Apenas pude atender a mi psicoanalista McFarlane y sus dos acompañantes, miss Kingston 2008 y miss Montego Bay 2007, recuperadas ya de sus quebrantos viajeros durante su breve estancia en mi ciudad accidental. Yo seguía inapetente y con fiebre alta, así como con problemas de sueño y alucinaciones. Cuando nos despedimos le dije dramáticamente al seguidor de Freud y Lacan: «A lo mejor no nos volvemos a ver más. Les agradezco mucho su visita y, ustedes, señoras, acepten mis disculpas por no haber podido hacerles de guía».
El jamaicano me dio un fuerte abrazo, rompiendo los protocolos del taciturno ministro de Sanidad, y ellas de modo más formal me estrecharon la mano acompañada de una sonrisa. «No exagere, Mr Esteruelas. Perro viejo nunca muere», exclamó en una nueva exhibición de riqueza del castellano y del conocimiento de modismos, que concluí eran su debilidad.
Tan pronto abandonaron el piso emergió de nuevo en mí el vacío que arrastraba desde el día del funeral de las ratas. La desorientación completa por no saber si estaba despierto o dormido, vivo o muerto. En esas me reconcomía cuando tuve que ir al baño porque me vino el vómito. Muy mareado regresé a la cama sin saber qué hacer: contar ovejas, reanudar la lectura de una novela italiana, enterarme de los resultados de la liga de fútbol que acababa de reanudarse o simplemente quedarme «expuesto en pijama», o sea postrado bajo las sábanas y paralizado ante lo que la providencia se dispusiera ofrecerme.
¿Qué nuevo suceso ocurriría en mi agitada vida justo ahora que se oía por todas las esquinas que éramos grandes, que habíamos mostrado una gran disciplina durante el confinamiento y que juntos volveríamos a poner a España en el lugar que históricamente le correspondía? Sólo faltaba que el conducator recibiera la Copa Covid-19, en su primera edición, y la paseara triunfal por la Castellana madrileña en loor de multitud.
El cerebro me hizo una vez más una jugarreta terrorífica, que en esta ocasión superaba todo lo que me había ocurrido en los tres meses anteriores. Desperté agitado y chillé cuando vi nítidamente en la habitación a dos personas que me resultaban algo más que familiares: ¡mis padres en carne y hueso! Cuando se aproximaron hasta mi cama para abrazarme el chillido fue desgarrador: «¡¡¿Pero quiénes sois vosotros?!! No es posible. ¡¡Estáis muertos desde hace muchos años!!» «No sois mis padres. Sois espíritus, unos fantasmas que ha fabricado el diablo para precipitar mi muerte», hipé entre sollozos. «Cálmate, hijo, somos nosotros, papá y mamá. Tranquilízate, por favor», dijo mi madre dándome una caricia y un beso en la mejilla que me parecieron auténticas.
El aspecto era de personas de media edad. Más jóvenes que yo. Calculé que él podría tener 60 y ella rondando los 50. Vestían como siempre. Sobrio mi padre, con traje oscuro y corbata, y mi madre, con un conjunto de jersey y chaqueta gris perla y una falda de invierno. ¡Debían de estar derritiéndose con el calor que hacía! Sin embargo, no lo parecía, si bien recordé que él siempre había sido muy friolero.
«Tranquilo, hijo. No hemos venido ni a asustarte ni a hacerte daño. Nos hemos enterado de que estás un poco bajo de ánimo. Te traemos unos merengues, que de pequeño te gustaban mucho. ¿Te acuerdas?», dijo ella, que se mostraba más serena y más natural que él. Mi padre, nervioso, no hacía más que farfullar en francés: «Mais quelle histoire, quelle histoire!» No sé si se refería a lo que le habían contado de mis últimas peripecias o la embarazosa situación de explicar que aunque había muerto ahora estaba vivo. ¡Y me lo tenía que creer! En ocasiones solía recurrir a ese giro francés cuando residía, vivo, claro, en París si alguien le contaba una historia increíble.
Nos quedamos los tres un buen rato en silencio. Ellos, intranquilos y expectantes, a la espera de que me calmara, y yo, buscando la serenidad tras los sollozos iniciales. Sentía vergüenza a la par que temor frente a dos personas que afirmaban ser mis progenitores y que, sin duda, lo eran. Aunque me acordé en ese momento de la peli El exorcista cuando la niña, poseída por el demonio, era capaz de transformarse en rostros cercanos y muy íntimos para descomponer al desgraciado padre Karras en el exorcismo.
«Tienes una bonita casa y una preciosa vista al mar. Mejor que la de Santander. ¿Recuerdas lo contento que te ponías de pequeño cuando en el coche avistábamos por primera vez una playa en el inicio de las vacaciones? Eras un niño muy mono y muy bueno, hijo. Y yo te quería mucho», afirmó ella cada vez más asentada en su rol maternal. El otro, en cambio, es decir, mi supuesto padre, se revolvía por el dormitorio como aguardando a pronunciar un discurso importante. Siempre había sido así: si no controlaba la situación comenzaba a ponerse nervioso.
«Decidme la verdad. ¿Realmente sois vosotros o estoy delirando? Desde luego, quien os haya reinventado ha hecho un trabajo magnífico. Sois auténticos, aunque la última vez que os vi antes de que murierais erais ancianos y hoy parecéis mucho más jóvenes», afirmé. «Gracias, hijo. Cosas de la reencarnación y de los que preparan todo. Afinan mucho y satisfacen con precisión de relojero suizo las peticiones de los que desean reencarnarse», me explicó mi padre ya más tranquilo. Claro que al escuchar esto quien regresó al estado de agitación fui yo, que seguía «expuesto y en pijama» en la cama con las sábanas desmadejadas.
«¿Qué dices, papá? ¿Qué me quieres decir? ¿Que sois vosotros pero no del todo?», exclamé. «¡Por favor, Vicedós, como broma está bien pero deje ya de atormentarme! Es cruel recurrir a unos muñecos diabólicos, que supuestamente son mis progenitores, para vengarse de mi frialdad y desconfianza con la coalición de gobierno. ¿Dónde debo firmar para pagar la cuota mensual de partido? ¡Pero déjeme descansar! ¡Se lo suplico! Tenga piedad de un alma descarriada, que se alejó de su ideología y que ahora lo único que desea es morir en paz» .
Fue entonces cuando mi padre comenzó a explicarme una historia increíble. Una historia que revelaba por primera vez, al menos para mí, el sentido de la vida y de la muerte, el saber qué quedaba de nosotros después de muertos: ¿espíritu? ¿recuerdos?
«Lo que te voy a contar no es un hecho alternativo, de esos que se inventa el descerebrado que está en la Casa Blanca. Es objetivo, real, auténtico e indiscutido», afirmó muy serio clavando su mirada en la mía. Me asustó más todavía cuando me exigió no contar a nadie lo que iba a escuchar: «Está en juego la existencia del mundo. Nuestra vida, la tuya y la de todos los terrícolas. Esto es mucho más serio que este cochino coronavirus que tanto daño ha producido…y que va a seguir produciendo».
Me explicó que todos los seres vivos una vez muertos se convierten en espíritu, desaparece la materia y llegan a un área enorme y blanca llamada limbo. Allí pueden continuar existiendo pero como seres no materiales. La felicidad o la tristeza no las sienten, porque no tienen necesidad de ellas. «Entonces, ¿no existe el Cielo ni tampoco el Infierno, papá?», interrumpí. «No, no existe. Eso es cosa de la Iglesia, del poder establecido para evitar el fin del mundo, la oleada de asesinatos y el masivo suicidio de personas que habría si se descubriera, lo cual abocaría a la destrucción del sistema o a cosas peores».
Continuó con su sorprendente historia: «Resulta que una vez que la persona en espíritu aterriza en esa zona denominada limbo tiene opción a permanecer en ella eternamente sin sufrir ni padecer quebranto, pero aceptando a cambio no poder retornar a ser vivo». «Y quien no quiere quedarse en cosa inanimada, o como se diga, ¿qué pasa con él, con ella o con ello?», pregunté con enorme curiosidad. «Pues entonces, hijo mío, te apuntas a una lista de aspirantes a la reencarnación. Un directorio, cuya identidad desconocemos pero según lo que se rumorea allí es un órgano rotatorio, evalúa tu deseo y decide. No sé calcular cuánto tiempo pasa, porque obviamente espacio y tiempo son fenómenos sin fundamento en el limbo» «Entonces», interrumpí de nuevo yo, «supongo que todo esto es una especie de proceso de renovación de personal, de renovación de sangre ¿no? Que todos, tarde o temprano, regresamos a la vida con otra identidad, ¿verdad?». «Pues te equivocas, hijo mío», dijo elevando algo el tono de voz. «Hay muchos, muchísimos, que por agotamiento, decepción, miedo o pura desidia optan por no solicitar, como si dijéramos, el billete de regreso a la Tierra. Ése es un problema muy grave, muy serio, porque son cada vez menos los que quieren volver a vivir».
Era increíble lo que estaba escuchando de labios de mis mayores. Algo difícil de entender. Vaya, era como un principio doctrinario tan extraño y variopinto como el que sostenía la fe católica con el misterio de la Santísima Trinidad. Con él comenzaban a perder la calma quienes en su fanatismo trataban de hacértelo comprender. «Eso es materia de fe. O lo aceptas o estás fuera con las consecuencias que eso comporta», oí más de una vez al padre espiritual de mi colegio cuando de niño hacíamos los ejercicios espirituales ignacianos en una residencia de los jesuitas fuera de Zaragoza, mi lugar de nacimiento.
Mis padres me relataron que un buen día, sin fecha ni espacio, un portavoz del directorio les llamó a los dos para darles la enhorabuena y comunicarles que regresaban a la vida. Esta vez iban a vivir juntos y de manera mucho más armónica que en su anterior existencia. Lo iban a hacer en China, y en concreto en la populosa ciudad meridional de Shanghai. «Y allí estamos, hijo mío. De allí nos han autorizado a venir para hacerte esta visita, preocupados como estamos tanta gente que te quiere por ese vacío que confiesas sentir tras no sé qué historia de ratas y toreo que nos han contado», afirmó mi madre con tono muy cálido.
No supieron explicar cuánto tiempo llevaban viviendo allí, pero se encontraban contentos y felices. El aprendizaje del chino cantonés estaba siendo algo más complicado, aunque ya se soltaban poco a poco e incluso podían mantener conversaciones con la gente. Trabajaban los dos en el Bund, esa kilométrica avenida que bordeaba el malecón y que había sido foco de la construcción de edificios altos modernos en los años veinte durante el periodo de las concesiones internacionales. Mi padre era uno de los jardineros del numeroso personal de empleados que tenía el lujoso hotel Hyatt y a ella la habían colocado como dependienta en una pequeña joyería abierta en el centro comercial del hotel. «La verdad es que los dos estamos muy contentos. Tenemos un apartamento moderno no lejos de allí, que pagamos sin problemas, y vamos todos los días juntos caminando hasta el trabajo. La ciudad es una megalópolis actualmente. No es el mejor sitio para vivir, pero es lo que hay. Yo siempre le digo a tu padre: Mira, aprovechemos esta oportunidad, porque quizá no haya una segunda ocasión».
Y entonces, del mismo modo brusco e imprevisto que aparecieron en mi habitación se evaporaron sin más, sin siquiera despedirse. ¿Para qué hacerlo? Podrían volver a verme cuando les apeteciera. El desplazamiento no era un problema para ellos. Pero no tenía certeza de que fuera a ser así. De nuevo me entraron las dudas existenciales de si yo vivía una realidad irreal o era más bien una irrealidad real.