Hace algunos años, en mi primer intento de sacar adelante esa tesis que nunca acabaría, mi directora me dijo muy seria que no podía seguir manteniendo esa actitud de “chica frívola”.
Para contextualizarlo un poco, aquel mismo día había terminado el trabajo de investigación, la primera parte de la tesis, y me había ido muy bien. Estaba feliz. Al salir de la universidad mi directora me preguntó:
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Cómo lo vas a celebrar?
—Me voy a ir a quemar la visa al Zara y al Niza –un bar que me gustaba– a tomar gintonics.
Me miró asombrada y me dijo que aquella faceta de chica frívola me hacía un flaco favor y nunca me ayudaría a ser una intelectual de verdad.
Desde entonces siempre he querido que alguien me explique qué es un intelectual y qué cosas puede y no puede hacer para serlo. De la misma manera, quise que alguien me explicara si por ir al Zara y tener ganas de comprarme ropa iba a ser menos digna de consideración en la universidad. O menos lista.
Tenía veintitrés años.
Ayer, en clase, una amiga volvió a ponerme en una tesitura parecida. Leíamos un pasaje de mi novela –que espero que tenga un final más afortunado que la tesis– y la protagonista hablaba en un momento dado de su amor por Joan Didion y en la siguiente página estaba paseando por el Hudson y se fijaba en la súper equipación fosforita de Nike de los runners que recorrían el río a esas horas. Mi amiga me dijo que aquello tenía que quitarlo:
—Una de dos: o lo de que le gusta Joan Didion es fachada, o lo de los runners no pega. Una persona que piensa en la Didion de esa manera no puede estar pendiente de los runners, está por encima…
Ya estábamos otra vez.
Por vergüenza, no le dije que a mí me encanta Joan Didion pero que también me compraría la tienda entera de Nike. Una cosa no está reñida con la otra y las dos me definen, no diría que por igual, porque la literatura, el cine, la creación, es lo que me hace más feliz, pero esa otra vertiente de la vida, a la que comúnmente llamamos superficial, también es parte de lo que soy.
Siempre he tenido estas dualidades, caminos aparentemente excluyentes, en la cabeza. Hace un tiempo, un amigo me contó que su a padre, un reputado filósofo, le encantaban las novelitas de misterio. Suspiré aliviada, anda mira. Tendría que hablar con él. Se me olvidó preguntarle si su padre también escondía aquel vicio oculto para que no le tacharan de frívolo.
En ocasiones creo que convertimos los términos en compartimientos estancos. Me cansan las etiquetas. En mi mundo, al menos en mi visión de éste, puedes ser un amante de las teorías de Roland Barthes y que asimismo te preocupe hacerte las mechas del pelo o comprarte unos zapatos que has visto en el Instagram de una it-girl. Somos así, albergamos infinidad de deseos, reconocerlos no es malo; es humano.
A raíz de mi actitud dispersa ante la vida, mi abuelo decía que quien mucho abarca poco aprieta. Abarcar mucho, no estar en ningún lugar, tiene algunas ventajas: se aprende mucho.
Y eso, a lo que iba, que las chicas listas leen libros, pero no pasa nada si también les gusta ir de compras.