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Mientras tantoLas calles (poema)

Las calles (poema)


Cuenca: la distinguida Taberna Jovi

Calles repletas de cafeterías. Cafeterías donde los clientes ensayan y derraman sus muecas. Muecas meditabundas y muecas sonrientes. Muecas ajenas al entorno. Muecas estrepitosas envueltas en estridentes carcajadas.

Además de cafeterías, en las calles hay fruterías; anafóricas fruterías, verdulerías, atendidas inmejorablemente por jóvenes africanos que colocan de manera impecable esos montoncitos simétricos que se elevan con frutas y hortalizas, frutas y hortalizas redondas que permiten ser erigidas en breves y vistosas atalayas, consistentes y sinuosas; torrecitas de frutas y hortalizas, en los escaparates, que mejoran toda la calle. Los plátanos, empero, parece que navegan en cajas al ritmo de la rotación de la Tierra. Se exhiben a su aire. Algunas de sus cáscaras se nos muestran rajadas, doblegadas a su dulzura. Un muchacho transige en las aceras, entra en una de esas anafóricas fruterías, adquiere una naranja, la acaricia, abstraído da gracias a no se sabe quién mirando al suelo, amorosamente mirando al suelo. Y come la naranja.

Entre una y otra calle hay ruidos. Hay ruidos de motores asmáticos. Hay ruidos de rumores de seres. Hay ruidos de chuchos escuálidos. Ruidos de inspiraciones y expiraciones; ocultos, bajo techo, quizá esos últimos suspiros. Se siente el ruido de los pequeños boletos en las administraciones de lotería. Se siente el ruido de los minúsculos pliegues apelmazados en las lencerías. Se siente el ruido de la respiración de los setos. El ruido de la resaca que pervive en las cañerías resecas. El ruido de la plegaria mental que queda ensordecida tras el repique de las campanas.

Transita la nostalgia de un teléfono de monedas, pese a que toda la humanidad está asida a sus celulares. Asimismo sonidos produce aquello que no se percibe, por más que un silencio absoluto apetezca. Suenan pisadas. Apenas se oye el eco de las pisadas. Sin embargo nadie conculca el suelo con sus suelas. Desde el monasterio de la montaña el robusto gallo canta con fuerza: expande la ronca nebulosa del tiempo, que es sólo polvo y gas vagando ofuscados por el espacio. Mas en el fondo quiere el gallo negar el tiempo. Negarlo a la tercera vez de su gorjeo afónico, como cuando San Pedro negó a Cristo. «El mundo es todo lo que acaece».

Una realidad virtual no tiene presencia en las calles. Únicamente tiene presencia en las calles la vida transcurriendo. Vida en ventanas y en aleros. Vida en muros de carga, locuaces; ¡creedlo!. Todo lo que sucede a lo largo, a lo ancho de las calles, el mundo que sucede, siempre ostenta un voluminoso carácter. El habla, aislada en hálitos; el pensamiento, que se dispersa en el alumbrado. Los codos que bracean por las calles marcan el remar del planeta. El flujo de las calles: respiración mundana. Un ente irrespirable activa las pequeñas urbes sobre los orbes tan dilatados. A dormirse las calles se disponen.

Y las calles se llenan entonces de soledad benefactora. Mundo abrazado por la soledad que tiene dominado al mundo. Para las calles y para los hombres solitarios el mundo es completamente sagrado. Las calles y los hombres solitarios arrojan un afán contemplativo hacia el mundo y la vida, están por entero en él, en ella, y no están separados de él, de ella, en absoluto. Por tanto la soledad nocturna de las calles no está desligada del mundo, sino que cómodamente se amolda al mundo (y viceversa) en una relación nupcial.

La conquense calle Carretería, en la que, de algún modo, se ubica este poema

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