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Lars Von Trier

 

Ríos de tinta han corrido desde que el chico malo del cine europeo, Lars Von Trier, presentara en la pasada edición del festival de Cannes su último y polémico filme, El Anticristo


Corbis     

l director danés cosechó reseñas nefastas por parte de críticos que acostumbran a arremeter contra todo lo que no saben apreciar. La moral progre, todavía más peligrosa que la moral conservadora, advirtió por activa y por pasiva a todos los posibles espectadores del filme de la violencia gratuita, la pornografía explícita e incluso el sadismo visual carente de contenido que se exhibía en esta “abominable” cinta creada sin duda por una mente enferma y perturbada.

       Sin embargo no deja de ser extraño que estos mismos críticos en su día alabaran la corrosiva transgresión de la escena anal de El último tango en París o la inmejorable esencia del Ingmar Bergman de Gritos y susurros, dónde por cierto tenía lugar una mutilación genital tan o quizás más cruda que la de El Anticristo. Por no nombrar a La Pianista de Haneke o al Oshima de El Imperio de los sentidos. Todo esto  me llevó a pensar que el problema no residía en la película en cuestión sino en la figura de Lars Von Trier y en su inclasificable trayectoria.

       La crítica no esta preparada para un Anticristo, del mismo modo que no está preparada para su director. Cómo lo va a estar si no se ha producido el relevo generacional necesario. Los parámetros que servían para analizar un filme de la nouvelle vague no son los mismos que se deberían utilizar para adentrarnos en terrenos postmodernos. Estamos en otro lado, nos movemos por un territorio pantanoso en el que las viejas claves de la modernidad ya no nos sirven. Lars Von Trier es una de las piedras de toque de ese terreno.

       Se ha hablado mucho sobre sus excentricidades, sus fobias, sus rodajes-infierno, sus delirios de grandeza, y sus supuestas patologías esquizoides. Hasta el punto de que él mismo se ha transformado, probablemente por voluntad propia, en un personaje más de sus propias películas, haciendo el papel  de enfant terrible del cine europeo, neurasténico e incomprendido.

        Pero, ¿quién es en realidad Lars Von Trier? ¿Qué discursos encierran sus películas? Y sobre todo, ¿por qué es capaz de generar esa aversión tan generalizada?

       Inicia su carrera cinematográfica a finales de los ochenta pero no es hasta 1991 cuando la obra del director empieza a alcanzar cierta notoriedad; ocurre con Europa, una película muy formalista en la que  desentierra los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial a modo de gran terapia psicoanalítica. Trier somete a la sociedad europea de la época a una sesión de hipnosis regresiva de la que nadie puede salir impune, porque todos, absolutamente todos los integrantes de ese continente que luchaba por dar una imagen unida y comprometida, éramos culpables de haber permitido o contribuido silenciosamente a aquel horror. Trier dirige una película cuyo macabro planteamiento se encuentra ya inscrito en el mismo título del filme  al equiparar la historia de Alemania a la historia de Europa.

       Umberto Eco ha definido la postmodernidad como una vuelta a la tradición tras un periodo de antagonismo. Uno de los rasgos más significativos de los directores postmodernos será la reivindicación de temas que la generación anterior trató de combatir o de ignorar. Pero esta vuelta no es un simple regreso de sabor retro. Es una variación y fuga del material original. En esta reinterpretación de la tradición se asienta, a mi modo de ver, toda la cinematografía del padre del Dogma 95.

       No se trata de caer en un neoconservadurismo cinematográfico ni recuperar el código Hays, sino de provocar a los padres de la modernidad a base de dar una vuelta de tuerca más sobre todo aquello que a primera vista pueda resultar reaccionario. Por ejemplo, es un hecho y él mismo lo ha admitido así en varias ocasiones, que recibió la típica educación laica sin ningún tipo de dogmatismo religioso.

       Su actitud ante esto ha sido reivindicar la religión no porque sea un iluminado sino porque necesita posicionarse con respecto  a la generación de sus progenitores, reaccionar, oponerse, desempeñar un papel antagonista. Su aportación consiste en arrojar luz  sobre aspectos de nuestra cultura en los que  la modernidad, tan preocupada por rebelarse, no ha sabido reparar. Especialmente respecto a dos cuestiones  de esta tradición: la religión y el sufrimiento femenino.

       Por lo  que respecta a la puesta en escena del dolor femenino, su ámbito cinematográfico por excelencia ha sido siempre el melodrama. En el melodrama femenino del Hollywood clásico están sintetizados los esquemas que durante siglos han servido para representar a la mujer a través del arte: la incapacidad de que los personajes femeninos desempeñen un rol activo, es decir la incapacidad de que sean personajes que participen y sobre todo que decidan sobre su propia existencia, la definición de la identidad femenina como un objeto pasivo que sólo adquiere cierta consistencia a través de la mirada masculina y la absoluta prohibición del placer sexual para la mujer, placer que debe rechazar bajo la comprensión de que todo lo que implique disfrute conlleva irremediablemente el pecado. Estos esquemas alcanzan su modelo de máxima rigidez durante la época victoriana, y se recuperan en el Hollywood de los años treinta, sufriendo así  una regresión económica e ideológica que ponía fin al clima de permisividad que se había vivido durante los felices años veinte. 

       La conciencia del pecado va ligada irremediablemente a dos conceptos que se desarrollarán en la filmografía del danés: la sugestión religiosa (la culpa) y la trama expiatoria (el sacrificio). Lars Von Trier no es ni muchísimo menos el primero en poner en escena estos dos procesos inherentes a la cultura occidental. Se ha difundido cierta idea de que su obra responde a un modelo deslavazado y caótico dónde su propia locura lo rige todo sin establecer ningún tipo de relación con todo lo anterior. Pero lo cierto es que Lars Von Trier es el gran depositario de la herencia cinematográfica de los países nórdicos. Y la temática de todas sus películas ya se encuentra presente en la obra teatral de Strindberg e Ibsen y en las películas de Ingmar Bergman, Victor Strojom, Andrei Tarkovsky y sobre todo del gran cineasta danés de la modernidad: Carl Theodor Dreyer.

       La correspondencia entre el cine de Lars Von Trier y estos autores es directa y él mismo se empeña en explicitarla, de hecho su última película está de dedicada a Tarkovsky; sin embargo es un aspecto que pocas veces se nombra cuando se habla de la obra del director, en parte  por  hacer encajar la imagen de Lars Von Trier con la de un misántropo enloquecido que crea a su voluntad sin reflexión ni ejercicio crítico.

       Muchas veces se ha acusado al director de misoginia, pero creo que esta impresión responde a una interpretación errónea de su cine. No se puede ver el cine de Lars Von Trier de una manera literal sin la distancia irónica adecuada, sin la mirada desprejuiciada con la que él retrata a sus mujeres. Personalmente no me importa mucho si  él odia  a las mujeres o no, porque sé que su cine ha aportado más al conocimiento del alma femenina de lo que han hecho diez mil feministas el día de la quema del sujetador.

       Me preocupa mucho esta cuestión porque creo que falta un movimiento crítico que, al igual que en épocas anteriores, apoye los movimientos cinematográficos emergentes y favorezca la proliferación de nuevas maneras de hacer cine. Hoy en día todo lo diferente es tildado de efectista, de pastiche, de esteticista, cuando lo  que ocurre, al menos en el caso de Trier, es que le ha tocado vivir en una época dónde se rechaza todo lo necesariamente provocador.

 

La trilogía del corazón de oro

       Influido por ese espíritu underground y descarnado que se vivió a inicios de los noventa con el movimiento indie y grunge, respectivamente, Trier dirige una película en las antípodas estéticas de su anterior incursión:

       Rompiendo las olas, la primera parte de lo que él llama la trilogía de El Corazón de Oro, es una  película árida por la que es difícil transitar y salir indemne. Nos cuenta la historia de Bess, una jovencita un tanto especial que habita en una pequeña isla donde gobierna una iglesia de férrea tradición calvinista. La joven, que mantiene una extraña comunicación con Dios, se enamora del trabajador de una plataforma petrolífera. Cuando después de casarse, éste ha de volver a su trabajo, Bess le pide a Dios que su marido vuelva a la isla. El joven Jan regresa al poco tiempo porque ha sufrido un accidente en el que queda impedido físicamente y Bess, que piensa que es culpable del accidente, se convence de que con su sacrificio devolverá la salud a su marido.

       Trier no escatima en detalles a la hora de narrar el calvario sexual que acabará con la vida de la inocente Bess. En este sentido puramente narrativo Rompiendo las olas podría ser un melodrama nórdico destinado a despertar la compasión hacia la joven, a hacer una crítica sobre la iglesia calvinista y su devastadora influencia en una sociedad incapaz de defenderse por sí misma. Sin embargo, Rompiendo las olas es bastante más que eso.

       Porque Bess no es una heroína al uso; la intención de Lars Von Trier no es la de convertirla en la víctima inocente de un sufrimiento innecesario sino en subrayar su rol activo, su subjetividad, su capacidad de tomar decisiones, la mayoría de ellas auto-destructivas, pero que ella cree necesarias para salvar la vida de su marido. Es decir, abre una brecha en el melodrama femenino que no está destinada a culpabilizar al entorno y a victimizar a la heroína, sino a apuntar sutilmente  que la víctima no es tan inocente, que en todo lo que ocurre hay algún tipo de voluntad, o lo que es lo mismo, que el sufrimiento femenino está ligado a una idea de masoquismo autoconsciente. Este masoquismo, por otro lado, no es planteado como algo relativo al alma o a la naturaleza de las mujeres, sino como la causa de un hecho cultural muy simple: si las mujeres no pueden o no deben disfrutar con el placer, irremediablemente encontrarán el placer en el dolor.

       A diferencia de Europa, película en la que Trier demostró una estilización formal impecable, en Rompiendo las olas elimina toda distancia existente entre la óptica de la cámara y la piel de la protagonista. El espectador forzosamente queda adherido a sus poros y por tanto, a su destino, a su fatalidad. No hay espacio para las neutralidades. En el cine de Lars Von Trier el espectador nunca está a salvo y ésta es probablemente una de las razones por las cuales genera tanto odio entre la audiencia.

       Emulando en cierta medida a la  Juana de Arco de Dreyer, Trier hace que Bess mire a cámara. La primera vez que esto ocurre, antes de entrar en la iglesia hay como cierta premeditación; es como si a su manera Bess estuviera avisando al espectador de lo que va a ocurrir, de lo que va a suceder, como si en toda la trama hubiera algo espiritualmente premeditado.

       El final de Rompiendo las olas da lugar a una especie de estado mental gaseoso que se repite al final de cada una de sus obras; es una sensación de estupor, casi de bloqueo. Hay un momento de desorientación, de pérdida absoluta en la que los niveles y subniveles del filme chocan entre sí, sin permitir  una lectura, una interpretación útil. La catarsis emocional es tal que los sentimientos encontrados a lo largo de la película se van solapando los unos a los otros. Al final, solo queda el vacío, la huella invisible de un temporal.

 

Dogma 95, La metástasis del sistema

       Tras el éxito en Cannes de Rompiendo las olas, Lars Von Trier y su compañero Thomas Vinterberg encabezaron una revolución artística, un movimiento que pretendía rescatar la ficción del terreno de la artificialidad y devolverla al territorio de la verdad: Dogma 95. Movimiento que sobre todo en sus primeras hornadas dio los mejores títulos del cine europeo de los noventa, y que supuso el salto de directores de culto como Vinterberg o Susanne Bier.

       El Dogma 95 era una especie de reforma protestante dentro del palacio papal de Hollywood; sus principios prohibían el uso de iluminación, maquillaje y decorados en los rodajes así como el trípode, la banda sonora, los filtros y los géneros. La película tenía que ser no sólo realista, sino real. He llegado a oír que el Dogma fue el movimiento que abrió el camino de la cutrez en el cine, que rebajaba la calidad cinematográfica para subir el ego de cuatro directores amateur.

       Están incluso los que argumentan que su duración fue tan breve que ni siquiera debería ser considerado un movimiento cinematográfico propiamente dicho. ¿Dónde estaba en esos momentos la crítica que había apoyado a los directores de la nouvelle vague, a los abanderados del neorrealismo italiano? Pensando en la nouvelle vague y en el cine político de los setenta, sin darse cuenta de que delante de sus ojos tenían una revolución artística que ni ellos ni el público supieron apreciar a tiempo y que, sin embargo, estoy segura, con el paso de los años será reivindicada como la última vanguardia fílmica del siglo XX.

       Hace dos años tuve la oportunidad de ver muchas de estas cintas en una retrospectiva que el Festival de Cine de San Sebastián dedicó al cine nórdico reciente bajo el título de Fiebre helada. Era en realidad un pequeño tributo al Dogma 95. Carlos Losilla publicó por aquellas fechas un artículo relacionado con esta retrospectiva que se tituló: La generación Ikea, en el que reivindicaba la importancia del cine nórdico en el panorama europeo actual. Una voz aislada y el silencio total.

       Lo que muchos críticos no han sabido entender es que el Dogma 95 es el cine del estado del bienestar, es el cine del triunfo del capitalismo asequible, de la Europa confortable, es el cine del déficit cero, es la radiografía de una generación insatisfecha, descompuesta y apática, de una sociedad donde la burocracia avanza a costa de las emociones. Dogma 95 es una mirada a las metástasis del consumo, a las fracturas de la normalidad. Sin duda un movimiento decepcionante para los que esperaban y esperan un mayo francés. Lars Von Trier sabía que no podía hacer un mayo francés pero sí buscarle las costuras a la socialdemocracia europea.

       Si analizamos más a fondo el manifiesto Dogma encontraremos muchos elementos que se podrían vincular a la religión. Para empezar el nombre dogma, sus presupuestos se llaman “voto de castidad” y entre ellos se hacen llamar “hermanos”. Aunque esto sólo pueda parecer un guiño formal, lo cierto es que en sí mismo el movimiento tiene que ver con un autocontrol casi místico, la auto-limitación.

       Trier prescinde de los elementos que normalmente se consideran necesarios para la realización cinematográfica, entendiendo que de esta dificultad nace la verdadera oportunidad de hacer algo distinto. De lo que se trata es de eliminar lo accesorio, lo decorativo, para hacer emerger la historia y situar en el centro de la atención a sus personajes. Devolver el cine a su pureza.

       En el marco del dogma propiamente dicho, Trier realizará una única película, Los Idiotas. Un filme absolutamente desconcertante y políticamente incorrecto que narra las luces y las sombras de un grupo de burgueses daneses que vive en una especie de comunidad alternativa en la que se hacen pasar constantemente por retrasados mentales, un poco como acto de rebeldía, pero también como proceso de auto-búsqueda.

       Uno de los aspectos a mi juicio más interesante del cine de Lars Von Trier que empieza quizás en Los Idiotas es la reversibilidad de sus significados; sus películas se pueden ver como un palíndromo en una dirección y simultáneamente en la dirección opuesta. Los Idiotas, por ejemplo, se puede entender como una crítica a la clase media danesa, se puede interpretar que la película está a favor de este grupo que vive una vida diferente, que se arriesga, que se implica, que experimentan unos estadios de creatividad que resultarían inaccesibles para el resto de las personas.

       Pero, por otra parte, Los Idiotas también se puede leer al revés, en el sentido de que cada uno de estos personajes presenta una disfuncionalidad cercana a la patología y que lo que fingen ser es en realidad lo que son: idiotas. En su juego encuentran la manera de esconder sus propios handicaps emocionales, que sin embargo acabarán emergiendo. Es decir, de nuevo el título tiene una gran importancia a la hora de desvelar las segundas intenciones de su autor.

       En Los Idiotas también tenemos un corazón de oro. Karen es una réplica casi exacta de Bess. Ambas parecen sumidas en un universo propio. A diferencia de la protagonista de Rompiendo las olas, Karen es quizás un poco más sumisa e introvertida. En cambio, su pauta de actuación sigue siendo la misma. La pérdida de su hijo desencadena un estado de culpabilidad (no me merezco ser feliz), que necesita de una expiación sacrificial (hacer el idiota delante de su familia).

       Al final del filme, a Los Idiotas se les plantea el reto de tener que hacer el retrasado delante de sus familias en sus contextos privados. De esta manera se estarán comprometiendo personalmente. Ninguno lo logra, sólo Karen, que encierra en sí misma la necesidad de un sacrificio, lo consigue delante de su familia. A Karen no le importa que hacer el idiota comporte el enfado y la ira de su familia, porque en ella el sufrimiento es la puerta hacia la liberación de su carga. Y quizás también porque es la única que tiene algún tipo de retraso clínico o tal vez porque es la única que no es una idiota en realidad.

       En Bailar en la oscuridad, la última entrega de la trilogía de El Corazón de Oro, volvemos a tener a un personaje sumido en un mundo interior cercano a la enajenación mental: Selma. Su ensimismamiento es el motivo del proyecto musical de Trier, ya que su protagonista da rienda suelta a un concepto que tiene mucho que ver con la histeria femenina: el término del soñar despierta. Este concepto daydreamming está tipificado en la psicología: la represión sexual femenina hace de la mujer un ser mucho más proclive a la fantasía que el hombre y más que a la fantasía a la autosugestión.

       La cara bonita de esta autosugestión, son los números musicales que imagina  el personaje interpretado por Bjork. Cuando su vecino le roba el dinero necesario para operar a su hijo, su situación de indefensión la lleva a cometer un crimen de una violencia visual que Trier no se molesta en suavizar. Su inocencia es proporcional a la crudeza del crimen que comete.

       Una de las cosas más irritantes de Bailar en la oscuridad es que durante todo el proceso judicial da la sensación de que Selma no se molesta en luchar por salvarse. Esto en realidad obedece al mismo esquema culpa-sacrificio que he señalado antes. Selma arrastra una doble culpabilidad, la de haberle dejado a su hijo en herencia la ceguera y la de haber cometido un crimen. Selma no quiere salvarse, porque sólo siendo condenada a morir podrá seguir siendo una víctima convertida directamente a mártir.

       Si considerábamos el Dogma un movimiento radical en su planteamiento restrictivo, el siguiente proyecto de Trier roza los abismos del propio concepto de cine: rodar sin decorados. Dogville es una cinta extrema, que no tolera los puntos neutros y se va desplegando hacia los abismos sin que el espectador pueda hacer nada por evitarlo. En este sentido, Dogville también puede verse de forma reversible.

       Si en Los Idiotas y Rompiendo las olas teníamos al inicio un pecado, una culpa y un proceso expiatorio, en Dogville tenemos un proceso expiatorio al principio y una venganza al final. En Dogville, Lars Von Trier subraya de manera mucho más evidente lo que ha querido decir en sus anteriores películas. El sacrificio es voluntario y su objetivo no va destinado a hacer el bien a los demás sino a exhibir una superioridad moral cercana a la soberbia.

       Grace, que sufre todo tipo de vejaciones por el pueblo de Dogville, no lo hace porque crea en los demás, lo hace en primer lugar porque necesita redimirse de pecados anteriores, y en segundo lugar porque en su estoicismo hay implícita la voluntad de estar por encima del resto. Por otra parte, queda patente que la bondad extrema se sitúa muy cerca de la violencia extrema, porque si en su sufrimiento Grace nos llega a parecer de una dulzura entontecida, en su venganza es capaz de una crueldad voraz.

       En Dogville las víctimas y los verdugos se difuminan. Es como si el victimismo encerrara en sí mismo un odio enfermizo, en el sentido de que en la medida que una persona se considera a sí misma víctima de algo, sobreentiende que tiene derecho a infligir un dolor proporcional a su sufrimiento.

       Trier profundiza en el concepto de regalo como símbolo del altruismo, de la entrega. Los regalos nunca son regalos, parece querer decir el director. Nada es lo que parece, los extremos no permanecen dentro de los límites que les hemos dibujado, sino que se desbordan, se tocan, se contaminan. También nos habla en Dogville del concepto de castigo, que sitúa muy cerca del concepto de sacrificio. Hay una escena en la que uno de los niños le pide a Grace que le pegue; ella lo hace de manera muy suave y el niño le recrimina “Si no me duele, no es un castigo”.

       En este sentido el castigo y, por lo tanto, también el dolor, son tratados como aspectos necesarios e indispensables para restituir una situación. Por una parte tienen un sentido catártico, después del dolor hay una restauración de las emociones enquistadas, y por otra parte equilibran una situación de injusticia: tu has hecho algo malo a los demás, los demás te hacen algo malo a ti, la armonía ha quedado restablecida. Estamos en un cine displicente, poco amable, que nos alcanza y nos implica, que no nos devuelve una imagen agradable de la humanidad y que nos hace reptar con desasosiego y desesperanza por el incómodo terreno de la inquietud.

 

El Anticristo

       Y aquí llegamos a la última película del director, que para mí constituye su obra cumbre, la más arriesgada a todos los niveles y la que pone broche a todo su pensamiento. En El Anticristo estamos de lleno en una narrativa postmoderna. El discurso no empieza ni acaba en ningún sitio, sino que es un discurso en  bucle, atravesado por centros, que se bifurcan hacia lecturas de todo tipo colocadas las unas sobre las otras. El trabajo del crítico consiste en interpretar cada una de esas melodías que suenan al unísono y darles un valor.

       Por una parte, Trier hace aquí un excelente trabajo que va en la línea de su anterior filmografía, en el que penetra casi de una manera clínica en el alma femenina y en el que rompe tabúes tan arraigados como el rechazo a la propia maternidad. Lo que repele de El Anticristo es su verdad orgánica. Charlotte Gainsbourg se rechaza a sí misma como madre, rechaza el mismo concepto de maternidad porque en él hay implícito un asco biológico, un rechazo hacia nuestra propia naturaleza.

       La naturaleza no es un terreno acotado e idílico, sino, como se repite varias veces en el filme, un caos de estados diversos: el estallido de la vida esconde el anhelo de la muerte, la exuberancia de la vegetación presupone la podredumbre y la descomposición mineral física y emocional de la materia, la belleza esconde un reverso siniestro, la bondad lleva a la crueldad y las víctimas se convierten en verdugos.

       Los extremos de alguna manera cosmológica están muy cerca, tan cerca que puede que estén en el mismo sitio. Puede que todo lo bello sea siniestro, que todo lo vivo esté muerto, que todo lo natural sea repulsivo. Ésta es, a mi modo de ver, la gran aportación de El Anticristo. Pero no es una invención de Lars Von Trier. El poeta Rilke definió lo sublime como lo terrible que aún somos capaces de soportar.

       El mismo David Lynch trató este tema en Blue Velvet donde, en el hiperrealista retrato del pueblo de Lamberton, emergían orejas mutiladas y tramas de macabro sabor sadomasoquista. Una de las lecturas más extendidas acerca de Blue Velvet es que en realidad es una cinta sobre el trauma de ver a los padres hacer el amor, en la escena en la que Kyle McKalahan permanece en el armario mientras Isabella Rosellini y Dannis Hooper protagonizan una escena sexual totalmente exhibicionista y prácticamente escenificada. Esta idea se expresa de manera mucho más evidente en El Anticristo donde casi da la sensación de que la pareja esté haciendo el amor para ser vistos por el bebé.

       El Anticristo es una película de estratos, de capas, de texturas, tanto en el fondo como en la forma, Más que pensarlas, las imágenes nos abordan, nos atacan, nos perturban, revientan dentro de sí mismas. Trier demuestra una maestría esencialmente sensorial y se maneja a la perfección entre símbolos visuales (la mano llena de garrapatas), las metáforas bíblicas (el bosque de edén, los magos) y las referencias pictóricas.

       La puesta en escena de El Anticristo recuerda muchas veces a esos paisajes de anómala tranquilidad a los que nos tiene acostumbrados la fotografía de Crewdson mezclado con las escenas explícitas de Nan Golding, y en cierta manera con una referencia clarísima a El jardín de las delicias de El Bosco.

       Es una película a la que hay que entrarle por las tripas, verla desde las vísceras sin pretender racionalizar ni distanciarse de su esencia, de su animalidad; hay que dejarse llevar por la propia experiencia física del filme.

       ¿De qué trata El Anticristo? Si en Europa teníamos una sesión de hipnosis, aquí asistimos a una terapia psicológica paliativa. El matrimonio formado por Charlotte Gainsbourg y Willem Dafoe acaba de sufrir un golpe durísimo ya que su bebé de apenas dos años de edad muere tirándose por la ventana mientras ellos hacen el amor. Charlotte Gainsbourg está internada en un hospital psiquiátrico ya que según los médicos padece de una tristeza anómala. Para Willem Dafoe la tristeza de su mujer no es anómala, es natural. Así que decide sacarla del psiquiátrico y tratarla él, que para más inri es psicólogo, haciéndola enfrentarse a cada uno de sus miedos.

       A partir de aquí da comienzo un descenso a los infiernos dividido en etapas psicológicas: tristeza, dolor y desesperanza. Trier sigue desmenuzando el relato en fases, capítulos, estadios distintos y acierta al combinar los momentos de melodrama con secuencias de auténtico terror psicológico. En este sentido, El Anticristo se permite homenajear o citar referencias cinematográficas muy distintas entre sí (otro  rasgo característico de la postmodernidad): desde Stalker y Sacrificio de Tarkovsky, que es la más evidente de todas, ya que Trier le dedica película al cineasta ruso, a El resplandor de Kubrik, pasando por La Semilla del diablo de Polanski, hasta llegar a Persona de Ingmar Bergman.

       Sin embargo para mí la película que presenta más analogías con El Anticristo es El día de la ira, de Dreyer. En este filme, al igual que en El Anticristo,lo que prevalece es el universo de la autosugestión, del mismo modo que la Selma de Bailar en la oscuridad hacía valer su daydreaming para vivir en un musical constante. Esa misma capacidad de fantasía tiene consecuencias devastadoras para otros personajes en los que la imaginación les hace sufrir auténticas alucinaciones y las convierte en víctimas de sí mismas. Interiorizan lo que se cree de ellas como si fuera una verdad indiscutible y acaban actuando en consecuencia.

       Volvemos a la reversibilidad. En El día de la ira nos situábamos en el contexto claustrofóbico de la caza de brujas, donde una joven apasionada, Ann, se enamoraba del hijo de su marido, un pastor protestante. La sugestión a la que la somete el entorno es tal que acaba creyéndose que es una bruja, y finalmente será quemada en la hoguera. Esta especie de profecía autocumplida es lo mismo que le ocurre a Charlotte Gainsbourg en El Anticristo. Su culpabilidad interna es tal que acaba creyendo que la maldad reside dentro de ella, lo que le lleva a comportarse de acuerdo con esa maldad que ella cree que tiene. Es incapaz de disociar esa creencia de su comportamiento. El título de esta película también tiene una relación ambigua con el propio contenido de la cinta: ¿Quién es el anticristo?

       Por una parte sabemos que ella deseó, permitió o provocó inconscientemente la muerte de su hijo tal y como revelan los flashbacks finales y las fotos del niño con los zapatitos del revés. Pero también sabemos que en su enajenación mental hay un dolor insostenible, una culpa insoportable que de una manera u otra ha de liberar. Sabemos que ha vivido apartada, silenciada por la indiferencia de Willem Dafoe que, tal y como se repite varias veces en el filme, sólo le presta atención cuando ella se muestra frágil, vulnerable, dependiente. Su violencia, el deseo de la muerte de su hijo, todas sus reacciones histéricas tienen como objetivo reclamar la presencia y la atención de Willem Dafne, que es incapaz de amarla como a una igual sino como un animalito al que hay que proteger, incapaz de diferenciar el amor del paternalismo.

       En el fondo ella se sacrifica por los dos. En realidad, asistimos al mismo proceso de culpa-remisión del que hemos hablado desde el principio. Lo que ocurre es que aquí la violencia constituye el mismo sacrificio. Todo, absolutamente todo lo que ocurre desde la muerte del bebé hasta el final de la película, es una expiación de la culpa, un sacrificio en el que ella pretende redimir a ambos de la muerte del bebé. Hay un momento de la película en la que ella le dice: “Si no me pegas, es que no me quieres”. Fuera del contexto en el que está pronunciado, lo que quiere decir en realidad es que cada golpe, cada sufrimiento que ella experimente, cada dolor, la acercará más a aligerar esa culpa. De esta manera, para ella la violencia contra él no significa otra cosa que el deseo de redimirle a él también, de restablecer ese equilibrio “natural”.

       Del mismo modo que el sacrificio de sus heroínas de El Corazón de Oro no era tan altruista, y en el fondo obedecía a un objetivo egoísta. La locura violenta de Gainsbourg no responde a un deseo malvado de hacer daño sino a una necesidad de restituir la normalidad a través de la autofustigación.

       Hay un momento en el que una mala traducción en el doblaje puede cambiar bastante el significado de toda la película. En la pirámide que él confecciona con los miedos de ella, él apunta “me”. En el doblaje se traduce como que en el fondo lo que más teme es a sí misma. Sin embargo creo que el verdadero sentido es que Willem Dafoe se está refiriendo a él cuando escribe eso. Es decir que a lo que más teme ella en el mundo es a Willem Dafoe.

       Por otra parte, tampoco se puede concluir que El Anticristo sea él, puesto que en un principio de lo único que se le podría acusar es de haber ejercido una mala práctica profesional en la cura de su mujer. Sin embargo en sus deseos de salvarla, Willem Dafoe no es completamente transparente en sus intenciones. En el fondo, lo que quiere hacer emerger es su ego profesional, su superioridad intelectual, convirtiéndola a ella en poco más que en un animalito indefenso. Hay un momento en el que ella se encuentra mejor y él es incapaz de alegrarse. ¿No eres capaz de alegrarte por mí? No. No es capaz.

       Todo es ambiguo. Hasta los objetos más inmaculados tienen sus fracturas, pequeños orificios donde se acumulan todo el sufrimiento que no queremos ver, que no queremos oír, pero que desde su inconsciencia consigue atormentarnos: llantos de niños que no existen, sonidos que parecen venir del exterior pero que anidan dentro de nosotros mismos, órganos que palpitan con insistencia enfermiza… todos esos elementos se ponen en juego en el último filme de Lars Von Trier.

       En definitiva, es el manifiesto de un cine empeñado en hacernos reconocer que no hemos avanzado nada, que la armonía de la que creemos gozar con toda nuestra racionalidad distante es solo superficial, y que debajo del maquillaje se esconden los estímulos primarios, la biología que pretendemos rechazar en nuestro frustrado intento de ordenar el mundo que nos rodea. Las emociones están vivas, todo lo que está vivo se desborda, no acepta órdenes ni estereotipos. En esta incapacidad de reconciliar lo instintivo con lo racional nace El Anticristo, que no es otra cosa que poner en escena la disyuntiva más antigua a la que se enfrenta la humanidad.

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