Fue de locura. Temí que definitivamente ascendiera a los cielos ante el aluvión de llamadas, mensajes y visitas de vecinos que jamás antes había conocido. El conserje decidió colocar una mesita en el rellano para controlar la afluencia y la eficiente y discreta ama de llaves pegó a petición mía un aviso sobre la puerta comunicando que «el señor Esteruelas ruega no ser molestado debido a problemas de seria enfermedad». Los del segundo y los del cuarto comenzaron a propalar el bulo de que yo tenía un cáncer terminal y que era inminente el fatal desenlace. Y que la Familia Real, el conducator y el Papa Francisco asistirían a mis exequias.
Admito que al principio me sentí halagado por esa repentina atención de muchos de mis congéneres y más todavía cuando algunas de esas novias que me habían abandonado, o más bien yo a ellas, no lo sé con sinceridad, me telefoneaban para darme la enhorabuena, sentirse felices de tener un amigo tan importante e insinuar que estaban dispuestas a que se encendiera de nuevo la vieja llama del amor y se cerraran las heridas, si es que las hubiere. «Estaba segura de tu éxito y, acuérdate, siempre vaticiné que lo lograrías. Era sólo cuestión de tiempo», escuché que me dijo una de ellas, que un buen día me despidió de su casa acusándome de ser un mal amante y un niño malcriado y sentenciando: «Me das asco. Nunca serás nada. Estás acabado». La memoria, pensé, es traicionera y siempre regresa al lugar del crimen, pero preferí optar por el silencio ante sus encendidas alabanzas. Mi editor me avisó de que iba a hacer una reedición de mis novelas pues la gente quería leerme y saber más de mí.
Me llamó hasta Geraldine Chaplin disculpándose por no haber podido asistir al funeral de Estado por Freddy, Teby y Abigail: «En nombre de la familia Chaplin quiero darle las gracias por el discurso tan emocionante que la rata Freddy pronunció antes de morir». «Señora Chaplin, no soy yo a quien debe agradecer el discurso que recogía frases de su padre en El gran dictador. La iniciativa procedió de ellas, de los infortunados roedores».
Gente con pedigrí de mi antigua profesión me escribió mensajes. Algunos eran de una hipocresía notable. «¡Por fin! Ha tenido que ser el Rey quien ponga justamente tu nombre en el mapa de periodistas ilustres. Yo siempre pensé que tarde o temprano te limpiarían las culpas», rezaba una nota que me había dirigido uno de esos próceres de la pluma, vanidoso donde los haya y tirano cruel con sus subordinados.
Horacio, emocionado y entre sollozos, me llamó el día después del funeral para excusarse por su comportamiento rastrero: «No me di cuenta, chico. No me di cuenta. El director me ha comunicado mi traslado con carácter inmediato al servicio de documentación de la revista. ¡Y yo que aspiraba a quitarle el cargo tras lo de Las Ventas y la entrevista con el New York Times!». Apenas respondí, aunque en el fondo tan miserable era él como yo, que llegué al éxtasis cuando el Monarca pronunció mi nombre y apellido en el funeral para agradecerme la iniciativa de la singular corrida y el loable fin de recaudar fondos para los comedores sociales. Por cierto, a cada minuto crecía la recaudación y ya superaba las estimaciones más optimistas. Si seguía ese ritmo igual el Gobierno se atrevía a desviar el monto para reducir un poco la pesada deuda nacional.
Era ridículo fingir que yo estaba enfermo. Aceptaba en los primeros compases la visita de vecinos del edificio, que entraban con timidez y reserva a mi dormitorio para verme postrado como si estuvieran admirando a aquel impostor de Papa Clemente o un anciano a quien la Virgen del Pilar se le hubiera aparecido para transmitirle un mensaje de unidad y solidaridad a todos los españoles sin distinción de credo, ideología o lengua vernácula. «¡Ya tenía ganas de conocerlo. Me habló el conserje muy bien de usted y también su casero. Me dijeron que era una persona seria, culta y buen pagador». Yo no sabía qué contestar. Optaba por esbozar una forzada sonrisa al tiempo que saludaba con la mano como si fuera el Rey de España.
Llegó un momento en que mi paciencia y perplejidad explotaron y el nivel de endiosamiento hizo aguas. Sobre todo cuando un ministro de Educación de un país latinoamericano me pidió encarecidamente que rogara a Felipe VI la concesión de un préstamo de elevada cuantía para estimular programas educativos en su nación. «Me han dicho que usted almuerza cada semana con el Monarca, ¿verdad?», declaró con voz afectada.
Fue entonces cuando harto de tanta lisonja ordené a mi ama de llaves que pusiera ese cartel en la puerta de entrada no autorizando más visitas y prohibiendo que me pasara más llamadas salvo las estrictamente indispensables; o sea, mi preparador de gimnasia, mi peluquero y un par o tres buenas amistades que conservo en mi ciudad accidental.
No quería caer en el discurso ético y dramático, aunque era difícil escapar de hacer reflexiones al respecto. Bastaba una referencia particular de una figura notable como era el Rey para que el mundo enloqueciera y me reverenciase por si acaso. Dicho de otro modo, por si tenía un día que obtener un favor mío.
Tanto en la realidad anterior al coronavirus como en esa estúpida y acuñada por mi gobernante nueva realidad, a la que nos disponemos a entrar en unos días, esa clase de reverencia existe. Forma parte de la condición humana. En mi antigua profesión basta una casualidad para que subas a los altares o te quemes en las calderas de Pedro Botero. Tanto lo uno como lo otro pueden ser a veces fruto de decisiones de parte y erróneas. Por no decir en la política y en general en todos los ámbitos de la sociedad humana. Algunos de los promocionados hacen una gran carrera profesional gracias a una o dos de esas referencias de elogio. Tienen la habilidad de estirar el chicle hasta límites increíbles. Otros, en cambio, carecen de esa habilidad y no explotan suficientemente la lisonja. Estos últimos no sólo fracasan en sus aspiraciones de alcanzar la gloria, sino que, además, deben aceptar los reproches de sus seres queridos por no haber sabido sacar todo el jugo debido a la circunstancia.
Quien rebasó todos los límites de osadía resultó ser Boinaverde, mi antiguo vecino en Madrid cuando estuve casado y ahora provisional líder del partido de ultraderecha tras el apartamiento del número uno, Reconquisto, por su implicación en los sangrientos sucesos de Las Ventas. El juez instructor lo acusó de presunto homicidio involuntario tras aplastar con la bota a Abigail. Él sostuvo que lo hizo en defensa propia pues la rata trató de agredirlo. En cualquier caso, había decidido retirarse temporalmente de la actividad política.
«Granujete, ¿cómo te va, hombre? No sabía que tuvieras tan buena y estrecha relación con don Felipe. Me alegro. Yo lo sospechaba. Cuando te conocí la primera vez ya intuí que estarías llamado a hacer grandes cosas y que ese periodicucho comunista no te merecía. Te perdí la pista y me alegró mucho reencontrarte en el Wellington», afirmó al teléfono. Boinaverde me explicó que había pasado a ser el líder del partido tras la dimisión de Reconquisto y que estaban todos los militantes muy afectados por los sucesos acaecidos en Las Ventas. Entonces, tras una breve pausa, lanzó una propuesta sorprendente: «Oye, yo necesito un portavoz. Un individuo que haya mamado los medios. He pensado en ti. ¿Qué te parece?» Conté hasta cincuenta antes de responder lo más educadamente posible: «Te lo agradezco mucho, pero no busco nada de eso a estas alturas de mi vida. Además, te seré franco. Estoy en las antípodas de tu grupo». «Bueno, bueno. Entiendo, granujete. Pero no dejes de llamarme si vienes algún día a Madrid y así nos ponemos al día».
Entretanto, corrían ríos de tinta sobre la autoría del doble crimen, el de Freddy y Teby. Era más que evidente que el autor, el turco Sahin, supuestamente miembro del grupo xenófobo y racista Lobos Grises, había contado con la colaboración de más personas. De momento, habían sido ya detenidos dos empleados de la plaza, que le facilitaron la entrada y la subida hasta el tejado sin que nadie lo obstaculizara. Podría haber causado una verdadera matanza. Las investigaciones apuntaban mucho más alto. Había fuertes sospechas de que diversos mandos policiales protaurinos, entre ellos el comisario Jacinto Romerales, estuvieran implicados en lo que ya se calificaba de conspiración taurina. En ella estarían envueltos ganaderos y algunos toreros, contrariados por la campaña que el actual Gobierno realizaba contra la llamada fiesta nacional e irritados por el espectáculo de ratomaquia de Madrid.
Lo que faltaba, pensé yo desde la cama. A las gravísimas consecuencias socioeconómicas causadas por el coronavirus se agregaba ahora otra patata caliente como era la de los toros. Un elemento más para calentar el pesado ambiente político.