El deporte y yo nunca hemos hecho buenas migas. Asumo con cierta filosofía que un día tendré que recurrir a la cirugía para eliminar los kilos y kilos de grasa hidrogenada que se descuelgan en forma de lorza irreverente hacia los sucios suelos de Oriente, al tiempo que reconozco que mi espíritu, enrabietado y enfangado en la desidia de una náusea incapaz de levantarse y luchar, no va a irse a ninguna parte por mucho que yo lo ponga a correr. El muy cabrón se quedará aquí conmigo.
Finalmente somos doce las apóstoles reunidas en el curso de defensa personal para mujeres. Un calvo cachas con su nombre en la camiseta, las típicas gilipolleces de un libanés de mundo, va a explicarnos en un inglés con toque afrancesado como evitar sufrir una agresión sexual. Evidentemente, atragantada por una insaciable mala leche, yo no he venido aquí para esto… En mi memoria aún se conserva nítido el recuerdo de una última visita, hace unos años, a un curso de paletadas orientales para que un grupo de gordas recuperase la paz y la unidad con el universo sujetando una pelota hinchable sobre sus cabezas. Nunca volvieron a invitarme.
Pero hoy me he propuesto aprender a plantarle cara a un hipotético suicida del Frente al Nusra cargado con un cinturón de explosivos de cinco kilos. Si con la palabra no consigo hacerle desistir de que, efectivamente, vale la pena quitarse de en medio, joder, ya lo dijeron Keats, Lord Byron, Hölderlin, Kleist, Cioran… al menos con destreza karateka podré evitar una nueva matanza de inocentes en esos marcos incomparables que nos regalan siempre las escenas terroristas libanesas: desguaces, el vacío con casas a medio construir a lo lejos, humo, sirenas, cristales rotos y un sinfín de hombres apaniguados que no terminan de creerse que su país, lleno de pirómanos, vuelva a arder.
El instructor, imbuido por un espíritu zen, comienza a mostrarnos los primeros golpes mortales: ataque directo a los ojos, derechazo con el codo en la barbilla, presión con las manos sobre la nuca y rodillazo en los huevos. Coordinar todos los movimientos a la vez se me antoja más difícil que dirigir fastuosamente los violines del concierto sinfónico de año nuevo en Viena. El movimiento “shrimp”, o sea, gamba, me tiene fascinada: consiste en que con un tío de 120 kilos encima de ti puedas levantar tu grácil rodilla, hacer fuerza, y escaparte de entre sus piernas en una especie de contorsión que si resultara tan fácil ya habría empezado con las prácticas de verano en el trapecio del circo a los 20 años.
Los nudillos de mi mano derecha se han teñido de negro cuando apenas he dado las primeras caricias, no sé como caerme al suelo si me empujan sin apoyar los codos, la espalda y la cabeza, lo que, según dice el profesor, supone quedarse con la mitad de los huesos rotos; no sé vencer la tentación de meterle el dedo índice en el ojo a un agresor, lo que añade un hueso roto más a la lista, me da grima ir agarrando las carótidas de la gente, ignoro cómo se le retuercen los pezones a un hombre, en un bar, y no estoy muy convencida de que un pequeño pellizco en la parte interior del muslo masculino sea una señal disuasoria, no al menos, con las expresiones faciales que me gustan…
Las machas de guerra presentes hablan de sus entradas en Siria –yo he ido cinco veces, yo siete, pues yo nueve y sin compresas…– y no falta quien solicita que se nos enseñe también como inmovilizar a un asaltante armado. La soberbia, una vez más, impidiendo a la gente tomar las decisiones más lógicas: corre, gilipollas, corre… Un móvil puede constituir igualmente un arma con la que defenderse, básicamente se trata de estampárselo a alguien en la cabeza, e incluso son aprovechables esas hojas de los periódicos que ninguna mujer en este país lee para arañar a cualquier pesado.
Yo me doy por jodida de antemano. Que me liquiden rápido y, a ser posible, me violen una vez muerta, pero que me ahorren el numerito de escaparme en tacones y entre aspersores de agua que de repente se ponen a funcionar, tropezar en un socavón por la falta de luz, y lucir en la caja de pino con la mitad de los piños rotos. El maestro tenía razón: soy demasiado suave atacando…