódico dura 24 horas, es lejano en el tiempo y el lugar –una obra se estrena en Madrid y se ve al mes siguiente en Pozuelo, en Vigo o en Eibar–, ¡pero las redes sociales tienen el poder de la guerrilla! Las redes sociales parecen competir con la prensa, pero tienen la virtud de actualizar las obras que se ven en cada lugar concreto. Las redes pueden repetir críticas de estreno, opiniones… Calientan ese hecho atomizado que es cada una de las representaciones. Y atención a las revistas digitales, que nos esperan en línea hasta que un trabajo llega al local cercano. El crítico puede residir también en la galaxia virtual, tener su enlace, participar en aquel punto final de la cadena de producción. La crisis de la crítica tiene además que ver con la pérdida del valor de arrastre (de lectores de prensa) del teatro ante otros modos de espectáculo: los grandes conciertos o, por ejemplo, el cine o el fútbol. Y la prensa tiende a darles a ellos más espacio porque atraen a más gente. Si aún así un periódico se decide a dar cancha al teatro, elige La Fura en vez de Peter Brook o McBurney. Pocas veces una noticia teatral va a la portada. La crítica ha ido quedando en plumas con cierta edad. Si es verdad que el crítico ha de tener experiencia y conocimiento, los años pueden alejar su opinión de las otras ideas y los otros públicos, en gustos, en lenguajes… La edad del crítico puede hacerle perder el tacto para detectar lo nuevo, lo naciente, renunciar al placer del descubrimiento porque trata de confirmar su gusto. A la vez, en contraste, los otros niveles de la comunicación escénica suelen estar en manos de jóvenes (reporteros generalistas, entrevistadores, becarios a falta de práctica y de memoria…) que llevan los temas a los tópicos del instante. Como un mal que por bien nos viene, los críticos son bastante libres, y eso tiene que ver muchas veces con el desdén de los editores, el teatro no es lo importante. El teatro puede muchas veces ser una isla en la opinión del medio. Un medio no se inquieta por carecer de la rúbrica teatral: a lo sumo le inquieta que no se nombre al amo del local, o a la empresa que paga los anuncios. Objetividad, claridad, servir al lector…, y amar el teatro, ay, como a ese arma cargada de futuro.
Juan Antonio Vizcaíno: “Digan lo que digan todos los manuales de teatro, o de crítica teatral, el público siempre tiene razón”
Criticar no es enjuiciar. Criticar no es poner por escrito una opinión. Cualquiera que sepa escribir (y no hay tantos) podría ser un crítico, porque opinar es público. La verdadera crítica radica en poder plantear un debate artístico e ideológico a partir de una representación teatral. Haro Tecglen escribió que se podía hacer una crítica que fuese toda una obra de arte en sí misma, a partir de una pésima representación teatral. El crítico no es sólo un miembro del público que se levanta y toma la palabra por escrito. La profesión de crítico se halla más cerca de la del cirujano que disecciona un cuerpo en un quirófano, y posteriormente emite un diagnóstico sobre su salubridad; que de la de un juez que emite un veredicto final sobre una causa –eso sí– representada. El crítico debe ser un profundo especialista de teatro, a la par que un buen escritor. Nuestros mejores críticos nacionales lo han sido: Larra, Clarín, Manuel Machado, Pérez de Ayala, García Pavón, Miguel Delibes o Torrente Ballester entre otros. De sus conocimientos profundos sobre el arte dramático y su dilatada historia puede adquirir la noción de qué es lo que ha permitido a lo largo del tiempo diferenciar a un espectáculo vivo de uno muerto. De su sensibilidad como escritor depende su capacidad para transmitir los aspectos más sensoriales de una representación, lo que se conoce como teatralidad. El crítico puede ser aún mejor y rezumar mayor autoridad moral si previamente ha formado parte de la profesión. Esto es, si ha sido actor, director, empresario de compañía…; la experiencia de haber vivido en el interior de la farándula, le ayudará a respetar mucho más el gran esfuerzo realizado por todos los que participan en una representación que ha llegado a alzar el telón. También sería bueno que los críticos de teatro no entendieran este arte como exclusivamente literario o portador de soportes ideológicos. El teatro es también una danza, una forma de hablar, salmodiar o cantar; el teatro es un rito y una ceremonia de purgación. La importancia de todos los elementos reunidos en escena, y el orden y ritmo con que éstos se suministran al espectador, también deberían ser aspectos que la crítica recogiese con tanta precisión, como la peripecia de la obra que se representa. (¡Desperdician tantas líneas algunos críticos en relatarlas!). Y, finalmente, el crítico debería realizar su reflexión y análisis sobre la base de la recepción que la obra haya despertado en el público. Porque digan lo que digan todos los manuales de teatro, o de crítica teatral, el público siempre tiene razón. Hay algo que se percibe o no en un patio de butacas, que es el equivalente a lo que llamamos sentido común a la hora de tomar una resolución o emitir un juicio moral. La comunión entre lo que sucede –y cómo sucede– en un escenario con un auditorio, es lo que los griegos llamaban catarsis. Sin tener en cuenta este factor (por encima incluso de la opinión personal del crítico como espectador) no se podría escribir una buena crítica de teatro.
Ladran, luego cabalgamos. La palabra crisis ya la inventaron los griegos, y el mismo Aristóteles intentó enmendar la crisis teatral de su época, escribiendo su Poética. La crisis de la crítica por culpa de internet me parece una falacia. Las opiniones autorizadas se diferencian de las que no lo son por su misma petulancia, impertinencia o extrema subjetividad, y eso se detecta fácilmente con sólo una lectura, bien sean críticas impresas o virtuales. Internet es un instrumento de difusión prodigioso. Cuando este crítico ejercía su oficio en un diario nacional (que también contaba con edición virtual), llegó a encontrarse con críticas suyas en la red, traducidas al francés, al inglés, o al euskera, entre otras lenguas. Algunas eran republicadas o citadas en revistas norteamericanas, francesas o vascuences. Si el diario de papel fallece como la rosa mutábile de Lorca pasado un día, resulta maravilloso que internet prolongue la vida, y por tanto, la enseñanza y la influencia que una crítica teatral pueda llegar a ejercer, más allá de una sola jornada. Quizás también sería importante que algunos directores de diarios influyentes leyesen los requisitos señalados en la otra respuesta –“criticar no es enjuiciar” –, a la hora de seleccionar a sus críticos teatrales. Así tendrían menos que temer a la competencia espontánea de los foros, redes sociales, o blogs de internet. Algunos de estos blogs están escritos por críticos que han ejercido previamente la profesión en diarios influyentes, y que por distintos avatares se desvincularon de la prensa de papel. Internet debe entenderse como un aliado, y nunca como enemigo. Un blog o una página web de teatro es un contenido que ha superado las tradicionales barreras de la distribución física. Puede servir como almacén y escaparate de trabajos publicados previamente, o como un lugar de memoria o reflexiones mucho más subjetivas que las que la crítica periodística permite. El blog como instrumento pedagógico puede hacer público todo un proceso teórico y práctico, compartido con los lectores de internet. No veo ninguna competencia desleal en internet hacia los críticos de teatro, sino un valioso complemento. Si hay un proverbio que dice ladran, luego cabalgamos, ¿qué mejor que se multipliquen los debates o las críticas o las informaciones sobre teatro, en los numerosos foros que propicia internet? Cuanto más se escriba sobre él, el teatro cabalgará más fuerte en nuestra sociedad, pudiendo alcanzar su objetivo más preciado: llegar, influir y mejorar al máximo número de destinatarios.
Miguel Ayanz: “A menudo se escribe desde una erudición seca que aburre a las ovejas, y que dudo que conecte con los lectores”
En realidad debemos hablar de funciones, pues creo que son varias. Sin duda, la primera es la orientación o guía al lector potencial, al público que busca un consejo y debe decidir entre diferentes opciones que le ofrece la cartelera, al menos en la crítica ejercida en prensa diaria o medios similares (pienso, aunque se presenta de forma más esporádica, en la crítica teatral en televisión o radio). La crítica en este tipo de soportes tiene un fuerte componente de servicio. Pero hay, al menos, otra importante función en toda crítica teatral, que es la de ser reflejo del teatro de su momento: la crítica es, en este sentido, reflexión y crónica, permanece, aunque sea a título documental, y retrata la evolución y los hechos escénicos de cada época. Las dos funciones anteriores se limitan a una esfera no participativa; pero una tercera capacidad de la crítica, ya sea teatral, literaria, cinematográfica, etcétera, es influir, aunque en una humilde y limitada medida, en los procesos creativos a medio o largo plazo: la opinión del crítico rara vez cambia nada en una función determinada, pero acaso sus valoraciones, sus consejos, pueden calar en montajes posteriores. Ésta, en cualquier caso, creo que es una función intrínseca al ejercicio de la crítica que no debe ser buscada: sencillamente, ocurre en ocasiones, allí donde se da el encuentro entre un buen crítico con valoraciones sensatas y bien argumentadas y un artista autocrítico, permeable y dispuesto a escuchar.
Lejos quedan los días en que una crítica teatral adversa de un crítico importante podía destrozar a un espectáculo la misma noche del estreno. Lo digo sin nostalgia: aquel poder tenía sus ventajas, en cuanto a capacidad comunicativa con el lector, pero también representaba un peligro y una enorme responsabilidad y a menudo se daban situaciones injustas. Es verdad: el mundo digital e interconectado en que vivimos ha traído consigo un nuevo escenario en el que hay millones de críticos ofreciendo sus valoraciones on-line, a menudo de forma anónima, poco fiable o con motivaciones nada claras. La democratización del acceso a un soporte ha supuesto un avance en muchos sentidos, pero no en todos. ¿En quién confiar al final? La figura del crítico, precisamente, representaba una buena solución: se escuchaba, se seguía y se confiaba en el criterio de aquella persona cuyas reflexiones tenían solvencia demostrada. Creo que ése es uno de los caminos que le quedan a los críticos teatrales: no cambiar en lo esencial. Lógicamente, hay que adaptarse a los tiempos, a las nuevas tecnologías, quizá publicar en nuevos formatos –blogs, Twitter, lo que venga… –, y estar despierto ante las tendencias emergentes. Pero, en el fondo, creo que el lector buscará siempre una opinión autorizada y se acabará cansando del coro de grillos. En cuanto a la vaguedad, estoy de acuerdo: hay quien practica la crítica desde cierta neutralidad: un análisis erudito pero plano, sin llegar a conclusiones. No es mi estilo, empezando por una de las razones expuestas en la respuesta anterior: el servicio al lector. Hay que mojarse, y yo procuro hacerlo.
Me temo que esta pregunta llevaría a una respuesta casi imposible, porque es el quid de la cuestión. No hay un canon para la crítica teatral, como no lo hay en literatura. Sólo me atrevería a decir que yo creo en la crítica hecha desde el corazón, franca, valiente y clara cuando hay que ser duro, y generosa cuando el espectáculo lo merece –o sea, nada de vaguedad, como decía antes–. Y, sin duda, amena y creativa en lo literario, como cualquier otro género periodístico que no sea la noticia pura y dura. Demasiado a menudo se escribe desde una erudición seca que aburre a las ovejas, y que dudo que conecte con los lectores. Como cualquier artículo periodístico, una buena crítica empieza en un buen titular.
Sin duda, uno de los problemas del momento es cierta percepción de falta de independencia; los cambios en el panorama mediático, con la irrupción de grandes grupos audiovisuales que controlan los medios de comunicación con sus propios intereses empresariales, han fomentado una desconfianza hacia la independencia del crítico. A nosotros nos toca demostrar, cada uno desde nuestras páginas, que se puede ejercer la crítica independiente y seria. Habrá escépticos, pero el argumento es claro: la tarjeta de presentación de un crítico es su credibilidad. Quien la destroza ya no la recupera, por eso somos los primeros interesados en ejercer la crítica desde la libertad total. Puedo decir que en ocho años que llevo escribiendo reseñas teatrales no he tenido ni una sola sugerencia: cada palabra, cada coma, para bien o para mal, han sido siempre mías.
Como con las buenas críticas, la respuesta no existe: los productores teatrales suelen bromear ante esta pregunta y dicen que si tuvieran la fórmula la repetirían una y otra vez. Creo que la respuesta es de raíz, esencial: no se trata de qué tipo de obras sino de cómo están realizadas. Que haya en ellas verdad, que estén hechas con entrega y corazón, y no por inercia, por cumplir el expediente, por hacer caja o por el dictado de alguna moda, suele ser un primer paso para llegar al buen teatro. ¿Es mejor un gran espectáculo de Peter Brook que una comedia de Jardiel Poncela en estado de gracia? ¿Cambiaría el mejor de los espectáculos de Angélica Liddell por una intriga de Jordi Galcerán? Soy enemigo de los compartimentos estancos y los prejuicios –nada es más dañino para el ejercicio de la crítica que estos–. A priori, no sé qué es el buen teatro. Todos, creo, lo reconocemos cuando lo vemos. Incluso quien no tiene costumbre de ir al teatro. Lo mismo ocurre con los grandes fiascos. A menudo lo más complejo es reflexionar sobre obras que no son blancas ni negras, sino que se encuentran en el temible tramo del gris.
Las dos últimas que he visto han sido Mujeres de Shakespeare, escrita, dirigida e interpretada por Rafael Álvarez El Brujo, y La vida es sueño, de Calderón de la Barca, dirigida por Helena Pimenta para la Compañía Nacional de Teatro Clásico; recomendaría ambas sin dudarlo. El Brujo lleva quince años haciendo el mismo espectáculo –esto es, variaciones temáticas sobre un mismo formato–, pero hay que reconocer que lo hace con tal ingenio y gracia que siempre depara una tarde de contacto con el público como hacían los viejos bufones: cree en la esencia popular del teatro y eso hace de sus propuestas algo vivo. En cuanto a La vida es sueño, es una de las mejores puestas en escena que he visto del texto: tiene fuerza, vigor, ritmo y una poderosa interpretación de Segismundo a cargo de Blanca Portillo. Además, está el texto de Calderón de la Barca, que es ya un buen motivo en sí mismo.
Sin duda: el exceso de bagaje. Más de una vez he sentido, al charlar con colegas o al leer alguna crítica –y supongo que a otros puede haberles pasado con las mías– que se acude al teatro con mirada de crítico en vez de espectador. Sería largo de explicar. Pero, por resumir: a veces el análisis, los elementos objetivos de la crítica, pueden conllevar cierta frialdad y hacer que nos olvidemos de las sensaciones. Ocurre además que acabamos conociendo a fondo las carreras de dramaturgos, directores, actores, grupos, y la crítica comparativa tiene un doble filo: ayuda a establecer un recorrido, a señalar coherencias y giros, evoluciones e involuciones, pero también nos sitúa en unas coordenadas de observación más elevadas que las del espectador medio.
Paloma Torres es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, La escritura inútil. El sentido de la crítica de arte, El periodismo lento y Julio Ramón Ribeyro, la tentación del fracaso