Ayer tuve un sueño muy divertido que paso a contar. Me había quedado dormido mientras leía el capítulo de los Viajes de Gulliver en el cual el protagonista topa con los struldbrugs, hombres inmortales que, sin embargo, no dejan ni por un momento de envejecer cuando, de pronto, al pasar página, me encontré con un nuevo capítulo que jamás había leído antes y que venía a titularse algo así como “El viaje nunca publicado de Lemuel Gulliver en la Isla Alongada”. Permítase alguna libertad en la transcripción, pero más o menos así fue el texto de mis sueños.
Las aventuras de Gulliver en la Isla Alongada
Habiendo pasado más de cinco años en mi querida y aburrida Inglaterra y muy poco después de que mi hijo mayor se alistara en la Real Marina, ante la no muy grata perspectiva de pasarme los días de mi retiro en compañía de mi mujer, decidí embarcarme una vez más en busca de aventuras, sabiendo como sabía que las aventuras llegarían lo quisiera o no.
Ya no cumpliré los cincuenta años, y aunque no soy tan viejo como los struldbrugs, ni quizá tan codicioso ni tan parlanchín ni tan pelmazo como ellos, confieso que unas veces la envidia y otras el impotente deseo marcan mis días. Bien lo sé y, por eso, sentí la necesidad de dirigirme al Nuevo Mundo, allí donde, según cuentan, todo hombre, incluso un struldbrug de cien años, puede iniciar una nueva vida, inventarse a sí mismo, ser otro del que fue.
Los viajes marítimos son siempre impredecibles y más cuando el que viaja en ellos es Gulliver, así que poco antes de arribar a las costas de Nueva Yorika, el barco en el que navegamos fue embestido por un terrible temporal de olas de más de diez yardas, que hicieron que en poco menos de dos minutos el barco se despedazara, que todos los tripulantes, salvo el autor del escrito, se los tragara el mar, y que mis ajetreados huesos (y supongo que también yo) termináramos en una de las solitarias playas pertenecientes a la Isla Alongada, según supe muy poco después, al llegar a un diminuto albergue rodeado de arces.
(A partir de aquí se produce una laguna de más de diez páginas, por lo menos. Si nos fiamos de una versión oral de mediados del siglo XIX transcrita al finlandés por un discípulo de Elias Lonrot, hemos de suponer que en el albergue Gulliver se encontró con un matrimonio de mediana edad que lo acogió con una hospitalidad muy americana. Más de diez días pasaron juntos, en los cuales Gulliver, afable y gárrulo, contó muchas de sus aventuras, con tal arte que la hija, una preciosidad rubia de no más de veinte años, le dijo que con esa verba podía ganarse la vida de profesor en la escuela donde ella estaba a punto de empezar el nuevo curso. Intrigado y con perentoria necesidad de adquirir algún dinero, Gulliver aceptó la propuesta de la joven y allí se presentó. La escuela se llamaba -con un nombre que verdaderamente le llamó la atención- Kuinsburra Komunisti Kolerica. El texto continúa intacto a partir de aquí)
A fe que el nombre de la Academia Universitaria me dejó de lo más perplejo. Mi joven acompañante no supo saciar mi curiosidad del todo, pues al preguntarle por el significado u origen de ese nombre tan absurdo (bizarre) que aparecía a las puertas de la institución, se limitó a decirme que su profesor de Excrecencias Colaterales había dejado caer que lo de “burra” podía deberse al hecho de la cantidad de conejos que habitaban la isla, ya que, como todo el mundo sabe, los conejos son amigos de hacer burros (o burrows) en cuanto se les presenta la ocasión para ello. En cuanto a lo de “Komunisti Kolerica” parecían palabras de origen germánico, probablemente de la misma lengua anglosajona donde procedía la palabra “burro” o “burra”.
Debo decir que la explicación de mi joven acompañante me convenció de que entraba en una institución presidida por el saber y la verdad y que por fin, después de tantos avatares, había dado con un lugar hecho a mi medida y condición.
No seré prolijo en la descripción de Kuinsburra (que algunos llevados por esa manía de latinizar todo, hasta palabras tan puramente anglosajonas como ésta, lo transcriben por Kuinsburrica o incluso Kuinsborrica), pero no puedo por menos de señalar un rasgo que llama en seguida la atención a cualquiera que pasea por sus recoletas alamedas o se tumba, en un día soleado, en sus verdes praderas, y es la extraordinaria disparidad entre educandos y educadores, nunca visto en las Academias Universitarias de mi querida Inglaterra, ni incluso en las de Lilliput.
La belleza, la gracia y la alegría de vivir no ha de extrañarnos que se den en los jóvenes educandos, pero lo que sí resulta altamente chocante en Kuinsburra es el grado de fealdad e incluso de monstruosidad física reflejados en los rostros y en los cuerpos de los educadores. Mi educación cristiana e irlandesa me han enseñado desde muy jovencito que un alma noble puede anidar en un jorobado y que los jorobados pueden ser bellísimas personas, pero mi experiencia viajera me confirma una y otra vez que alguien con una mueca servil o una mirada torva o una boca desdentada es siempre un pájaro de mal agüero.
Así se lo iba a decir a mi joven y guapa acompañante cuando ésta me interrumpió diciéndome que íbamos a entrar en la Secretaría General de Kuinsburra y que hiciera el favor, a partir de entonces, de no elevar la voz ni mirar a los ojos de nadie, ya que en Kuinsburra todos los diáconos y los subdiáconos sentían como una ofensa personal cualquier mirada franca.
Ante mi extrañeza, mi joven guía me aclaró que en el Libro del Buen Colegial una de las primeras reglas es mirar siempre de manera esquiva y hacer todo lo posible por ocultar las verdaderas intenciones. Al parecer, todo impulso sincero se considera una falta grave de etiqueta, además de un signo de clara estupidez. El primer escalón de la sabiduría no es, como algunos dicen, conocerse a sí mismo, sino que todos, absolutamente todos, incluidos tu padre y tu madre, no sepan quién eres.
Al oír esto, no pude reprimir una exclamación de regocijo. Por fin, después de años y años de infructuosa exploración por varios mundos, se me estaba revelando la sabiduría del mundo en la boca de esta chiquilla de no más de veinte años, que ahora se disponía a presentarme, según me dijo, a la diacona de las Relaciones Humanas y Laborales de Kuinsburra.
Esperamos en el vestíbulo de la oficina durante más diez minutos, tiempo que me sirvió para valorar la caoba de las sillas y el lujo palaciego que rodea toda la sala. Jarrones chinos, retratos monumentales de anteriores Diáconos y un cortinaje que para sí quisiera el rey Jorge de Inglaterra. Se abrió la puerta y una señora de casi dos metros nos salió a recibir con una sonrisa muy amable, aunque antes de entrar, en un aparte, mi joven acompañante (de quien omito el nombre para evitarle conflictos, aunque digamos que se llamaba Jasmin) me susurró que esta gigantona reía permanentemente, para lo bueno y para lo malo, pero sobre todo para lo malo, y de ahí que en ocasiones se la hubiera invitado a dar algún cursillo (workshop) de cómo reír en las circunstancias más adversas, otro de los objetivos fundamentales de la enseñanza en Kuinsburra.
La gigantona me pidió que me sentara y, tras unas cuantas preguntas informales sobre mi origen y tras aclararle yo el propósito de mi visita, me dijo que en estos momentos no había ningún puesto disponible en los departamentos que se dedicaban a la Enseñanza Liberal o a la Numérica, salvo quizá en el Departamento de Lenguas Desconocidas.
Pueden los lectores que hayan leído mis otros viajes imaginar cómo me sentí al escuchar a la Señora Diacona lo de las Lenguas Desconocidas, y en un impulso muy poco kuinsburriano (o como quiera decirse) me puse a dar saltos de alegría por la sala, hasta que Jasmin me tiró de la casaca con un gesto de clara desaprobación. Por fortuna la diacona no le dio demasiada importancia a mi impulsiva reacción, si me atengo a la indulgente sonrisa con que me obsequió antes y después de yo decirle que conocía al menos cinco lenguas desconocidas, además del latín, el francés, el italiano y un poco de español y turco.
La entrevista no podía haber ido mejor. De allí me llevaron al Departamento de Lenguas Desconocidas, que me causó una honda impresión por la austeridad de sus aulas y el ascetismo rayano en la pobreza de sus despachos. Jasmin se había despedido de mí y ahora me acompañaba la secretaria de la Diacona, una mujer de pocas palabras, aunque las pocas que me dijo no me tranquilizaron mucho.
Esperamos en la oficina principal, sentados los dos en sillas forradas de un cuero de color biliar, casi tanto como los ojos saltones de la secretaria.
Le pregunté por qué aquello estaba tan deshabitado y cómo es que las aulas estaban vacías, a lo que me contestó, mientras se mordisqueaba las uñas con una boca que más parecía hocico de chihuahua que boca de mujer , que estábamos en la primera semana de curso y que en el Departamento de Lenguas Desconocidas la primera semana estaba exclusivamente dedicada a determinar el grado de desconocimiento que los educandos tenían sobre la lengua ignota que iban a tomar.
Maravillado por lo que me decía quise indagar más y me enteré de que cada educando pasaba por una especie de confesionario donde el educador le hacía varias preguntas sobre la lengua en cuestión.
– ¿Y cómo es eso si los educandos desconocen las lenguas desconocidas?
La secretaria me echó una mirada de infinito desprecio y me dijo que precisamente por eso, porque eran desconocidas, resultaba absolutamente perentorio determinar si el alumno las conocía o no.
Como la demora se hacía pesada, la secretaria que me acompañaba preguntó a la secretaria de las Lenguas Ignotas si era posible acercarse a los confesionarios donde se estaban llevando a cabo las pruebas de desconocimiento. Noté entonces que la ignota secretaria, que hasta ese momento había estado muy quieta y muy sentada detrás de su escritorio, se incorporó, se vino a nosotros y rompió a llorar desconsoladamente.Era una mujer todavía relativamente joven, aunque con grandes ojeras de Magdalena como esas que descubrí una vez pintadas en el escapulario de un monje franciscano español que se había ahogado en uno de mis muchos naufragios.
Las dos secretarias, que parecían ser amigas, se abrazaron y la llorosa dijo algo así como que le había fallado a la Doctora Assassinoff. “No, mujer”, dijo la otra, “no vuelvas otra vez con lo mismo. La doctora Assassinoff ya te perdonó hace tiempo. Un error lo puede tener cualquiera”. “Le fallé, le fallé, y sé que lo mío es imperdonable”.
La llorera duró todavía unos minutos. Yo me había retirado prudencialmente y me preguntaba cuál podría ser el enorme error que había cometido aquella buena mujer que tan angustiada estaba. Finalmente, la secretaria del hocico de chihuahua se acercó a mí y me dijo que podíamos ir a los confesionarios. Pregunté entonces las razones de las lágrimas y el chihuahua en forma de mujer o la mujer en forma de chihuahua, muy compungidamente, sacudió la cabeza. “Mi querida amiga está sentenciada. Cometió una imprudencia verdaderamente fatal. Aquí, en este Departamento, la mayor infracción es hacer la vista gorda con aquellos que sabiendo alguna palabra de una lengua desconocida se hacen pasar por ignorantes”.
Al cabo de por lo menos dos minutos llegamos al final del pasillo, cada vez más oscuro y más lúgubre, y al dar la vuelta, en otro pasillo no menos extenso y no menos lúgubre, nos topamos con toda una vastísima fila de muchachos y muchachas que esperaban pacientemente sin emitir una sola palabra, ni en el inglés gangoso de esta remota isla ni en el de ninguna otra lengua conocida o desconocida que pueda oírse en algún punto del globo terráqueo.
Recorrimos toda la fila y, por fin, entramos en la sala de los confesionarios, que eran muy distintos a los que yo recordaba de mi infancia en Irlanda. Eran, más bien, como armarios destartalados con un agujero en el centro, a través del cual el educando, tras haber penetrado en el interior del habitaculo, sacaba la cabeza. En seguida caí en la cuenta de lo ingenioso del artilugio, pues de esa manera el educando estaba imposibilitado de leer las respuestas escritas en las manos o en cualquier otro lugar del cuerpo, como en tantas otras escuelas del Viejo Continente.
Estaba tan absorto contemplando esta extraordinaria invención de la pedagogía que no me percaté de la presencia de una mujer toda vestida de negro, que al principio pensé que era una percha, un segundo después creí que se trataba de una monja momificada y, tras presentármela, no dudé de que se trataba de un trasgo que había regresado de entre los muertos. Su mano blancuzca era claramente la mano de una muerta, como estaban muertos sus ojos almendrados y su consumida boca. No recuerdo el nombre y prefiero no recordarlo.
Recuerdo, eso sí, que tras retirarme la mano, se desabotonó la sotana que llevaba puesta, se la fue quitando muy pausadamente y luego la fue a colgar de una silla. El espectro negruzco de hacía un momento vestía ahora greguescos ajustados y una camisa de bucanero, con guantes de cuero muy fino. Con paso firme, casi militar, dio un taconazo al llegar junto al primer confesionario donde sobresalía la cabeza del educando y emitió un ruido gutural, algo así como “gargura gargón”. Luego se volvió hacia mí y me pasó una hoja con algunas de las frases que iba dictándole al educando, que por el gesto de miedo que traía y por encontrarse de la guisa en que estaba parecía un reo a punto de ser guillotinado.
Por curiosidad daré una lista de frases de esta lengua desconocida que por no tener no tenía ni nombre, aunque según me enteré después pertenecía a un subdialecto hablado por una tribu extinguida un año antes de la coronación de nuestro rey Jorge, la cual, al parecer, había habitado en una diminuta isla de la Polinesia localizada en la latitud sur de 27 grados y en la longitud oeste de trescientos y dos grados y dos minutos.
Lo primero que leí fue Sin suck sin bon, que es un saludo parecido al «¿qué tal te va?». La contestación, si a uno le va bien, es decir, escuetamente, suck, y si es al contrario, bon, o bonbón, si es que le va francamente mal.
Me contaba uno de los educadores que había llegado algo más tarde, el doctor Boroboro, que a veces se había producido algún que otro problemilla, pues en una ocasión un estudiante había suspirado, dentro del cubículo, this sucks, man («esto es una jodienda, tío») y automáticamente ese enunciado había sumado un punto, que en este tipo de exámenes significaba que el educando pasaba al segundo nivel. Otra interferencia molesta se daba con la expresión go nad fuk ur mum, porque absurdamente algunos de los educandos veían en la tal frase una obscenidad cuando, en realidad, significaba, simplemente, “¿te gusta comer zanahorias?”. A ese respecto la innombrable doctora era tajante y cuando notaba risitas o incómodos gestos en los educandos repetía la pregunta más y más alto, y al menos una vez, según también me aclaraba el Dr. Boroboro, se había producido un muy desagradable incidente con un educando que había exigido explicaciones por escrito al Diácono de Conflictos Educativos. Afortunadamente todo quedó en nada cuando se le explicó que fuk equivalía a “comer” y mum significaba “nabo” o “zanahoria”.
La secretaria, antes de marcharse, me había dicho que lo único que me faltaba para entrar en el cuerpo facultativo era entrevistarme con la Dra Assassinoff. Sería una simple formalidad: dos o tres preguntas sobre mi experiencia pedagógica y verificar mi dominio de lenguas. Me moría yo de ganas de exhibir mi conocimiento de la lengua de Lilliput, que era la que dominaba mejor, así como las otras lenguas ignotas que había ido aprendiendo en mis viajes por el mundo, pero la espera se me estaba haciendo interminable. La Doctora Assassinoff, al parecer, no estaba todavía disponible.
Las licenciadas Linier y Louranides, que por su juventud y belleza parecían más educandos que educadores, llegaron a la sala y, casi enseguida, tras las presentaciones, se pusieron a contarme algunas de las peculiaridades de Su Silla, que es el título que empleaban al hablar de la Dra. Assassinoff. Así supe por ellas que Su Silla solía cerrar la puerta de su despacho a cal y canto y no admitía la entrada de nadie durante dos o tres horas al día. Había distintas teorías de lo que hacía en esas horas de reclusión. Unos pensaban que dormía y otros que se dedicaba a practicar los sonidos sibilantes de las lenguas bífidas. La secretaria aseguraba que eran horas de meditación y de estudio, aunque la Doctora Urrako, íntima de ella, pero extraordinariamente maldiciente, había dejado correr la voz de que en realidad lo único que hacía era contemplarse en un espejo veneciano con poderes mágicos que la reflejaba siempre de la manera más favorable.
Iban a añadir algo más entre risas cuando de pronto noté terror dibujado en el rostro de las dos licenciadas y lo siguiente que vi fue que huían despavoridas al último rincón de la inmensa sala, toda en penumbra. Me di la vuelta.
Ni el yahoo más espeluznante me hubiera causado una impresión igual. La doctora Assassinoff no era realmente una mujer ni tampoco un homínido. Sería difícil clasificarla dentro del reino animal, aunque vegetal no parecía ser, pues tenía ojos y boca y dos fláccidos mofletes. Tenía también papada, una papada pulposa que la asemejaba a un avestruz, de no ser porque el resto del cuerpo era blando e informe como el de una esponja invertebrada. Empezó a hablarme.
Su voz, en cambio, era melodiosa. Y en sus ojos azules creí detectar un ser bondadoso y hasta dulce. La primera impresión, pensé entonces, es siempre equívoca. Su Silla no sólo parecía tener una mirada de bondad, sino que su sonrisa, según me indicaba que la siguiera a su despacho, me había transmitido una confianza extraña, casi hipnótica.
Al llegar a la puerta de su oficina tuve otro sobresalto parecido al que había tenido al ver por primera vez a Su Silla, pues allí estaba, apostada en el umbral, una vieja con los labios pintarrajeados, que me recibió con una sonrisa desdentada y siniestra. Su Silla le pidió que nos acompañara en la entrevista y pronto estuvimos los tres sentados alrededor de una mesa cuadrada repleta de rimeros de papeles, algunos de los cuales llegaban hasta el techo y otros serpenteaban por el aire como si lo hicieran al ritmo de la flauta de un fakir.
La Doctora Assassinoff habló y habló durante más de media hora sin dejarme siquiera tiempo para decir “sí” o “de acuerdo” o “eso está bien”, mientras que la doctora Urrako, que así se llamaba la vieja, se limitaba a susurrar “amén, amén” cada vez que Su Silla hacía una afirmación, lanzaba una queja o una velada amenaza.
Pues según tuve ocasión de descubrir muy pronto, Su Silla y todos aquellos en el Departamento que habían dedicado sus vidas a la protección y enseñanza de las Lenguas Desconocidas estaban siendo saboteados por un tal Licenciado O’Madrul, quien desde hacía algunos años cuestionaba nada menos que las pruebas de desconocimiento, algo capital para la deontología y normal funcionamiento del Departamento. Por ahora, y gracias a su firme resolución, Su Silla había conseguido que la Secretaría General de Kuinsburra incluyera en el curriculum hasta quinientos niveles distintos para cada lengua desconocida que se enseñaba en el Departamento.
La vieja Urrako repetió por enésima vez “amén, amén” y por segunda o tercera me miró a los ojos y me hizo un guiño. Su Silla, que se percató de aquello, calló un momento y nos echó una mirada de muy pocos amigos, tras de lo cual añadió, crípticamente, “aquí en mi oficina no admito jolgorios, ¿entendido?”
La seriedad y profesionalidad de Su Silla me tenían admirado, tanto como el complejo sistema ideado para determinar el nivel de los educandos. De pronto, se me ocurrió que este Departamento debía tener un claustro numerosísimo, dada la ingente cantidad de niveles, de modo que coincidiendo que la Doctora Assassinoff estaba sorbiendo un té que le acababa de servir la secretaria, le pregunté cuántos alumnos solía haber por nivel.
Hubo un silencio algo embarazoso. La doctora Urrako se levantó de la mesa, abrió el armario y me trajo a continuación un cartapacio. Era muy voluminoso. Lo abrí. Eran hojas en octavo, todas en blanco, cientos de hojas finísimas y todas en blanco, salvo la primera, que estaba llena de nombres, y una segunda que tenía garrapateados solamente tres, dos de ellos tachados. No entendía muy bien lo que tenía entre mis manos. Su Silla se pasó una servilleta por los labios y me lo explicó.
Naturalmente casi nunca un educando, me aclaró, llegaba a pasar del primer nivel en cualquiera de las seis lenguas desconocidas que en principio se impartían en Kuinsburra. En sus más de diez años al frente del Departamento sólo en tres ocasiones había habido la necesidad de abrir un segundo nivel, pero eso no importaba nada. Todo lo contrario. Si se quería que el Departamento tuviera un código estricto de conducta y un rigor en la enseñanza de una segunda lengua -especialmente si era ignota- era absolutamente necesario determinar con exactitud matemática el exacto nivel de cada alumno en cada momento. Ella, por no insistir, había aceptado 500 niveles, pero eran realmente muy pocos. Como mínimo una Escuela de Lenguas que se preciara debería tener cifrado el número de niveles en 5,000, si no en 10,000. La Doctora Assassinoff, con un suspiro y una sonrisa melifica, dijo que se conformaba si al tiempo de su jubilación se había alcanzado el millar.
Por fin pasó a preguntarme y yo le di cumplida cuenta de mis conocimientos en la lengua de Lilliput y en la del país de Brobdingnag, pero cuando iba a contarle también lo que sabía de la isla de Laputa noté que la Doctora Assassinoff torcía el gesto y me regalaba una sonrisa que esta vez no era melifica sino claramente cáustica.
– Ud es irlandés, ¿no es así?
– Sí, claro, irlandés de nacimiento –añadí, sin saber muy bien a dónde se dirigía esa pregunta.
– Pues le diré que yo soy de Transilvania, aquí donde me ve, y en Transilvania sabemos desde chiquititos que todos los irlandeses, salvo uno o dos, son unos mentirosos redomados. Váyase ahora mismo de mi presencia si no quiere que le escriba un memo de dos o tres páginas…
De nada me valieron mis disculpas, ni insistirle que si se había incomodado por lo de Laputa, que podría traer un mapa y señalarle exactamente, con la misma exactitud que en las pruebas de desconocimiento, dónde estaba situada esa isla. Mientras trataba de aclararme, se oyó una trompeta, o un cornetín, y poco después entraron dos hombres uniformados que parecían salidos de lo más profundo de las junglas de África y me arrastraron por todas las recoletas alamedas hasta arrojarme como un fardo fuera de las verjas de KKK, no sin antes advertirme que si volvían a verme dentro del recinto, o merodeando por las inmediaciones ,me molerían los huesos hasta no dejarme uno solo sano.
Estaba yo intentando entender lo que había pasado, a la sombra de un frondoso arce y colocándome la casaca de modo que no pareciera un Yahoo o un vagabundo, cuando vi a la doctora Urrako que se acercaba hacia mí. Pensé que a lo mejor quería decirme algo o entregarme un papel, pero cuando, ya casi a mi lado, vi su sonrisa desdentada y que, sin mayor pudor, se levantaba las faldas, me entró un miedo cerval y corrí y corrí durante más de dos horas, hasta llegar a un embarcadero de los muchos que se ven a lo largo de las costas de la Isla Alongada. Desde hace una hora hago espera para embarcarme hacia mi querida Inglaterra, donde confío en que todavía me aguarde mi mujer de tantos años. Que Dios bendiga a esta tierra.