Lo adelanta una celebérrima frase de Gibbon: “La historia es poco más que el registro de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad”. Eso fue precisamente la llamada Gran Guerra, la condensación de las locuras y desgracias de la humanidad del siglo XX, antes y después de 1914. Todo el mundo sabe a estas alturas, tras el tsunami de libros, artículos, conferencias, fotos o recuerdos que han inundado nuestras vidas, que cumplimos o recordamos –porque decir celebramos sería una gravísima frivolidad– el primer centenario de esa “guerra deseada”, pues no debe olvidarse que fue recibida con entusiasmo por muchas personas y países (véase en G. Chevallier el alborozo de París, por poner un ejemplo). Y que se inició con los cañones de agosto entonando la hermosa melodía en Navidad todos en casa o paseo hasta París. Iba a ser una guerra corta, de cuatro meses, y hasta de belleza ética: “la guerra para poner fin a las guerras”, según dijeron los grandes calculadores de estos cálculos. Luego todo resultó bien distinto y la cosa se convirtió en una carnicería inmensa, en una masacre de trincheras, en una guerra que no se quería acabar porque ya no se podía ganar, con lo que todo se volvió fantasmagóricamente artificial excepto la muerte.
Los goznes de la historia
Evidentemente, 1914 es una mera agrupación de números. Una cesura secuencial del tiempo entre las muchas que parcelan la historia humana. Pero esos cuatro dígitos son mucho más que unos insignificantes palotes. Identifican un momento de altísima densidad histórica. Un agujero negro repleto de ludopatías políticas, frivolidades, nacionalismos putrefactos, aventurerismo absurdo, traumas, indecisiones, inseguridades y masas cegadas por el desconcierto, que le dieron al acontecimiento una potencia tan demoledora como para que el mundo saltase por los aires dos veces: en 1914 y en 1939, esta vez bajo el pendón maldito, Adolf Hitler. Por eso algunos han llamado a ese gigantesco conjunto trágico la Segunda Guerra de los Treinta Años.
A pesar de todo eso, la Guerra de 1914 ha sido ninguneada en su trascendencia histórica. Casi siempre ha sido vista como un primer acto marginal de la mortífera contienda posterior, como un pequeño prólogo o ensayo general de 1939. La verdad es, más bien, la contraria: el útero en el que se gestó todo y de donde salió todo es precisamente 1914. Así que la importancia de ese acontecimiento no puede resaltarse suficientemente. Con sumo acierto llamó George Kennan a esa contienda “the great seminal catastrophe” del siglo. Y lo fue: raíz, semilla y origen de todas las demás catástrofes. 1914 es alfa y omega, uno de esos magnos acontecimientos que mueven y desplazan los goznes de la historia. Y cortan el destino en dos partes, como Moisés partió el Mar Rojo, abriendo un abismo insalvable entre el antes y el después. Lo expresó muy bien Erwin Chargaff: “[1914] fue el final real del siglo XIX; nunca más se volvieron a encender las luces que entonces se apagaron. La Primera Guerra Mundial fue la línea de separación entres las aguas, o mejor entre las sangres de dos épocas”.
Por tanto, 1914 ocupa un lugar de privilegio entre las fechas más determinantes de la larga historia humana. Está en ese puesto de transcendencia y privilegio –bueno o malo– en el que destacan unos pocos acontecimientos históricos. Por supuesto, otro agosto famoso, el del 410, cuando, por la puerta Salaria, entraron en Roma las tropas de Alarico saqueando a sangre y fuego la ciudad y consumando la ruina del Imperio Romano. Por supuesto, la caída de Constantinopla en 1453. Por supuesto, 1492, la fecha de la conquista y capitulación de Granada que cuasi finaliza la Reconquista y, en conexión y continuidad con ella, el descubrimiento de América. Por supuesto, aquel 31 de octubre de 1517 cuando, sea realidad o leyenda, Lutero clava en las puertas de la iglesia del Palacio de Wittenberg las famosísimas 95 Tesis que constituyen el certificado de nacimiento de la Reforma protestante y la llamada a la Contrarreforma. Por supuesto, 1775, año de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, que abre el futuro democrático de Occidente. Por supuesto, la Revolución Francesa de 1789, de la que somos hijos póstumos. Contra todo lo que pueda parecernos, la Guerra de 1914 está en el nivel de esos acontecimientos que tienen rango de máxima transformación histórica.
Que todo eso no haya sido visto así se debe a distintas razones. Principalmente, a una bien poderosa: frente al enigma inmenso del nazismo, tumoración terrible y total a la que Joseph Roth describió en frase imperecedera como “la filial del infierno en la Tierra”, la Guerra del 14 ha quedado como un misterio menor, algo “pequeño” en comparación con el “Titán de madera”, Hitler. Incluso grandes plumas que sufrieron ambas guerras se dejaron cegar por ese espejismo. Basta leer al mismo Roth, o las Memorias de Zweig, uno de los libros que con mayor espontaneidad reflejan esos años, para ver que esa guerra no les parece gran cosa en comparación con lo que vivieron en el nazismo. Y lo mismo ocurre con otro personaje crucial de la época, Thomas Mann. Claro que el desatino puede explicarse por circunstancias personales. La Primera Guerra convierte a Zweig en figura literaria, y ese éxito le ayuda a pasar la contienda sin grandes daños, al margen de hambres y de fríos. Por su parte, Thomas Mann, que ya era un escritor famoso desde Los Buddenbrook, no nadó –hay que recordarlo porque suele ignorarse– en esa guerra contra corriente sino a favor de ella: la cantó y la defendió. Por el contrario, la guerra de Hitler y el nazismo convertiría a los dos en parias apestados, primero por tener más o menos cantidad de sangre judía, propia o familiar, y después por sus posturas crecientemente antinazis, lo que llevó a que les arrebatasen bienes, nombre y honra, y les enviasen al exilio o al suicidio. Que fue donde respectivamente acabaron.
Pero nada de todo eso puede justificar el invertir desacertadamente pesos y medidas. Como es evidente, sin la Guerra del 14 no existiría la del 39. No sólo por su evidente concatenación temporal. Sino por sus continuidades de fondo y de propósito. Citemos a un importante testigo, a uno de los más grandes conocedores de la filosofía alemana, judío que se va voluntario a la Gran Guerra, en la que luchó, fue hecho prisionero, pasó más de dos años en cárceles enemigas, y perdió, para siempre, un pulmón, Karl Löwith: “Lo que ocurrió en Alemania, a partir de 1933, es el intento de ganar la guerra perdida. El Tercer Reich es el Reich de Bismarck en segunda potencia y el hitlerismo es un wilhelmnismo corregido y aumentado”. Es difícil conceptualizarlo mejor. A eso, hay añadir una frase de una recién publicada biografía alemana de Hitler, donde consta lo siguiente: “Sin la experiencia de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias, Hitler no se hubiera convertido en lo que acabaría siendo; ella fue la que hizo posible su carrera política”. Pero, además de esa concatenación temporal, existe también una poderosa conexión causal entre las dos guerras: la “paz envenenada” de la Primera Guerra fue la pólvora que encendió y alimentó la Segunda, como se ha recordado tantas veces, y la que dio pie a las furias de venganza de ese chusquero, Hitler, agarrado compulsivamente al artículo 231 del Tratado de Versalles como el náufrago a su pecio. Hay otra importante conexión entre ellas que no suele señalarse: no existe ninguna causa o ningún desencadenante de la Segunda Guerra Mundial que no esté ya vivamente activo y operativo en la Primera. Con una única excepción, la shoah, el holocausto. La bestialidad incalificable, el asesinato industrializado de la ciudadanía judía, el satanismo nazi. Eso es aterradoramente diferencial. Pero hay que añadir, de inmediato, que el más furibundo antisemitismo estaba ya vivísimo en 1914, y en los decenios anteriores. Como podrá comprobar quien lea, por ejemplo, la destitución y caída de Bismarck en 1890. O quien revise la tremebunda Polémica del antisemitismo de 1879 en Berlín, con aquella frase demoledora del historiador Treichske: “los judíos son nuestra desgracia”. O quien lea un más que terrible texto antisemita de P. Lagarde: “hay que tener un corazón con la dureza de la piel de un cocodrilo para no sentir compasión por los pobres alemanes esquilmados y –lo que es idéntico– para no odiar a los judíos, para no odiar y despreciar a aquéllos que –por ¡humanidad!– le bailan el agua a esos judíos o que son demasiado cobardes para no aplastar a esos chinches. No se negocia con la triquina o con los bacilos. A la triquina y a los bacilos tampoco se les cría, se les destruye tan pronto y tan a fondo como se pueda”. Ese texto tiene el maldito don programático de anticipar –sin duda sin imaginarlo– lo que harían realidad, decenios después, los nazis: acabar con la población judía como si se tratase de “chinches”. Como tantas veces se ha señalado, hay que tener mucho cuidado con las metáforas.
Así que nos enfrentamos al centenario de esa guerra sin que nadie explique de verdad su ser y su sentido. Asunto en el que tampoco han ayudado demasiado las decenas de escritos, libros y explicaciones del centenario. Lejos de ir al fondo de las cosas, han llenado las cabezas de miríadas de detalles irrelevantes, anécdotas sin vida, análisis políticos de carretón, mucho ruido y bastante basura teórica. Con lo que uno se pregunta, perplejo, para qué sirven unos historiadores que son como gacetilleros eruditos y superfluos. El centenario se ocupa hasta el delirio de lo circunstancial, pero poco de lo sustancial, es decir, de aquellos aspectos esenciales y exclusivos de esa guerra, como ciertas filosofías e ideas, que, como habrá ocasión de ver, fueron determinantes.
La compleja bóveda del particularismo alemán
De 1914 se puede repetir lo que el gran Tocqueville dijo de la Revolución Francesa: “jamás hubo acontecimiento más grande, de antecedentes tan remotos, mejor preparado y menos previsto”. Y, parafraseando a tan inmenso analista, podría añadirse que hemos fracasado en el ejercicio de interrogar a esa guerra para penetrar en su corazón y descubrir sus últimos instintos. 1914 es una confluencia en la que cristalizan largos recorridos históricos y del que salen ciegas ambiciones de futuro, en un gran embrollo de filosofía, política e historia. 1914 es una especie de bóveda catedralicia altamente inestable y compleja. En ese enrevesado dibujo se entrecruzan numerosos desarrollos que forman un laberinto diabólico que se derrumbará dos veces, dejando a Europa agostada como una hoja seca de aquel verano resplandeciente como no se había visto ningún otro.
En esa bóveda, dos grandes arcos ojivales aguantan todo el peso de la construcción. El primero es un gran arco filosófico que viene de un pasado de misticismos intelectuales, pesimismos y nihilismos, que se recrudecen con el “malestar finisecular” de 1900 y que se hinchan hasta el abombamiento explosivo en el primer decenio del siglo, lo que llevará al estallido de la guerra. Ese arco tiene orígenes variopintos: en parte viene de Lutero, en parte de la Revolución Francesa; cruza todas las revoluciones y contrarrevoluciones del XIX; y cristaliza convertido en un mortífero pavo real que seduce con su vistoso plumaje a multitud de mentes y de hombres, como habrá ocasión de tratar. Ese arco se derrumba estrepitosamente en 1918, pero volverá a renacer, muy empobrecido mentalmente y por eso con una virulencia mucho más furiosa, en la gigantesca degeneración intelectual que supone el Mein Kampf, de Hitler. Esa compleja maraña teórica ha recibido muchos nombres: “espíritu fin de siglo”, “Kulturpessimismus”, “la revolución conservadora”, “el nihilismo heroico”, o las “Ideas de 1914”. Todo ese conglomerado va acompañando al Deutsche Reich y a la unificación alemana de Bismarck y pretende ser un credo nuevo capaz de revertir y sustituir los fundamentos y principios de la Revolución Francesa. Tras toda esa confusión de ideas está el idealismo alemán, y está especialmente Hegel con toda su bombástica filosofía de la Historia y del Estado Prusiano, estado que, como muy bien apuntó Napoleón, “nació de una bala de cañón”, y está Fichte con sus Discursos a la Nación Alemana, y está el romanticismo alemán, y está la concepción que tienen de Prusia algunos de los grandes historiadores alemanes de la época (Treichske y Ranke, por ejemplo).
Pero, al mismo tiempo, esa gran bóveda histórica se sostiene sobre un segundo arco especialmente poderoso y resistente, un arco político que es sucesión temporal y natural del filosófico: el nacionalismo y el imperialismo alemán. Un arco que guió la vida política alemana durante más de cien años, que cristalizó dramáticamente en 1914 y que tendrá, tras esa guerra, un monstruoso recorrido posterior. Se ha llamado a ese largo recorrido el Deutsche Sonderweg (literalmente, el camino particular alemán). Alemania, como por cierto ha ocurrido también con España varias veces, creyó posible inventar un camino político distinto al recorrido por los grandes países europeos. Se creyó capaz de crear una forma de Nación, Estado y Sociedad alternativa y contrapuesta al modelo democrático y parlamentario de Occidente. Ese Sonderweg acabó siempre en catástrofe. En realidad saltó tres veces y se derrumbó otras tres. Se apoya en una especie de mito, la historia de los Tres Reichs Alemanes, que recoge la profecía de los Cuatro Imperios del profeta Daniel. El antecedente superlejano de esos Reichs alemanes es el Reich Antiguo o Primer Reich, que no es otro que el Sacro Imperio Romano Germánico, que nace en el profundo Medievo carolingio con el afán de convertirse en continuador, por la Traslatio Imperii, del Imperio Romano, y que llega hasta finales del siglo XVIII sin haberse convertido nunca en un estado nacional, ni ocupar un territorio unido. Esa discrepancia eclatante entre nombre y realidad la despachó Voltaire con una frase lapidaria: “Este cuerpo, al que siempre se llama Sacro Imperio Romano, ni es sacro, ni es romano, ni es un imperio”. Pero cuando el mito empezó a ser realmente operativo fue a partir del Deutsche Reich tal y como cristaliza en la unificación alemana de Bismarck en 1871, y que supone el nacimiento de Alemania como estado nacional moderno. A eso es a lo que esa mitología llama El Segundo Reich. Destituido Bismarck, todo derrapó hacia los vicios: la enorme inadecuación del sistema político –del que tanto se quejó Max Weber– y el funesto Emperador Guillermo II con su grupo de palmeros que se creyeron capaces de lanzarse a la hegemonía y refundación de Europa. Eso es 1914, la furia chapucera por refundar Europa a partir de ideas seminales aberrantes, de sistemas inviables y gestores absolutamente ineptos. Ese inmenso despropósito revienta en la trágica derrota de 1918 firmada en el Tratado de Versalles.
Esa gran catástrofe tiene unas repercusiones devastadoras que llegan hasta hoy, como demuestra la lista de daños, dañados y desaparecidos: desaparece, tras más de medio milenio, el Imperio Austro-Húngaro y su último emperador pierde el trono tras casi setenta años de reinado; salta en Rusia la Revolución que acaba con los zares e instaura un sistema bolchevique; Alemania deja de ser una monarquía, y el emperador es obligado a marchar al exilio holandés como un ladrón en medio de la oscuridad, donde se librará por los pelos de ser deportado a una isla desierta, y morirá semienloquecido años después; se derrumba en buena parte el sistema de estados europeos basado en el equilibrio de poder; Inglaterra, triunfadora, aumenta su decadencia y acabará quedándose sin su imperio. Y Europa vivirá “el crepúsculo de la burguesía”, es decir, el fin de la cultura burguesa nacida de la Ilustración. Esa desaparición dejó un inmenso desierto intelectual –que pervive hasta hoy– del que nunca se ha recuperado Europa. Se recrudecen los nacionalismos más putrefactos, como algunos de los que estamos viviendo a estas alturas de la historia en nuestras carnes, lo que ya es una prueba evidente de su anacronismo. Y las sociedades conocerán, por culpa de ese nacionalismo putrefacto, la ascensión del nazismo, con sus funestas consecuencias de muerte y esclavitud para tantos países que perderán su soberanía y libertad, con lo que Europa ve consolidarse, no precisamente la democracia, sino muchas dictaduras, poniendo en marcha lo que E. Havely llamó la “era de las tiranías”. El mundo pasará todavía una tensa Guerra Fría. Lo que significó 1914 podemos expresarlo con una frase formulada magistralmente, como siempre, por Chateaubriand a propósito de la Revolución Francesa: “La revolución estaba terminada cuando estalló; es un error creer que derrocó la monarquía; lo único que hizo fue dispersar sus ruinas”. Algo parecido puede decirse de 1914: esa contienda no acabó con Europa, los males estaban ya muy metidos en su espíritu cuando estalló la Gran Guerra. Lo que esa guerra hizo fue expandir esa tumoración por todos los rincones de Europa.
Como era más que previsible, ese nacionalismo alemán volvió a saltar lleno de furia y veneno en 1933 con el asalto al poder de Hitler. Ya un francés, el general Foch, había indicado, atinadamente, sobre el Tratado de Versalles: “Esto no es una paz sino un armisticio para veinte años”. En 1939 ya estaban los cañones alemanes, esta vez los del Tercer Reich, sonando de nuevo en Europa. Nacionalismo irredento que conducirá al inmenso drama de la Segunda Guerra Mundial. Y que dejará a Alemania hundida y partida en dos. A pesar de la catástrofe o precisamente por ella, ese desastroso Sonderweg llegará, después de casi un siglo de sangre, a un final venturoso: la renuncia de Alemania a esos andurriales hegelianos y su vuelta al modelo democrático europeo. Ese camino alemán se cerrará definitivamente con la caída del Muro en 1989. Fin definitivo que tiene un importante paso previo: la Ostpolitik y el acto público de petición de perdón más impresionante que haya visto el siglo XX, la postración de hinojos de Varsovia en 1970 del canciller Willy Brandt –de quien por cierto también acabamos de conmemorar en 2013 el centenario de su nacimiento sin que la socialdemocracia española haya perdido mucho tiempo en recordarle– que cierra el particularismo nacionalista alemán iniciado en el siglo XIX.
1914 o la nueva guerra del Peloponeso
Pero lo que significa 1914 puede explicarse de forma más hermosa: la Guerra de 1914 es nuestra Guerra del Peloponeso. Concedamos la palabra al mismo Tucídides: “Y esta guerra de ahora, aunque los hombres siempre suelen creer que aquella en la que se encuentran combatiendo es la mayor y, una vez acabada, admiran más las antiguas, esta guerra demostrará a quien la estudie atendiendo exclusivamente a los hechos que ha sido más importante que las precedentes”. Cinco veces en unos cien años sonaron los cañones prusianos en los oídos de Francia: 1814, 1815, 1870, 1914, 1939. Pero de esas cinco veces la cuarta, la de 1914, sería sustancialmente distinta: sería por primera vez mundial, y sería la madre de todas las guerras. Hay otra razón adicional para esa similitud: esa Guerra de 1914 marca el inicio del fin, irreversible, del papel hegemónico de Europa, de la misma forma que la Guerra del Peloponeso, en las postrimerías del siglo V antes de Cristo, abrió una gran crisis que no sólo marcó el fin de la hegemonía política y cultural de Atenas, sino la decadencia irreversible de toda Grecia. Así que conviene volver a Tucídides: “Esta fue, en efecto, la mayor conmoción que haya afectado a los griegos y a buena parte de los bárbaros; alcanzó, por así decirlo, a casi toda la humanidad….”.
Pero entre esas dos grandes guerras existe otra similitud más importante todavía. Por supuesto, la Guerra del Peloponeso es una contienda militar. Como la del 14. En ambos casos y en ambas épocas estamos ante un poderío militar inmenso y ante la crisis más grave que hayan visto respectivamente las dos épocas. Pero Tucídides escribe su Historia no sólo para narrarnos los hechos bélicos. Lo hace por una razón más decisiva: para que sepamos distinguir en esa guerra, y por derivación en cualquier otra, entre dos cosas: entre las muchas causas de una guerra y su verdadera causa. Es decir, su causa última y fundamental.
Tanto la Guerra del Peloponeso como la Guerra de 1914 tuvieron una misma causa última: una lucha espiritual/intelectual. Fueron contiendas de ideas y creencias. Por eso, en el libro de Tucídides los discursos –su gran invención historiográfica– tienen casi mayor relevancia que las batallas. La causa esencial que desató la crisis política más grave de la Europa del siglo XX no fueron los imperialismos, las ansias de poder, los desequilibrios o las ambiciones desmesuradas. Eso, ciertamente, fueron causas de la contienda. Pero la causa verdadera en el sentido de Tucídides de esa Gran Guerra es otra: una asombrosa Metafísica de la germanidad. Metafísica llena de infladas ontologías y esencias del espíritu germano, que llevan en sí la hybris de las ambiciones inalienables de Alemania y su convencimiento de tener una misión que cumplir en la historia. Esa es la verdadera causa de 1914, ese es el ser y sentido de esa Gran Guerra: Idealismo metafísico alemán frente a escepticismo empírico inglés, el barroco mundo germánico contra el sobrio mundo anglosajón. Estamos, como Toynbee señaló precisamente en 1914, ante una situación tucididea: “La guerra de 1914 me encontró explicando a Tucídides a los estudiantes de Baillol que se preparaban para seguir las Litterae Humaniores; y en ese momento mi entendimiento se iluminó de súbito. La experiencia que estábamos pasando en nuestro mundo ya había sido vivida por Tucídides en el suyo… al hallarme, a mi vez, en esa crisis histórica que le indujo a escribir su obra… Pese a lo que pudiera sostener la cronología, el mundo de Tucídides y el mío acababan de probar que eran filosóficamente contemporáneos”.
Winston Churchill, de quien podría decirse que es una especie de Pericles de esta época, cuenta en el inicio de sus Memorias de la Segunda Guerra Mundial esta anécdota: “en una ocasión me dijo el presidente Roosevelt que estaba pidiendo públicamente que le hicieran sugerencias sobre cómo habría que llamar a esta Guerra [la de 1940]. Enseguida le propuse la guerra innecesaria. No ha habido jamás una guerra más fácil de detener que la que acaba de arruinar lo que quedaba del mundo después de la contienda anterior”.
Siguiendo ese juego podríamos ponernos ahora a buscar nombres para adjetivar a la Guerra de 1914. Podrían proponerse muchos. Enumeraré algunas de las fórmulas que se han propuesto y que son más autoexplicativas. La guerra popular, la guerra inevitable, la última guerra, la guerra deseada, la guerra excesiva, la guerra falsa, la guerra coqueta, la guerra estúpida, entre otras muchas. Pero si queremos recoger la verdadera naturaleza de su ser, entonces habrá que llamarla irremediablemente la guerra de las élites. Porque eso es lo que fue: una guerra de élites, pensada, urdida, arriesgada y desencadenada por las élites de distintos países. Fueron esas élites, fue su frivolidad, su irresponsabilidad, sus funestas ideas, su inconsciencia, su ludopatía, y sobre todo sus monstruosas ineptitudes e incompetencias, las que arrastraron al mundo a esa terrible sinrazón, causando millones de muertos e imperecederos dramas históricos. Y convirtiendo a lo que podría y debería haber sido el siglo alemán, con todas sus potencialidades, en un fracaso trágico.
Luis Meana Menéndez, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Entrevistó a Ernst Jünger con motivo de sus 100 años y ha traducido numerosos ensayos de los principales escritores y pensadores alemanes de los últimos decenios. Ha hecho ediciones de ensayos de Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger. Asimismo, es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini