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Mientras tantoLas consecuencias (10)

Las consecuencias (10)


Qué próximo estaba el final o al menos eso es lo que intuía. Sin embargo, estaba rodeado de obstáculos, de trampas que dificultaban su alcance. La cabeza me dolía a rabiar. No estaba seguro si era eso lo que me sumergía en el abismo de las alucinaciones. En mi mundo ya no se oían ruidos como antes. ¿Dónde estaban los vecinos de arriba? ¿Y los de abajo? ¿Y el conserje del edificio? Ya no subía para traerme amablemente un paquete de libros encargados. Y peor aún: la discreta y eficiente ama de llaves tampoco daba señales de vida.

Sin duda había jugado demasiado con fuego y me había quemado, me dije silente en ese tono dramático al que a veces recurría. Tenía razón McFarlane, mi exótico loquero jamaicano, cuando me advertía del riesgo de extravío. «¿Entonces, this is the end? ¿Así termina sus días cualquier ser humano una vez abandona el mundo e inicia el tránsito hacia la nada?», me pregunté. En esas estaba, despidiéndome de mis semejantes, de los seres queridos, de los menos queridos y hasta de los odiados cuando se abrieron mis ojos y se aguzaron mis oídos.

El silencio se había roto. Oí ruidos que procedían del salón. Una voz monocorde repetía «gracias, muchas gracias», felicitaba a todos y cada uno de sus compatriotas por lo bien que se habían comportado en este periodo de reclusión, sin distinción de raza, credo o ideología. Ese gracias lo extendía incluso a sí mismo. Me levanté de la cama, trastabillé con una inoportuna silla que me hizo caer y a gatas, dolorido, llegué hasta el lugar del que procedía la voz. La sospecha se convirtió en realidad. Era él, mi gobernante, quien desde dentro de la pantalla del televisor se dirigía a mí en una especie de discurso de despedida.

¿De despedida? ¿Abandonaba las riendas del poder y las pasaba a manos de Vicedós? No, nada de eso. Me comunicaba, yo creía que a mí en particular, que ya no acudiría a la cita de los sábados y los domingos, porque ya era grande, podía caminar sin su ayuda, aunque con mascarilla, allá donde me apeteciera. «Adiós, conducator», le dije a lo que él contestó: «En consecuencia, adiós a ti». No había necesidad de prolongar la charla interactiva. La situación era como la de esas parejas que tras un tiempo de convivencia, en nuestro caso algo más de tres meses, deciden de común acuerdo romper la relación porque concluyen que un futuro juntos sería un futuro de infierno.

Nuestra convivencia había sido más bien de conveniencia, sin amor ni atracción física. Llegué a él por exclusión del resto. Mi gobernante sabía perfectamente que una vez lo voté por aburrimiento, porque me encontraba bien acompañado, un soleado domingo de primavera y estaba a dos pasos de mi colegio electoral madrileño. No tengo ningún remordimiento de haberlo hecho. En el fondo mi opinión sobre él no era entonces tan pobre como la que tengo ahora. Sin embargo, cuando tiempo después me mintió y me engañó con otro, es decir, con el chico de la larga cabellera, confirmé lo que ya otros muchos me habían adelantado.

Ahora bien, el conducator debía sentirse orgulloso conmigo por el hecho de que en este periodo de coronavirus no falté ni una sola vez a sus largos y repetitivos discursos en la pequeña pantalla. No pocas veces me pregunté por qué lo hacía, si bien otras fue la pura casualidad o el tedio lo que me impulsaban a encender el televisor y toparme con su imagen. En sí su rostro no me despertaba agresividad, no me desagradaba en absoluto porque daba bien en pantalla, y supongo que él lo sabía, pero su voz monocorde como de empleado de una concesionaria de automóviles me irritaba cada vez más hasta el punto de provocarme dolores de cabeza y pesadillas nocturnas. En cualquier caso, siempre recordaré la deferencia suya de acompañar a su mano derecha, a su Rasputín vasco, al hotel Wellington para conocer a las ratas ilustradas de la Columbia University, respaldar la iniciativa de organizar un espectáculo de ratomaquia en Las Ventas con fines benéficos, asistir a la corrida junto con el Rey y el Emérito y, finalmente, participar en el funeral de Estado tras la cruenta muerte de los tres infortunados roedores. Y punto.

El problema ahora mismo no era él, sino más bien yo mismo. No estaba convencido de encontrarme entre los vivos, había perdido el sentido del tiempo y la desgana que arrastraba no la había superado, incluso después de la imprevista aparición de mis progenitores, reencarnados en dos nuevas personas ilusionadas con rehacer su vida ni más ni menos que en China. Eso era motivo para contagiarme siquiera de un gramo de su alegría. Pero ni por esas. Yo era y había sido egoísta desde mis primeros pasos. Si los merengues no eran para mí, si el cariño de mi madre tenía que ser compartido con otros rompía la baraja, berreaba, daba patadas y me sentía el niño más infeliz del planeta. Y las cosas medio siglo después no habían variado demasiado si se exceptúa que en la nueva película los protagonistas eran otros.

El timbre del móvil sonó con lo que inferí que aún estaba en este mundo y no en el de los espíritus. «Hola. Soy Horacio. ¿Cómo te va?». Horacio, Dios mío, qué llamada tan imprevista la de ese presunto amigo y colega de prensa que había tratado de apuntarse el éxito de la corrida de Las Ventas, pero que al final el tiro le había salido por la culata. Por un instante, en mi paranoia, sospeché que no era él, sino el propio conducator fingiendo ser el tal Horacio.

«¡Horacio! Vaya, lo último que me esperaba era una llamada tuya. ¿Cómo te va? ¿Estás contento en el servicio de documentación de la revista? ¿Se portan bien?», disparé sin respiro. Me contó que estaba tratando de acomodarse a su nueva función, más gris que la anterior pero menos exigente, que se había separado de su esposa y que estaba saliendo con una monitora de su gimnasio de la que empezaba a enamorarse. «¡Magnífico, amigo! ¡Me alegro mucho!», fingí muerto de envidia.

Tras completar con dos o tres frases más el estado de su situación personal, tocó obviamente el turno mío. No me apetecía mucho desahogarme y menos con un tipo que no me merecía demasiado respeto y, además, era un chismoso como tantos otros muchos de mi antigua profesión, que te juraban guardar un secreto y a la mañana siguiente salía publicado a toda página en la prensa nacional.

Sin embargo, me pilló en ese instante con las defensas bajas y por eso traté de explicar lo mal que me sentía desde la muerte de las ratas. Había perdido la ilusión por todo, le transmití, y ni siquiera la imprevista reaparición de mis padres había servido para animarme. «Supongo que el susto sería de película de Hitchcock, en plan Psicosis, vaya», dijo. Confieso que me hizo gracia la comparación. «Sí, algo por el estilo, aunque luego el encuentro discurrió muy bien».

Proseguí con la jeremiada tan mía y tan insoportable, según la cual no encontraba razón para seguir en este mundo tan desalmado y competitivo pese a esforzarme día y noche. «No, hombre. ¿Qué me dices? No seas fatalista. No te pongas dramático. Recuerdo que me comentaste que estabas muy a gusto en esa ciudad que tú llamas tu ciudad accidental y que te habías enamorado del mar», afirmó. Me pareció que sus palabras sonaban sinceras y que no las decía sólo para cubrir el expediente. «Sí. Todo eso que afirmas es verdad y aún hay muchas cosas que me interesan de este lugar donde vivo. Pero he perdido la motivación y ni siquiera sé lo que busco», respondí con voz apagada como la del taciturno ministro de Sanidad.

Le pedí si me haría el favor por nuestra vieja amistad de preparar mi obituario, amable, por supuesto, una vez mi cuerpo se desintegrara y mi alma aterrizara en el más allá o, quién sabe, en ese limbo del que me habían hablado mis padres. Sospecho que si le quedaba alguna duda, definitivamente concluyó que yo estaba completamente loco y que mi enfermedad era irremediable. Me costó gran esfuerzo convencerlo y le prometí que tan pronto termináramos la conversación le enviaría abundantes notas para que pudiera armar una benévola necrológica. «No hace falta que me pases el borrador. Me fío de lo que escribas», le dije aunque, en realidad, no me fiaba para nada de lo que pudiera escribir. Una vez más mi espíritu de contradicción se ponía en marcha.

Tan pronto corté de hablar con mi colega, eché una mirada al mar, que en este momento estaba calmo, bello, azul pálido y moteado de pequeñas embarcaciones con gente que quería aprovechar la jornada. En pocas horas, anunciaban desde una avioneta, comienza el solsticio de verano y se pondrá fin al estado de alarma. «Españoles, cautivo y desarmado el ejército patógeno, la guerra ha terminado», exclamé con amarga ironía.

Justo entonces oí un estrépito de sillas volcadas que procedía del interior de la cocina. ¡Qué horror!, pensé. Mi vida no gana para sustos, pero mi corazón está demostrando ser de hierro. La verdad es que aún quedaban más sorpresas en este aún tiempo de coronavirus.

 

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