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Mientras tantoLas consecuencias (6)

Las consecuencias (6)


Pasé unos días recluido en cama. Tenía fiebre alta y un inoportuno catarro que me dejaban desganado sin ninguna apetencia más que la escritura. No estaba seguro si vivía en la realidad irreal que comenzó a mediados de marzo, en la nueva realidad anunciada en plena crisis por mi gobernante o si definitivamente había entrado en un ciclo de sueño del que ni podía ni quería salir a la superficie. Es decir, a la lucidez anterior.

Mi eficiente y discreta ama de llaves filtraba llamadas y mensajes. Prácticamente se había convertido en el muro de contención para que nada ni nadie pudiera agrietar aún más mi ya de por sí frágil equilibrio emocional. Me preparaba tés y almuerzos ligeros, preocupada por mi estado físico y psíquico.

El aluvión de felicitaciones, muchas de ellas impostadas, por la referencia a mi persona que había hecho el Rey en el funeral por las ratas satisfizo mi ego en los primeros instantes. Pero al cabo de unos días descubrí un gran vacío en mi interior por la trágica y violenta muerte de Freddy, Teby y Abigail. Sin embargo, no podía entender ni tampoco admitir que tuviese un sentimiento de dolor hacia tres animales, tres roedores de esos que a un ciudadano normal le despiertan asco, repugnancia y miedo. De joven siempre pensé que la peor tortura a la que me podrían someter unos carceleros sería la de colocarme frente a frente con una rata desconfiada. Alguna vez había soñado que me saltaba a los ojos y me mordía hasta causarme la muerte. Creo que en 1984 Orwell describe algo de ese tenor, pero no estoy seguro y no me apetece ahora comprobarlo en wikipedia. Prefiero fiarme de mi memoria.

Un amigo me llamó una tarde para preguntarme cómo estaba. «Estoy roto, hundido, como si hubiesen matado a tres de mis seres más queridos», respondí en tono lúgubre. «¡Pero no digas tonterías! Cierto, tuvieron un final sangriento muy cruel, pero después de todo eran ratas. Los roedores no viven más allá de un año o año y medio, así que se iban a morir igualmente en cualquiera de los casos», opinó mi amigo.

En el fondo tenía razón. Eran ratas, seres vivos menos desarrollados que los humanos, sin emociones ni inteligencia como las nuestras. ¡Caray, pero Freddy y las otras colegas suyas habían demostrado tener una sensibilidad extraordinaria y un talento único! ¡Hasta sabían hablar y comportarse perfectamente en cualquier situación con humanos! El propio Rey había hecho un gran elogio de ellas en ese sentido.

Fuera como fuese, hubiesen o no existido, formasen o no parte de mi irrealidad, de mis sueños ajenos al mundo de los humanos, lo cierto es que en el momento actual sentía un vacío insoportable, que ni siquiera podía calmar la rutina de escribir. Hablé por videoconferencia con McFarlane, mi psicoanalista jamaicano, quien por primera vez se inquietó por mi estado. Me recomendó tomar regularmente un ansiolítico combinado con un reconstituyente vitamínico en el desayuno, prescripción que incumplí. Igualmente, me urgió tratar de dormir más horas lo que me permitiría recuperarme mejor y me devolvería las ganas de vivir.

¡Eso era!, pensé yo. Devolver las ganas de vivir. Convertí la oración a la forma negativa. Precisamente lo que no quería era encontrar las ganas de vivir, sino más bien buscaba quitarme de en medio. Pero en mi locura se me ocurrió que alguien, un canal de televisión, una productora cinematográfica o un simple ciudadano con una cámara super 8 filmara mi suicidio. ¡Qué pensamiento más bárbaro y más insano! Además, ¿quién se atrevería a hacerlo a riesgo de cometer un delito de colaboración activa en la muerte de alguien?

Volví a llamar a McFarlane, quien entre angustiado y bastante irritado, me recriminó mi dejadez y la idea de filmar mi muerte. «Señor Esteruelas, usted está como una cabra y voy a tomar medidas para que esta rabieta de niño malcriado se acabe de una vez», gritó el lacaniano y seguidor de Sigmund. Lo de «como una cabra» lo dijo en español. El resto, en su clásico inglés cantarín.

No pasaron ni tres horas cuando el ama de llaves, a quien le había entregado mi móvil para que filtrara las llamadas, vino al cuarto y sin inmutarse anunció: «El vicepresidente segundo del Gobierno quiere hablar con usted». No tuve cuajo para que le dijera que acababa de coger un vuelo con el Space X con destino a la estación espacial internacional y que tardaría mucho en regresar al planeta Tierra. Vicedós, obviamente, se lo hubiera tomado muy a mal, y no quería poner en un aprieto a la buena señora. Así pues, le pedí el teléfono y me preparé a escuchar la perorata mitinera del líder podemita.

«¡¿Qué rayos te sucede, cobardón?! ¡¿Se te han pegado las sábanas o es que te ha subido la fiebre leyendo lo último de tu admirado Marías?! Me ha llamado tu loquero contándome tu nuevo delirio de frustrado maoísta de salón. ¡No doy crédito! ¡Después de todo lo que hemos hecho por ti en Moncloa apoyando y participando en tu digna iniciativa! ¡Tus ratas eran más nobles que tú, repugnante roedor de alcantarillas! ¡Tenían la hombría que a ti te falta!¡Te vamos a militarizar, a expropiar tu biblioteca y hasta a tu ama de llaves! ¡Así verás lo que es levantarse todos los días a las 7 para ir a trabajar y ganar un sueldo, sucio liberalucho!» .

Confieso que noté que los ojos se me humedecían un poco ante tamaño e injustificado rapapolvo. No era ni mi padre ni mi madre, ni tampoco McFarlane, aunque éste había sido un imprudente llamándole y contándole mi última neurosis. Además, pensé, aunque no me atreví a decírselo, él no podía dar muchas lecciones de ser un trabajador con un horario fijo, una disciplina de empresa, un salario modesto y una casa pequeña pagada a plazos. Lecciones las justas, querido amigo, que tú eres tan intelectual de salón como yo y que conforme pasa el tiempo no haces ascos a la moqueta, el coche oficial y al lujoso chalé que compartes con tu pareja y ministra.

Pero como no soy belicoso, aunque McFarlane sostiene que tengo una carga agresiva notable, y no me enseñaron a utilizar la pistola o la espada de niño, traté de ganármelo para mi causa por descabellada que ésta fuese. Yo sabía perfectamente que entre las aficiones de Vicedós era el cine y exploté hábilmente esa vía. Le expliqué si conocía algo de los snuff films, esas pelis centradas en la grabación de un crimen o de un suicidio en directo. Él sabía algo al respecto. De hecho, sacó a colación una de Tavernier, La muerte en directo, que tuvo éxito de crítica, sobre una mujer enferma de muerte a la que grababa un hombre con una cámara dentro del cerebro. Noté que el asunto le despertaba curiosidad, porque se olvidó de los insultos e hizo memoria de algunas que yo también había visto como «21 gramos», «Las horas», «Harold y Maud», «Network» o la mismísima «Mar adentro» sobre el suicidio en directo de Ramón Sampedro.

«Como ejercicio literario está bien la reflexión tuya, pero la realidad, amigo, es bien distinta. ¿Qué te impulsa a quitarte de en medio y sobre todo por qué necesitas publicitar tu muerte?», me preguntó. Yo no supe darle una respuesta. Tal vez el acto escondía una venganza contra la sociedad y una voluntad de poner en aprietos a la actual coalición entre el conducator y Vicedós. ¡Qué estupidez la mía! ¡Qué arrogancia de mi parte! ¿Acaso pensaba que los cimientos del país iban a temblar por que el suicidio de una hormiga, uno más, fuera a provocar una protesta social como consecuencia del asesinato de las tres ratas? No habría funerales de Estado para honrar mi memoria ni la Casa Real haría una sola mención. Me convertiría en un nombre molesto, olvidado al poco en el anonimato, un triste individuo que había confundido su rol social. Uno de esos tontos que no habían sabido estirar el chicle y explotar la fama al máximo después de que el Rey hiciera en público un elogio de su conducta.

La conversación quedó en nada, porque, además, Vicedós me informó que tenía que entrar inmediatamente a la reunión del Consejo de Ministros de los martes y que mi gobernante era muy maniático con la puntualidad. Sería con los demás, pensé, pues había dado muestras repetidas de olvidarse del reloj durante la pandemia cuando convocaba una rueda de prensa a una hora determinada y luego tenía lugar mucho más tarde. En fin, cosas del poder.

En mi tozudez maña no di por perdida mi idea. No arrojé la toalla. Aproveché la pequeña publicidad que me había dado la referencia del Rey para hacer gestiones con cadenas de televisión, productoras de cine y algún que otro director de campanillas. Lograba pasar el primer filtro y conversar con ellos, pero a la tercera frase colgaban amablemente. No me rendí. Puse un anuncio en dos redes sociales. Obviamente no explicaba todo. Rogaba que la persona que estuviera interesada en ayudarme a rodar una película de complejo guión se pusiera en contacto conmigo. Me respondieron unos cuantos chalados, pero la mayoría se echaba para atrás cuando entraba más en detalle. «No. En eso no puedo participar. Tendría problemas con mi suegro, que es comandante de la Guardia Civil», me explicó uno de los comunicantes.

Una mañana llamó a la puerta un chaval que calculé no tendría más de 12 años. Venía con una cámara pequeña, mascarilla y guantes de látex. Me contó que era de un municipio de la provincia de Cáceres llamado El Gordo. Sí, sabía dónde estaba. Había pasado más de una vez por allí cuando viví unos años de exilio en Extremadura. El chico parecía despierto. Le gustaba rodar con la cámara que le habían regalado en Reyes y durante el confinamiento, al no tener clase, había filmado muchas imágenes del pueblo. «¿Dónde está el veneno?», preguntó resolutivo. «¿De qué veneno hablas, chaval?» «¿Pero no quiere filmar la muerte de esas ratas de las que toda España habla?». Me quedé perplejo sin saber qué contestar. Esbocé una sonrisa forzada y avisé al ama de llaves para que le acompañara a la cocina: «Dele, por favor, al muchacho un bocadillo de jamón y una cocacola y unas monedas para el viaje de regreso». Conforme me escuché me pareció que era el vivo retrato de la duquesa de Alba cuando se acercaban hasta el Palacio de Liria hambrientos reporteros con las suelas de los zapatos agrietadas. No le faltaba razón a Vicedós. Era un cochino burgués.

 

 

 

 

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