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Sociedad del espectáculoArteLas acuarelas de un paseante

Las acuarelas de un paseante

Se suele decir que en la literatura ya no hay géneros o, al menos, que ya no los hay puros. Que en ellos predomina la voluntad de combinar elementos de manera que ficción y no ficción, poesía y prosa, ensayo y narrativa se aúnan o participan en una sola obra.

Por el contrario, en la pintura parece que los géneros continúan con buena salud de acuerdo con la clasificación académica de lo representado, así que, remedando al ocurrente Ernesto Giménez Caballero cuando llegó a los Pirineos, podríamos proclamar que en la pintura todavía hay géneros, y gozan de buena salud. Pero de lo que no hay duda es que en el arte sobre todo hay técnicas, y las hay tan diferentes en sus características y resultados que dan a la obra acabada, más allá de la voluntad del artista, un ethos, un aire propio del procedimiento empleado.

Y es que el color y la mancha en cada técnica dicen las cosas de manera distinta, propia. Incluso, diríamos que los temas se adecuan a sus exigencias. Como la técnica impone sus razones, es labor del artista decidir, siempre a su juicio libérrimo en esta época de libertades creativas, cuál cree que es la idónea para representar el argumento y para recoger el espíritu que le impulsa, es decir cuál es la técnica pictórica adecuada para transmitir ambos elementos.

Un criterio que no impide considerar, con toda prudencia, que hay asuntos que parecen encontrar su expresión más acertada en una técnica que en otras. Sin embargo, a pesar de que habitualmente se ha dicho que no hay temas inapropiados, hay que señalar que tampoco hay técnicas inadecuadas, pues lo que hay y habrá siempre es la pulsión del artista a la hora de decidir que paleta usa y como se acerca a lo imaginado.

A lo largo de una ya larga carrera profesional jalonada por numerosas exposiciones, Damián Flores ha recurrido con naturalidad y soltura a las diferentes técnicas pictóricas y de grabado al igual que a los soportes más variados, aprovechando la libertad que permite la modernidad dignificadora y popularizadora de temperas y papeles, de tintas y cartones, de gouaches y acrílicos, de maderas y pochoirs, de metales y óleos. Junto a ellos, DF ha empleado, y de manera predominante, las muy académicas técnicas pictóricas que cimentan la tradición artística, como el óleo y, en menor medida, la acuarela.

Ahora, tras una larga dedicación de décadas, el artista ha interrumpido ocasionalmente esa fidelidad esencial a los pigmentos grasos, que ha dado lugar a una amplísima obra en temas, formatos y soportes. En este caso la tentación ha venido de la mano de la acuarela, esa técnica basada en el agua y siempre sinónimo de claridad y transparencia, que parece idónea para representar atmosferas, especialmente las de la Naturaleza.

Intensa y difícil dice de ella Damián Flores, y lo dice con conocimiento de causa, con la experiencia que proporciona la lucha con el color disuelto en agua, siempre esquivo ante el pincel a la hora de aplicarse en el papel. Pero también se podrían añadir otros adjetivos: arriesgada, exigente, impositiva, huidiza, a veces incluso esclavizante… Habitualmente también se señala su elegancia, su evanescencia, que proporciona una atmosfera de lirismo suave y permite unas aguadas de sutilidad a veces imposible.

Unos rasgos que inciden en la supuesta amabilidad de una técnica en la que se inician muchos pintores de fin de semana y que se diría está condenada a ser empleada para representar exclusivamente los temas más tradicionales, sin que esto, en principio, signifique nada más.

Sin embargo, en manos de un artista de lo moderno como DF –cuya poética, que tiene mucho de narrativa y que encuentra su esencia en algunas de las expresiones más acabadas de esa modernidad como la ciudad, la arquitectura, el ferrocarril, los automóviles y los aviones, los neones y la tipografía, sin olvidar la presencia del individuo en la urbe, así como la literatura y el cine–, el empleo de la acuarela da como resultado unas obras enriquecidas, tan distintas como semejantes a sus equivalentes en óleo, gracias a las características exclusivas de esta técnica.

En la exposición portátil e itinerante que conforman estas recientes acuarelas de Damián Flores, todas del mismo formato y sobre el mismo soporte –20×30 y papel–, el artista muestra como la técnica de los colores al agua puede ser empleada con éxito y con acierto en cualquier género y a la hora de representar cualquier tema, de manera que el resultado es una obra que es al mismo tiempo diferente de la realizada con otros medios, pero que conserva la inspiración y la mirada que impulsa esa poética.

Las aguadas que forman esta exposición etérea y sin sede, dedicadas a los paisajes urbanos, como las tituladas Cinema Rómulo, Torre áurea, Stazione o Autos Lusitania, al igual que las audacias geométricas de Reloj Salomone, de Ruinas de Carhué y de la Casa Hoffman, o incluso las de la torre medieval del selyúcida Tugrïl, del depósito de agua de la Villa de Don Fadrique, o la del clasicismo arquitectónico de Paladio, muestran como la poética del artista se expresa de forma diferente pero diciendo lo mismo que cuando emplea otras técnicas.

Todas estas acuarelas, que mantienen la impronta Damián Flores, confirman que la arquitectura, la nocturnidad de la ciudad, el misterio de los neones, las formas imposibles en el espacio o la soledad de la urbe que acentúa la monumentalidad de la arquitectura, tienen vida, y mucha, más allá del óleo.

En los últimos tiempos se ha dado en la obra de Flores un interés renacido por la Naturaleza, centrado primordialmente en sus dos polos personales: el mundo de los Pedroches, espacio de encuentro de los paisajes de Andalucía, Extremadura y Castilla, y las sierras alavesas, tan vascas y riojanas como castellanas. Ha sido un verdadero calambre paisajístico el que ha recorrido su obra tras una dedicación casi febril de muchos meses, que se ha traducido en numerosos trabajos de pequeño formato que, a modo de fotogramas, forman un mosaico que supone un recorrido pictórico por esos lugares.

Sin ser una novedad este interés, que remite a sus admirados barbizonianos que encabeza Corot, es cierto que la atracción por el paisaje y la Naturaleza ha estado un tanto orillada en la obra del artista por la que en alguna ocasión he llamado arquitectofilia esencial –que es lo mismo que decir entrega a lo urbano–, expresada no solo en la pintura, sino en también en una amplia obra escultórica que desde hace años reclama una exposición.

Pues bien, por medio de estas nuevas acuarelas que dan lugar a esta muestra sin sede, que no virtual ya que las obras son tan reales como tangibles, Damián Flores ha conseguido combinar las dos referencias globales que definen su obra en los últimos años: la arquitectura, el mundo urbano en el que suceden cosas, esas que recogen la literatura y la historia, y luego la Naturaleza, el paisaje, el campo y esos lugares que albergaron un mundo de una importancia ya desaparecida, pero que todavía se intuye vivo.

En estas acuarelas los diferentes temas están tratados desde la mirada del curioso, del espectador, sea, valga la redundancia, del ya habitual flâneur urbano o del artista campestre entregado al plein air, lo que lleva a estas obras los temas que se encuentran en la Naturaleza, incluidas arquitecturas tan especiales como ese palomar de Tierra de Campos, que se diría era el del hidalgo del Lazarillo, o la ermita de San Bartolomé, que tiene algo de fantasmal en su soledad agreste y atemporal.

Para confirmar que la acuarela es una técnica que encuentra en el paisaje su género preferido, Damián Flores ha pintado una serie de obras que confirman la proclamada querencia entre panorámica y aguada, sea de la Naturaleza –como la vista del Puente de Alcántara o muy especialmente la dedicada al río Tajo, en la que es notable la modernidad que sugiere la pincelada– o de la ciudad, como la que representa una clásica y difuminada Venecia convertida en epítome de unas fantasmales góndolas, vacías e invernales, siempre discretamente oscilantes desde Canaletto a Depero.

Y es que la acuarela está considerada la técnica idónea para el artista que, como DF, practica la errancia, sea por las calles de la ciudad o desde las atalayas del metro y los autobuses, sea por los senderos y caminos que ofrecen vistas de olivares o trigales requemados, de bancales yermos y de pequeños núcleos de airosos campanarios, arrabales poligonales y geométricos silos que, vistos en la distancia, sugieren agrupaciones cubistas.

La acuarela también es la técnica idónea para recoger el recuerdo de la composición apenas entrevista desde la ventanilla del coche o del muy literario ferrocarril como un fogonazo que queda en el recuerdo. Una vez contemplada la obra de Flores surgida de la mirada viajera, se confirma que la acuarela es la técnica de la rapidez, casi del apunte o del boceto, que la mano experta emplea con criterio para dar feliz acabado al asunto, dejando la elegante sensación de estar ejecutada como al acaso.

En fin, de todo hay en estas últimas aguadas de Damián Flores, expresión de una recuperación acuarelística, que muestran como todos los géneros y temas pueden ser abordados desde cualquier técnica y como este acercamiento produce unos resultados extraordinarios, por diferentes, de los alcanzados con otros medios.

Como demuestran algunos de estos papeles, ni las arquitecturas, ni los nocturnos urbanos, ni el aire de la ciudad contemporánea de la que respira su esencia metafísica, son patrimonio exclusivo del óleo, pues en la obra de DF los temas adquieren una claridad y una suavidad que, sin arrebatarles la esencia, da a los asuntos representados una atmosfera distinta sin dejar nunca de ser propia de la identidad que distingue la obra de este artista de la ciudad que no vive de espaldas a lo que hay entre urbe y urbe, eso que Juan García Hortelano llamaba campo.

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