No he retornado a la lucidez ni a la nueva normalidad ni a nada de nada. Vaya, soy un desastre por permitir que la cabeza me esté jugando una mala pasada. Sinceramente. ¿Qué he hecho yo para que el subconsciente no me permita desde hace veinticuatro horas regresar al mundo de los humanos y hacer lo mismo que ellos: comer, dormir, pasear y demás cosas cuando se ponen a tiro?
Comienza a preocuparme esta obsesión mía de escribir sin faltar un solo día a la cita no con mis lectores, dado que no existen, sino más bien con mi otro yo. La pasada madrugada, confieso que no sé si dormido o despierto, he organizado una buena en el dormitorio. Menos mal que no me acompañaba más que mi sombra, pero me temo que los de arriba o los de abajo, o ambos a la vez, se han tenido que despertar por el estrépito que ha causado la caída al suelo de la lámpara de la mesilla de noche y, en consecuencia, como le gusta decir a mi gobernante, toda la pila de libros que están sobre ella han seguido la misma dirección.
Para qué ir entonces al farmobar a degustar uno de esos psicoestimulantes, que me encienden como un avión a reacción durante unas cuantas horas, pero que a la llegada del crepúsculo (vaya cursilada) pierden efecto y provocan la fatiga, la modorra, el cierre de párpados y las alucinaciones. Me lo ha repetido miles de veces McFarlane cuando últimamente me lamento de estos trastornos en nuestras sesiones videoanalíticas entre Málaga y Kingston: «Es normal. Usted está muy tensionado. Debe tratar de descansar mejor y controlar sus obsesiones». Sí, es fácil decirlo, musito, pero que se ponga él en mi lugar. A veces no soporto a los chicos de Sigmund y sus respuestas para todo.
«Buenos días. Soy Carlos Alberto de la Gándara, de la Casa Civil del Rey. Le paso con su Majestad», me despierta una voz amanerada, que en principio no sé si es de humano o de humanoide. Al cabo de unos segundos me doy un golpe con la mano en la frente y recuerdo quién es el tal De la Gándara. ¡El relamido diplomático que acompañó a Felipe VI al almuerzo en el hotel Wellington y que luego estuvo en Las Ventas!
No me da tiempo de seguir uniendo ideas, porque en un segundo escucho en el móvil la voz un tanto aflautada del monarca. Está claro. Cuando la preocupación le invade, y seguramente en las presentes circunstancias así ocurre, se le quiebra un poco el tono: «Buenos días, Esteruelas. Malos momentos, ¿verdad?», arranca. «Sí, Señor, muy malos y muy tristes», respondo. «Tristísimos para todos los españoles sin distinción de credos e ideologías. La Reina, las Infantas y yo estamos muy impactados, muy afectados por la tragedia. Le mandamos toda nuestra solidaridad y nos unimos a su pesar por el horroroso y cobarde asesinato de la señora Abigail y de los señores Freddy y Teby». «Muchas gracias, Majestad, le agradezco sus palabras», contesto sereno. No estoy nervioso por la llamada, pese a que, es obvio, no suelo tener llamadas de este género ni figuro en la lista de números más frecuentes que Felipe VI utiliza.
Me explica a continuación que la Casa Real y el Gobierno han acordado organizar un funeral de Estado por las ratas investigadoras de la Columbia University en vista de la conmoción enorme que ha producido en todo el país. El acto será una ceremonia sencilla y no religiosa, aún cuando el cardenal arzobispo de Madrid y el nuncio pontificio han prometido asistencia. Tendrá lugar en el Congreso de los Diputados, en el Salón de los Pasos Perdidos, lugar donde fueron homenajeados los principales mandatarios fallecidos anteriormente.
«Esteruelas, la Reina y yo y el presidente del Gobierno querríamos que pronunciara el discurso de réquiem habida cuenta que ellas residieron en su casa malagueña, mantuvieron varios encuentros allí y sobre todo usted fue el principal promotor de esa loable iniciativa de montar un espectáculo de ratomaquia para ayudar a financiar los comedores sociales». Sus palabras suenan sinceras y significan, por otra parte, una victoria mía frente al trepa de Horacio, que desde el primer minuto cuando le propuse la idea la monopolizó y no tuvo escrúpulo de conceder entrevistas en los medios nacionales y en el New York Times. Un canalla el amiguete.
Sin embargo, mi cabeza está en estos momentos muy alterada. Por la escalada, la curva de aplanamiento, la desescalada, la nueva normalidad, mis cargantes problemas existenciales o por lo que rayos sea. No estoy en condiciones. Obviamente no le digo la verdad a Felipe VI ni le menciono mis «dolencias psíquicas» y le miento: «Majestad, le agradezco muchísimo tal deferencia, y transmítaselo también al presidente del Gobierno. Estoy en cama, enfermo con fiebre muy alta desde que regresé de Madrid a mi ciudad accidental tras la tragedia. No, no es que me haya contagiado del coronavirus ni que tampoco sea asintomático, como en un principio sospeché. Debe de ser un agotamiento nervioso acompañado de fiebre muy alta y tos bronquial».
«Le entiendo, Esteruelas», afirma con un tono aflautadísimo. Estoy tentado de preguntarle por su padre, el Rey Emérito, si es verdad que está viviendo un infierno desde que estalló un nuevo capítulo de sus presuntas mordidas saudíes. Evidentemente, me refreno. No hay confianza e incluso si formulara la pregunta me respondería con una contestación de manual. O sea, todo bien.
«Pues es una pena que no pueda asistir. Estoy seguro que las tres pobres víctimas se sentirían muy satisfechas de que usted pronunciara el discurso fúnebre. Está previsto que yo diga unas palabras y también el jefe del Gobierno. Pero nadie más. ¿Se le ocurre alguien que pudiera sustituirlo y desempeñar esa función?»
Hay un momento breve de silencio por mi parte, que él rompe al cabo: «Yo he pensado que sea su buen amigo Horacio dado que ustedes fueron quienes más trabajaron en el proyecto y me parece que él también se llevaba muy bien con las desdichadas. ¿Qué le parece?». dice.
Me lo temía. Soy un cretino por no haber aceptado la invitación y ahora el monarca me sustituye en un santiamén con el odiado Horacio, a quien voy a empezar a hacer vudú a ver si el director de su revista lo degrada al archivo y lo nombra jefe del servicio de documentación sin firmar siquiera los obituarios.
«Señor, si usted ha pensado en Horacio no tengo nada que añadir. No dudo que será capaz de hablar y de hacerlo tal vez mejor que yo. Yo lo paso mal cuando tengo que hablar en público», contesto diplomáticamente tratando de contener la ira. «¡Pero, qué me dice! A mí me pareció el otro día en el almuerzo en el Wellington que se expresaba muy bien. Es cuestión de hábito. Mi madre me obligaba desde pequeño a leer en público en el salón de Zarzuela trozos del Quijote y de La razón pura. Mi padre y mis hermanas refunfuñaban».
La conversación prosigue un poco más. Hace encendidos elogios de mi ciudad accidental, de su belleza y de la gran actividad cultural que desarrolla desde hace tiempo y que la ha convertido en una ciudad de moda y envidiada por muchos. «Le prometo, Esteruelas, que la próxima vez que vaya le aviso previamente y nos tomamos unos espetos junto a la playa», concluye.
No parece un mal tipo, me digo cuando hemos terminado la conversación. Está mucho mejor preparado académicamente que el padre, pero no tiene su campechanía y espontaneidad. Aunque, añado en mi reflexión, esas cualidades tal vez hoy en día han dejado de ser tales y la opinión pública prefiere menos tuteo y más honradez. En cualquiera de los casos, Felipe VI no lo tiene nada fácil y le auguro un futuro bastante complicado.
Mientras cavilaba sobre el destino de la monarquía española sonó de nuevo el móvil. Era Horacio, al que confieso le he cogido una ojeriza enorme. Menos mal que no vivimos en la misma ciudad ni debo pedirle favores: «Hola, Bosco. Adivina qué. La Casa Real me ha invitado a que sea yo quien pronuncie el discurso fúnebre en el Congreso de los Diputados. ¿Qué te parece?». Estoy a punto de colgar pero me controlo sin abrir la boca. «¿Hola? Bosco. ¿Estás ahí?». «Sí», contesto muy seco. «No me parece nada. De ti además ya no debo sorprenderme de nada». «No te enfades, hombre, que te va a subir la fiebre. Es natural que el Gobierno me lo haya ofrecido a mí y no a ti. Yo vivo aquí, en Madrid. Estoy más conectado que tú. La entrevista en el New York Times me ha catapultado a la fama. Ahora hay muchos más medios extranjeros que me buscan y no te digo nada después del funeral», observa con tono de júbilo.
«Perfecto. Que tengas suerte en el acto del Congreso y que asciendas a las estancias más altas. Agur», sentencio y cuelgo el teléfono.
Es entonces el turno de Monaguillo, en otras palabras, el secretario de Estado de la Presidencia y mano derecha del conducator: «Hola. Nos hemos enterado de tu enfermedad. Es una pena, porque tú y no ese amigo tuyo tenías que haber dirigido el discurso de réquiem. Mira, voy a hablar con el jefe para negociar que no sea ese tío. Me he dado cuenta de su ambición. Me resultó irritante lo de la entrevista en el Times. Cuídate. Un fuerte abrazo mío y de mi señorito».