Pisé Brasil por primera vez a fines de 2008, casi al final de la era Lula, cuando ya era palpable que le había llegado la hora –a bola da vez, que dicen aquí- del eterno país del futuro. En estos tres años, esa sensación no ha dejado de profundizarse, aunque los riesgos y desafíos se apunten, también, continuamente: la autoestima y confianza del brasileño crecen, hasta superar ese antiguo complejo de vira-lata (perro callejero, mixturado), y el gigante latinoamericano se alza, orgulloso de su bandera, de su samba y de su jeitinho, frente a una Europa vieja y cansada y a unos Estados Unidos a la baja. Brasil supo, hasta ahora, plantar cara a la crisis financiera mundial, y, aunque la desigualdad social sigue en niveles intolerables, en la última década la vida de los brasileños, incluidos los más pobres, no ha dejado de mejorar. Muchos interrogantes a la vista: para comenzar, hasta cuándo podrá mantener su actual pujanza económica un país con problemas estructurales evidentes, como la escasez de mano de obra cualificada -consecuencia directa de un pésimo sistema de educación público-, la deficiencia de las infraestrucuturas de transportes y comunicaciones o la violencia que a cada canto del país, en la ciudad y en el campo, brota de la desigualdad social.
Hace tiempo que los analistas, y los pueblos, se hacen otra pregunta: ¿qué papel desempeñará ese Brasil emergente en la región latinoamericana? Los que otrora hubieran querido disputarle el liderazgo, como Argentina, observan de reojo los movimientos de un país que, con 8,5 millones de kilómetros cuadrados y 192 millones de habitantes, supone medio continente. Por el momento, en el discurso, Brasil se ha posicionado firmemente contra la relación de dependencia de Estados Unidos, y ha optado por la integración regional, impulsando la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) y el Mercosur (Mercado Común del Sur, formado por Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay), aunque los avances son menos tímidos cuando se trata de superar el proteccionismo comercial tan caro al Gobierno brasileño. En la última década, el comercio con los Estados Unidos ha perdido importancia: si en 2001 el vecino norteamericano suponía el 20% de las exportaciones brasileñas, hoy la cifra ha caído a la mitad. El interés diplomático por mantener buenas relaciones con Washington a cualquier costo ha caído en la misma medida que la dependencia comercial -lo que, por cierto, ha sido una de las bazas determinantes para que Brasil haya conseguido hasta ahora salir bien parado de la crisis económica internacional. Lo cierto es que Brasilia busca su lugar en el mundo, y pretende ir a lo grande. Como líder hegemónico latinoamericano; como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU -una pretensión diplomática muy cuestionada por algunos analistas- y como voz independiente que lidera tropas de la ONU en Haití y que no le teme a la discordancia con Washington en torno, pongamos por caso, al caso iraní. En los últimos nueve años, Brasil creó más de sesenta nuevas representaciones diplomáticas en el exterior; muchas de ellas, en África, continente con el que, estratégicamente, Brasilia quiere construir una relación privilegiada.
Pero, si el discurso del Planalto (sede del Gobierno brasileño) habla de promoción de los derechos humanos y de integración latinoamericana, la realidad, siempre más pragmática, mira al comercio. Brasil, como productor principal de la región, promoverá una integración pensada para sus propias necesidades, como hicieron Francia y Alemania en el caso europeo. Al final, como siempre, es la economía, estúpido. Y, en el Brasil de Lula da Silva y Dilma Rousseff, los intereses de las grandes empresas han marcado en buena parte las directrices de la política exterior. Así, el impulso de organizaciones de integración regional facilitó el acceso al mercado regional de transnacionales brasileñas. Y las empresas, sobre todo los grandes conglomerados de ingeniería, construcción y proveedores de manufacturas, son los principales beneficiados de los generosos créditos públicos del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), que maneja fondos públicos pero sirve a los intereses de empresas privadas. Así lo explica un interesante artículo publicado en la web Brasil de Fato.
Entonces, ¿tienen los vecinos latinoamericanos motivos para recelar del incipiente liderazgo regional brasileño? Toda hegemonía se sustenta sobre la supremacía, pero también sobre la legitimidad que otorga el hecho de que los otros también se vean beneficiados de esa relación alterna; al menos, si se quiere mantener el liderazgo a través del poder blando, y no de la pura fuerza. Brasilia lo sabe, y se cuida de alimentar ciertos miedos. Brasil de Fato cita algunos casos, como la nacionalización el petróleo boliviano en 2006 o la renegociación del precio de la energía de la represa de Itaipu que Brasil le compra a Paraguay.
En este contexto, resulta especialmente interesante seguir los movimientos del BNDES. Un dato ilustrativo: la financiación de obras en la región con recursos que el banco prestó a empresas privadas aumentó un 1.185% en la última década. Sólo en 2010, el banco concedió 96.320 millones de dólares, tres veces más que el Banco Mundial. El BNDES es la piedra angular de la estrategia del Planalto de consolidar empresas multinacionales fuertes. Brasil de Fato enumera algunos casos: la construcción y ampliación de la red de gasoductos en Argentina (una obra de 1.900 millones de dólares adjudicada a las empresas Odebrecht y Confab), la construcción de varias carreteras en Bolivia (OAS, Queiroz Galvão) y la construcción de grandes centrales hidroeléctricas en Perú, Venezuela, Ecuador y República Dominicana (Odebrecht, Camargo Correa y OAS). En ocasiones, se trata de empresas extranjeras, pero con filial en Brasil, como es la francesa Alston, que ejecutará las obras de ampliación del metro de Santiago de Chile. En no pocos casos, se trata de proyectos polémicos, como aquellas carreteras y presas construidas en la selva. Notorio fue el caso de la carretera de 300 kilómetros que, en Bolivia, atravesará el territorio indígena Tipnis, y que provocó la revuelta de esta etnia indígena contra el presidente Evo Morales. En Ecuador, la empresa Odebrecht ha sido acusada de no respetar las leyes ambientales en un proyecto financiado por el banco público. La contradicción está servida en esa falsa oposición entre sostenibilidad y un desarrollo económico basado en el expolio de los recursos naturales y presentado como el único desarrollo posible. Y, en medio de ese debate infértil, las multinacionales brasileñas y sus instittuciones fiancieras se consolidan . En total, las inversiones brasileñas en el exterior alcanzaron los 189.200 millones de dólares. La diplomacia dibuja senderos más lentos y tortuosos; la economía ya sabe que Brasil es un indiscutible líder regional.
* La serie de artículos sobre este asunto publicada por la web Brasil de Fato puede leerse en este link.