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Las anteojeras de la democracia

 

Puede tratarse de una dragqueen con la cabeza empañolada postulando al congreso de los diputados.

       Puede que Celia Cruz haya resucitado famélica y con bigotes de su tumba.

       Puede que lo que aparezca tras el vapor del sauna, al salir el hombre, el turbante, y luego el peinado, sea Melcochita, el clon salsero del marabuto con nombre de perro que hoy castiga implacablemente a su revolucionado pueblo.

       En el territorio imaginario de la lengua castellana –en Hispanistán– puede que lo estamos diciendo sobre el Magreb sea más una proyección de nuestros deseos y nuestras fobias, versiones de una revolución que describen muchísimo más profundamente al yo vulgar y vernáculo de los europeos, que a los magrebíes.

       Desde el pasado 6 de marzo hasta la fecha he venido leyendo en El País informaciones y reflexiones sobre lo que viene sucediendo al sur del Mediterráneo. Lo que esta breve lectura de la prensa me ha dejado en claro es que no estamos entendiendo (yo no estoy entendiendo) gran parte de lo que sucede en el Magreb.

       Aquí las interrogantes que las informaciones cruzadas de los reporteros, con las opiniones de sus ideólogos, y algunas lecturas previas sobre el Islam me han generado; y el esfuerzo por entrever qué cosa puede estar ocurriendo allá abajo.

 

¿Son compatibles el Islam y la democracia?

En Historia secreta de la revuelta árabe, un artículo aparecido el domingo 6 de marzo en El País, Javier Cercas, en su ideológica, cerrada y celosa defensa de la democracia, acaba aproximándose más a la figura de un predicador religioso que a la de un periodista comprometido con la realidad.

       Comienzo con algunas frases que el periódico resalta de aquel artículo: “los árabes descubrirán muy pronto que la democracia no es el paraíso y que sólo es el mejor instrumento político inventado hasta la fecha”.

       Salvando la identificación entre los árabes y el islam (hay árabes que son cristianos), me pregunto por que, si los musulmanes han estado en continuo contacto con las democracias liberales desde que éstas hicieron aparición en la Europa moderna (y, más precisamente, Egipto fuera colonizado por la más emblemática entre ellas: la inglesa), habrían de descubrir precisamente ahora, como en una epifanía sufí, que la democracia no es el paraíso en la tierra pero casi?

       ¿No se parece el argumento de Cercas al utilizado por los escritores positivistas decimonónicos para justificar las atrocidades civilizadoras del colonialismo?

       Luego Cercas pasa a discutir Ayaan Hirsi Ali quién, en un artículo aparecido en Le Monde, sostiene que el islam es incompatible con la democracia. Cercas le argumenta que lo mismo se dijo sobre los españoles y los latinoamericanos 30 años atrás, y hoy la mayor parte de ellos vive en regímenes democráticos.

       Aquí ya estamos ante un enredo ideológico feroz.

       Primero porque Hispanistán –este segmento excéntrico de Occidente– Europa y Estados Unidos son en el fondo muy parecidos entre sí, y muy distintos de los musulmanes.

       Segundo porque Hirsi Ali es la víctima y la prueba viviente de que el islam y la democracia radicales no son compatibles y que como versiones del fundamentalismo, se parecen bastante.

       Nacida en Somalia, Hirsi Alí fue forzada a la ablación por su abuela, huyó de un matrimonio concertado por su familia hacia Alemania para finalmente pedir asilo político en Holanda. Allí estudió Ciencias Políticas y descubrió el pensamiento liberal europeo que la conduciría a ser una apóstata del islam (ella fue la guionista del documental Submission –islam significa literalmente eso, sumisión– del cineasta Theo van Gogh, quién fue asesinado por un fundamentalista, y  a quién se le encontró, insertado en el cuchillo que le insertaron por el pecho, una amenaza de muerte dirigida hacia ella) y luego a abrazar con igual fervor la causa de la democracia; como si no fuera posible ser musulmán y ser demócrata al mismo tiempo.

       Y tercero: que así planteado este debate, Cercas y Hirsi Alí parecen haber transportado un problema a todas luces político hacia el terreno de la cultura, la teología o la teleología, donde definitivamente no encontrará solución.

       Mucho más sensata parece la opinión de José María Ridao (¿Esto es una guerra?, El País, 28 de marzo): en esta forma de razonar pueden encontrarse las causas últimas de las guerras: es en el choque de civilizaciones que se designan a los enemigos y que se vuelven los conflictos políticos en una cuestión de nosotros  (Occidente, el libre mercado, la democracia, el cristianismo) contra ellos (el comunismo, el Islam, las dictaduras y los musulmanes). Es en el ámbito de la cultura o la teología, “donde el acuerdo será interpretado como renuncia  las verdades consideradas supremas, y por tanto, como defección, como herejía”.

       Si conscientemente llevamos al límite la esencialización a la que Cercas y Hirsi Ali nos conducen –Europa, el islam, los árabes– daremos con que, en efecto, no pueden haber cosas más incompatibles que el Islam y la democracia.

       Si el verdadero dilema político de “Occidente” no es la democracia (otra esencialización), es la soberanía; para el islam este dilema se encuentra planteado históricamente en términos radicalmente distintos.

 

 

       El problema político fundamental del Estado moderno europeo es quién gobierna a los gobernantes. ¿Un déspota (en el mejor de los casos) ilustrado capaz de auto-regular su apetito por el poder, como propuso Platón, o un pueblo responsable que pide cuentas y fiscaliza a los políticos que elige, también responsablemente, como discutió Aristóteles? Si para nosotros la ciudad (la polis, el estado) es el arquetipo ideológico de nuestra comunidad; para ellos la ciudad es tanto el modelo como la antítesis moral de la comunidad musulmana. Se trata de un sistema político pendular –el marabutismo– que Ibn Khaldún describió hace cientos de años y cuya validez en el presente histórico (en el último siglo) confirmaron dos etnografías fundamentales para la comprensión del Magreb: Islam Observed, de Clifford Geertz, y The Muslim Society, de Ernest Gellner.

       Cualquiera que haya leído por lo menos un poco acerca del Islam comprenderá inmediatamente que allí hay una permanente tensión entre el espíritu guerrero de la tribu, su anarquismo místico, y la burocratización (la secularización) de las ciudades, con el Corán y la sharia como moldes para cualquier ordenamiento y jerarquización social.

       Nada puede estar más lejos de la democracia que una comprensión y un ejercicio del poder que tanto guía a líderes carismáticos como Mubarak a encumbrarse (tras sustituir en 1981 a Anuar el Sadat, quién en 1970 sustituyó al general Nasser, quién en 1952 derrocó a Farouk I, que heredó el poder de su padre Fuad I en 1936, que gobernó Egipto desde el fin del protectorado inglés en 1922) como a los rebeldes libios a retarlos y derrocarlos, por lo general mediante el uso de la violencia.

       A diferencia de los héroes helenos (de nuestros gobernantes) para los musulmanes la educación (otro signo de la secularización) acaba por emascular la fuerza mística de los líderes, que heredan (o crean) su carisma y su legitimidad trazando líneas genealógicas que pueden remontarse hasta Mahoma y la primera comunidad musulmana. Un líder musulmán difícilmente se sentirá culpable por un poder que él mismo ha conquistado, pues, volviendo a Ibn Khaldún, “cualquiera que desee mandar no debe aprender a obedecer”; ni tampoco se sentirá responsable ni rendirá cuentas a nadie, y no lo hará porque “pagar impuestos es una señal de opresión y blandura que las almas orgullosas no pueden tolerar”.

       Si esto es lo que nos dice la historia y la filosofía…

 

¿Cómo pueden los rebeldes luchar hoy por la democracia?

En La decadencia de Occidente, también aparecido el 6 de marzo pasado en El País, Jorge Volpi afirma que “lo mejor de Occidente” lo encontramos en esas “masas mayoritariamente jóvenes” que “le plantan cara” a dictadores como Gadafi y a regímenes totalitarios como el de Libia. “En las plazas llenas de manifestantes de Túnez, Egipto, Libia, Bahréin, Yemen o Marruecos”, dice, está “el futuro de la democracia”.

       Jon Lee Anderson (¿Quiénes son los rebeldes?, El País, 3 de abril), es de los pocos que están escribiendo sobre el conflicto en el terreno, también parece identificar un cierto y generalizado espíritu democrático entre los rebeldes libios.

       Sin embargo, cabría preguntarse si realmente se imaginan los libios como demócratas, o qué cosa pueden estar entendiendo los egipcios por democracia.

       El mismo Lee Anderson presenta un esbozo de quienes luchan en los desiertos libios. El “núcleo duro de los combatientes”, dice, “han sido los shabab, los jóvenes cuyas protestas desencadenaron la revuelta a mediados de febrero”; pero a ellos se les han sumado mecánicos, comerciantes, ingenieros petrolíferos, viejos soldados y “unos cuantos hombres religiosos, barbudos, más disciplinados que los demás, que parecen empeñados en luchar en punta”.

       Casi todos parecen luchar únicamente para tumbarse a Gadafi, fuera porque los radicales islamistas le consideran un kafir, un infiel, o porque para los musulmanes liberales es un monstruo, mientras que nadie sabe realmente qué pasará con el país ni que tipo de gobierno tendrá luego de acabada la intervención de la OTAN.

       Al parecer hay dos líderes militares peleando contra Gadafi, ellos mismos adversarios entre sí: uno es Abdel Fateh Yunis, ex ministro del Interior, y el otro el coronel Khalifa Heftir, veterano de la Guerra contra Chad en los ochenta y residente hasta hace unos días en Estados Unidos; ambos en todo caso apuntan hacia nuevas formas de caudillismo, marabutismo o liderazgo carismático, por lo pronto más cercano a Gadafi que a la democracia.

       Luego está el Consejo Nacional, el gobierno de facto establecido en Bengasi que ofreció “una imagen lamentable” (El País, 24 de marzo) cuando su vicepresidente Abdelhafiz Ghoga anunciaba que el nombramiento de Mahmud Yabril, antiguo gadafista como primer ministro, había sido un malentendido. El Consejo Nacional está conformado por un “grupo de intelectuales, antiguos disidentes y empresarios muchos pertenecientes a viejas familias que eran importantes antes de que Gadafi llegase al poder” (Lee Anderson, El País, 3 de marzo).

       Sin embargo, existen  otras organizaciones de este tipo, una de ellas, el Consejo Nacional de Transición liderada por otro antiguo hombre de Gadafi, el ex ministro de Justicia Mustafá Abdel Jalil. No queda nada claro si ambas organizaciones cooperan o compiten, pero sobre todo, no queda claro que el resultado de la revuelta libia conduzca hacia el establecimiento de una nueva democracia. 

       Aún cuando ya han sido convocadas las próximas elecciones en Egipto (huelga decir que quién realmente sacó a Mubarak del poder, inclinando la balanza hacia los rebeldes, fue su ejército) queda aún la incertidumbre de qué cosa exactamente entienden los egipcios (y los musulmanes en general) por democracia.

 

 

       En la poderosa precisión de la frase de Ernest Gellner, el islam “es la plantilla de un ordenamiento social” al que incluso estados-nación que dan sustento a las democracias modernas deben ajustarse. La potente piedad de la umma –la comunidad global de musulmanes– no se acomoda fácilmente a la racionalidad de los estados secularizados de Europa que Cercas y Volpi tienen en mente al hablar de la democracia. Es más, la umma constantemente pone en cuestión nuestras nociones del estado, nación y os territorios nacionales, exhortando incansablemente una congruencia entre las políticas nacionales y la ley islámica.

       En el mismo Egipto –como explican los etnógrafos Charles Hirschkind y Saba Mahmood en dos artículos brillantes aparecidos en Cultural anthropology : ‘Civic Virtue and Religous Reason: an Islamic Counterpublic’, ‘The Docile Agent: Some Reflections on the Egyptian Islamic Revival’– muchas de las reformas liberales han sido detenidas desde las mezquitas por los ulemas, los predicadores y representantes de la comunidad musulmana en la tierra.

       Si puede hablarse de un civismo musulmán, éste poco tiene que hacer con la democracia. La da`wa, el camino hacia Dios, que propugnan las Hermandades Musulmanas, consiste en unas virtudes cuya práctica difícilmente comprendería a carta cabal un europeo de hoy: humildad, docilidad, timidez (sobre todo en el caso de las mujeres), arrepentimiento, temor de Dios, etc. Son toda una serie de técnicas de mejoramiento del yo (una suerte de desarrollo personal a la musulmana) ampliamente extendidas en el Magreb. Para decepción de las feministas, son las mujeres musulmanas quienes más poderosamente las defienden, pues la alfabetización femenina ha provocado no una liberación de las ataduras patriarcales que sufrían y sufren las mujeres, sino un mejor conocimiento del Corán y de las leyes escritas del Islam en las que sus cadenas se sustentan. En última instancia la alfabetización ha hecho a las mujeres más observantes de la norma y más piadosas, más subyugadas al poder masculino.

       Me atrevería a decir que puede que lo que realmente se esté jugando hoy en el Magreb no sea el futuro de la democracia, como alegremente propone Volpi. Es el futuro del Islam.

 

¿Cómo intervienen Europa y Estados Unidos en el futuro del islam?

Hoy, casi dos meses después de iniciadas las revueltas del Magreb, mientras una lluvia de misiles de la OTAN cae sobre Libia, tal vez quepa preguntar si tras el llamado aparentemente cívico de la democracia no se agazapó desde el principio una declaratoria de guerra.

       Hagamos un breve recuento histórico de cómo ha actuado la democracia en el mundo islámico.         

       Las burocracias nacionales particulares del Magreb son el producto de un largo proceso colonial emprendido por los estados democráticos europeos en esa región hace dos siglos.

       Según Saba Mahmood en otro artículo, esta vez aparecido en Public Culture (‘Secularism, Hermeneutics and the Empire: the Politics of Islamic Reformation’), dice el control estatal de la conciencia musulmana habría comenzado con la firma de la International Religious Freedom Act en 1998. En los días previos a la signatura de esta ley la Administración Clinton propaló a los medios que se trataba de medidas necesarias para salvaguardar la libertad de culto alrededor del mundo.

       La verdad es que con el acta aprobada por el congreso, el gobierno federal de los Estados Unidos se investía de un poder inédito en la historia de la humanidad para regular la vida religiosa de las personas a nivel internacional. Era el inicio de toda una agenda teológica en el meollo de una nación supuestamente secularizada, que financió a través de USAID un programa destinado a crear lo que el Informe Ramsdad –llamado así en honor al think tank entre cuyos miembros fundadores figuran Donald Rumsfeld y Condoleeza Rice– denominó “islam moderado”.

       Más allá de la vertiente militar, se han invertido miles de millones de dólares en actividades de ingeniería social destinadas a disciplinar al islam, gastados en cosas como el entrenamiento de predicadores islámicos, la transmisión de mensajes liberales desde antenas de radio en España e Italia, o el cambio curricular en las escuelas del Magreb.

       Queda clarísimo que no es la salvaguarda de los derechos y las libertades civiles lo que mueve a los estados de Occidente; es la producción de personas y voluntades compatibles con el libre mercado a lo que nos enfrentamos al leer artículos como el de Bernard Kouchner, La Europa que nos revela la crisis libia ( El País, 25 de marzo) o el de Antonio Estella, ¿Autoriza la 1973 a acabar con Gadafi? (El País, 24 de marzo), el primero aduciendo que la intervención de la OTAN en libia se justifica por razones humanitarias, y el segundo que los ataques se enmarcan dentro de la legalidad.

       La democracia es también la razón por la cual a los franceses se han apurado por establecer como interlocutores válidos a rebeldes que no dan ninguna muestra de organización, fuera para venderles armas o firmar con ellos contratos petroleros.

 

 

De las anteojeras a la mira telescópica de la democracia.

Más preguntas:

       ¿Es esta la “respuesta generosa a los deseos libertarios de los ciudadanos de estos países”, como decía Volpi? ¿Es que aún no hemos entendido que la democracia en tanto ideología, como valor religioso, es también la excusa perfecta para que papá Estados Unidos ingrese a su patio trasero a poner en fila, a civilizar y a disciplinar, al narco, a los políticos y los paramilitares, es decir, a los excéntricos mexicanos y latinoamericanos de hoy?

       ¿Es posible imaginar una cierta coordinación entre el alardeo y cacareo democrático y la operación militar?

       ¿No cabe sospechar una relación entre esta crisis y esta nueva guerra?

       ¿En qué se diferencian la operación Amanecer de la Odisea –nótese la palabra odisea– y la operación Tormenta del desierto?        

       Ahora que Francia y el Reino Unido lideran el ataque de la OTAN, ¿por qué nadie ha salido en Europa a manifestarse en contra de los bombardeos a Libia, y sí contra la pasada guerra de Irak, si las excusas que nos han dado los políticos son prácticamente las mismas? ¿Es que si atacan los europeos se trata de una guerra legal, pero si atacan los gringos de una ilegal?

       ¿Tiene o no algo de razón Gadafi al ver en la intervención de la OTAN una intervención colonialista?

       Puede que recién hoy, más de 70 años después de la Guerra Civil Española y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, estemos comenzando a comprender que la democracia y el fascismo no sean opuestos antagónicos.

       Es asombrosa la “incomprensible rapidez”, dice Giorgio Agamben en Homo Sacer, “con la que democracias parlamentarias del siglo XX fueron capaces de convertirse en estados totalitarios y con la que los estados totalitarios se convirtieron, casi sin interrupción, en democracias parlamentarias”.

       El gran problema con las anteojeras de la democracia es que muy fácilmente se transforman en la mira telescópica de un misil, y ojalá pues que los que caen sobre Libia ayuden a sus habitantes a comprender que “la democracia es el mejor instrumento político inventado a la fecha”. Democracia les van a dar.

       Lo único claro de todo esto es que sea lo que sea que esté sucediendo en el Magreb, lo que resulte de Libia terminará por decir tanto acerca de los libios como de nosotros; que mirando bajo estas anteojeras no hacemos otra cosa que juzgar a los sátrapas o ensalzar románticamente a los rebeldes,  mientras otros expolian y se enriquecen, hacer de ellos una caricatura folklórica que en realidad nos describe con más justicia a los habitantes de la región imaginaria de Hispanistán que a los magrebíes.

 

Barcelona, 12 de abril, 2011

 

* Gabriel Arriarán es escritor. Administra el blog: www.lasaficionesdelvaron.blogspot.com. En FronteraD ha publicado el artículo José María Arguedas, un escritor de culto  


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