Jornada de puertas abiertas. Primer día de la nueva normalidad o mejor dicho, de la nueva anormalidad, mañana de terror y susto ante lo que vieron mis ojos cuando abrí la puerta de la cocina para averiguar de dónde procedía la escandalera. El panorama era como el de una habitación que estuviese siendo gestionada por un humano de corta edad: un par de sillas volcadas, la radio encendida, la puerta de la nevera abierta y por el suelo rodando plátanos, melocotones, cerezas, rodajas de melón y un cartón de zumo de naranja tumbado y con el líquido pringando las baldosas. En la mesa, un cartel de medio tamaño escrito en mayúsculas y creo que en inglés.
Al verme dio una alegre voltereta, palmoteó, avanzó un par de pasos, se acercó a mí, me tendió la mano sin desconfianza y comenzó a parlotear sin freno en una lengua que no entendí. De vez en cuando intercalaba su chapurreo con dos o tres palabras en inglés. Me pareció escucharle algo así como: «common, let´s go».
Mi nuevo inquilino era un pequeño y exótico gorila albino de ojos muy azules. Portaba una gorrilla a dos colores, rojo y azul, con la letra B como inicial y una chapa pegada en el pecho con la inscripción: My name is Bossy. Me señaló con el dedo el cartel de la mesa para que lo pudiera leer y averiguara qué nuevo capítulo se abría en mi vida justo el día que terminaba el estado de alerta impuesto por la autoridades a consecuencia del coronavirus .
Cuando leí el mensaje me quedé aún más desconcertado. Era de la primatóloga británica Jane Goodall , quien me presentaba al tal Bossy, un gorila de apenas un año, huérfano, rescatado en los bosques de Tanzania y trasladado a uno de los centros de conservación que la anciana científica tiene en África. «Bo posee una extraordinaria inteligencia. Es muy simpático y cariñoso. No se preocupe si no entiende su lengua simiesca. Él comprende la suya y chapurrea dos o tres frases en inglés. Es muy señorito. Además de alimentarse de lo que comen los de su especie: frutas, frutos secos, insectos y demás no hace ascos a un bocadillo de jamón, una copa de vino o un gin tonic al mediodía y al caer la tarde. Espero que se hagan amigos y que le levante el ánimo. No se preocupe por nada más. Es independiente y sabe regresar a casa».
Mientras leía el texto vi de refilón su mirada. Estaba concentrado y expectante, y aguardaba en silencio a que yo terminara la lectura. Tan pronto lo hice me ofreció de nuevo la mano y reanudó la incomprensible cháchara. Si hacía preguntas, lo cual yo ignoraba, las respondía él mismo con respuestas igualmente intraducibles y entremezcladas con esa letanía repetitiva de common, let´s go.
Era un misterio cómo había entrado el animal en el piso y naturalmente quién lo había traído hasta el domicilio. ¿Jane Goodall en persona venida desde Londres? ¿Boris Johnson y su novia, acaramelados ahora con el nacimiento de su bebé? ¿El conserje? ¿Mi discreta y eficiente ama de llaves? ¿El conducator en un último gesto para tratar de insuflarme esa moral de victoria que tanto cacareaba y ganarme para su causa? ¿Mis padres reencarnados? ¿Vicedós, en una jugarreta perversa muy de las suyas? ¿O incluso el mismísimo coronavirus para acelerar mi muerte con un chimpancé, que tal vez estaba infectado del patógeno? Concluí que era más sensato no interrogarme. No conducía a nada y si acaso agudizar el dolor de cabeza que arrastraba desde hacía tiempo y frente al que ni siquiera trataba de buscar alivio con analgésicos de la farmoteca. ¿Qué tenía que hacer con mi nuevo colega de guarida? ¿Me lo mandaba Goodall para que olvidase la tragedia de las ratas ilustradas de la Columbia University? Ella misma en el mensaje me explicaba que el simio había llegado a mi casa para levantarme el ánimo, que continuaba siendo alicaído.
Así pues, era cuestión de acoplarme a la nueva situación y esperar cómo evolucionara la relación con el gorilita albino, que desde el primer momento despertaba ternura y confianza. Bossy, o Bo, como lo llamaba en su escrito la científica, debía de haberse dado cuenta ya de mi abatimiento, porque con un par de common, let´s go me cogió del brazo e hizo gestos para que le enseñara el apartamento. Comía tranquilamente uno de los plátanos que había pillado de la nevera. Le enseñé primero el salón y la biblioteca. No pareció interesarle demasiado. Sin embargo, cuando le conduje hasta la terraza dio un par de silbidos y un palmoteo y reanudó su jeringonza. Descubrí que era consciente cuando su chapurreo me fatigaba. Tan pronto como eso ocurría se callaba.
Me empujó para que continuara siendo el guía del piso como si hubiera venido con la intención de comprarlo o de convivir conmigo, lo cual se me hacía difícil en las actuales circunstancias puesto que lo que yo planeaba era desaparecer de la manera menos dolorosa posible. Le enseñé el dormitorio principal, las otras habitaciones, los baños. Era curioso. Tocaba todo como si tuviera que comprobar si un grifo funcionara o el encendido de un interruptor transmitiera luz. En uno de los cuartos donde había una cama me tiró de la camisa e hizo evidentes gestos de querer tumbarse. De un salto se puso sobre ella, cerró los ojos y comenzó a dormir. Entendí que debía sentirse fatigado por el viaje. Cerré la puerta y volví yo a la mía para tratar también de descansar pues el insomnio había hecho mella en mi cuerpo la pasada madrugada.
Debí dormir un buen rato y por primera vez resultó un sueño placentero sin pesadilla alguna. Cuando abrí los ojos vi que Bo estaba ya levantado y faenando en la cocina. «¡Qué estás haciendo! ¿Quieres que el ama de llaves se queje del zancocho que has causado poniendo todo patas arriba y ensuciando el suelo?», le reñí sin darme cuenta de que él sabía también ordenar lo que antes había desordenado. Todo estaba otra vez como requerían mis rígidos cánones. Había metido la fruta y el cartón de zumo de naranja en la nevera, que estaba ya cerrada, limpiado, supongo que con la fregona, el suelo y colocado las dos sillas que había tirado en su alboroto inicial.
Con ese chapurreo imposible de traducir pero que descubrí innecesario pues era comprensible para mi sensibilidad comunicativa, me señaló la mesa donde había una bandeja con dos copas de vino blanco, un plato con varias lonchas de jamón, trocitos de pan y un cuenco de cacahuetes. «Common, let´s go», exclamó. Entendí que cada vez que dijera esa oración en inglés me invitaba a moverme y a acompañarle para realizar algo juntos. Estaba claro que Bo podía estar solo y lo había demostrado cuando pidió irse a la cama a disfrutar de una siesta como cualquier humano, pero también le gustaba recrearse de un placer social por nimio que fuese. La felicidad de las pequeñas cosas, pensé. El secreto de la vida.
Así pues, me indicó con aspavientos que me dirigiera a la terraza donde me senté mientras él portaba con habilidad de camarero el vino y las viandas y colocaba sobre la mesa de cristal la bandeja de color rojo. Una vez terminada la operación, miró fijamente la bandeja y se dio con la mano un suave golpe en la frente. Salió corriendo y regresó con dos servilletas de tela que habría encontrado seguramente revolviendo los cajones. Este gorila era un genio: limpiaba, preparaba un aperitivo y ofrecía compañía. Era un robot con emociones.
Estuvimos un largo rato mirando los dos el mar, que en ese momento estaba de una belleza indescriptible. La mirada azul de Bo, atenta y enigmática, se confundía con la de las aguas. Creo que comprendió sin romper el silencio la serenidad que me infundía el momento pues no abrió la boca salvo para zamparse prácticamente todo lo que había preparado y traído antes. Pobre, debía de tener hambre atrasada después de un largo viaje que yo desconocía dónde había empezado y con qué medio había aterrizado en la cocina de casa.
El tiempo había dejado de ser mensurable para mí salvo que mi consciencia me permitía diferenciar el día de la noche. No sé por tanto cuántas horas o minutos estuvimos en la terraza callados e inmóviles disfrutando de la visión del mar. No excluyo que se me cerraran los ojos en algún instante. Lo cierto es que el crepúsculo había invadido nuestro espacio. Cuando puse los ojos en él me pareció que llevaba ya un buen rato observándome con gesto reflexivo. Me asusté. Parecía talmente un humano como yo. Sabía bien que los primates son inteligentes pero no sé si tenían capacidad para reflexionar e incluso meditar.
«Common, let´s go«, me dijo en su ya tradicional rito de saludo. Se había levantado y acercado hasta mí para darme la mano e indicarme que lo que deseaba esta vez era salir de casa. Lo entendí perfectamente y cumplí sus instrucciones. Al tiempo que me levantaba, abría la puerta, la cerraba y llamaba al ascensor caí ya tarde que me había dejado las llaves en el interior. Un par de veces antes me había ocurrido con algún que otro molesto percance. En esta ocasión no perdí los nervios. Tenía la sensación de que en adelante ya no tendría más necesidad de recurrir a las llaves ni a nadie que tuviera que abrirme la puerta.
Bo, al salir a la calle, comenzó con su perorata. Opté por no hacerle caso y concentrarme en el paseo. No había nadie. ¿Sería madrugada? Era una noche suave y no excesivamente calurosa. Estupendo, pensé mientras me dejaba llevar por el simpático mono. Descubrí al poco que tras cruzar al otro lado del paseo me enfilaba en dirección de una de las playas desde la que se escuchaba a lo lejos una agradable música de jazz.
Al bajar, Bo hizo un gesto para que lo siguiera unos metros más allá donde se encontraba una pequeña banda con dos pianos blancos como la nieve. Los cinco músicos que la componían iban también uniformados de blanco. Al llegar hasta ellos dejaron de tocar. Yo no daba crédito a lo que vi. Se aproximaron hasta nosotros muy sonrientes y se presentaron aun cuando no hacía falta que lo hicieran pues su fama era o había sido mundial. Tres de ellos supuestamente habían fallecido y los otros dos restantes estaban tan vivos como Bo y yo. «Hola, amigos», nos dijeron en español estrechándonos la mano e indicando que nos sentáramos en dos butacas que estaban clavadas en la arena junto a dos mesitas, también blancas, con dos refrescantes gin tonics aguardando a ser bebidos.
En uno de los pianos, Bill Evans, ya muerto, frente a él la otra pianista, Diana Krall, vivita y coleando; a la trompeta, el excesivo Miles Davis, que Dios lo tenga en su gloria; al contrabajo mi siempre admirado y aún entre los nuestros, el gran Sting, y a la batería otra gloria desaparecida, Jimmy Cobb.
¿Había algo mejor para disfrutar la noche? ¿Qué mejor forma de olvidarme aunque fuera por un rato de la tragedia que habíamos sufrido y que desgraciadamente no tenía por ahora un final? Allí, sentados mi ya amigo Bossy, con su gorra y su chapa identificadora, con su piel haciendo juego con el uniforme de los músicos, y yo, desnortado como siempre, pero tranquilo como nunca antes, saboreando el gin tonic que la banda nos había preparado. Y a nuestra izquierda, a escasos metros, las pequeñas olas rompiendo sin apenas interferir con la música y humedeciendo la arena.
Tocaron y además también cantaron Sting y Diana Krall temas que yo había escuchado miles de veces, que había sentido y con los que me había emocionado solo o en compañía. No sé cuándo había empezado a aficionarme al jazz. Probablemente en mis primeros años de juventud.
Al cabo de un rato, ojalá que de muchísimo rato, mientras Krall cantaba Flying to the moon, Bo me miró y con su ya clásico common, let’s go nos levantamos con parsimonia de primeros actores, saludamos al quinteto y nos dirigimos de la mano hasta el mar. Lenta y tranquilamente comenzamos a mojarnos. El agua no estaba demasiado fría. Yo me zambullí y entonces comencé a nadar.
Málaga, 21 junio 2020