Uno de los aspectos más obscenos de las crisis económicas es que no suelen afectar al mundo del lujo. Mientras la gente corriente ve desmoronarse su poder adquisitivo y flirtea con la pobreza, no paramos de oír lo mucho que se venden los grandes deportivos, el éxito que tienen los condones Louis Vuitton o las buenas expectativas de negocio -es decir, de especulación- con las que se presenta ARCO.
Las barricadas del lujo son el alimento del proletariado. España es un país con mono de ídolos a los que envidiar y adorar a la vez. Sospechamos enseguida de un pequeño empresario si le van bien los negocios, pero defendemos con uñas y dientes a nuestros supermillonarios deportistas, esos riquísimos jovencitos que, junto con los cocineros de relumbrón, conforman el núcleo duro de la “marca España”. Una etiqueta basada en la excepción y el dinero escorado, no en una urdimbre común de talento o bienestar. Dentro de esta alucinación corporativa, el caso de Ferrán Adriá es particularmente interesante. Hacer pasar al chef de un restaurante de lujo por una de las mentes más creativas, innovadoras e influyentes del planeta, sólo ha sido posible mediante un largo y brillantísimo trabajo de comunicación que ha sabido usar en cada momento las consignas adecuadas. Alguien tendría que contar esta historia. El indecente mundo del lujo sabe que no hay nada mejor para blanquear su reputación que mezclarse con la cultura y el arte, o apropiarse de letanías molonas como emprendimiento, creatividad o innovación para disfrazar lo que no es más que retórica del dinero. Y todos tan contentos.