En medio de la odisea que significaba haber perdido el rastro de la piel que necesitaba como la mariposa bebe de sus alas, transité por caminos engorrosos; que en Camboya tampoco es que sea muy complicado, con más puticlubs que bares posee España. Pero esta vez me retiré del mundo del abono, donde lo peor no es pagar sino beber alcohol adulterado y escuchar música insidiosa, para centrarme en mi restaurante y en mi estabilidad, que sólo se veía saciada si le daba a la tecla hasta el límite de mi capacidad para ingerir alcohol. Porque a más copas de oporto, más creatividad y producción, hasta que pasas el rubicón, sin quererlo, y las teclas se entremezclan mientras la cabeza tira de tu cuerpo hacia callejuelas con neones. Y entonces, apagas el ordenador; justo cuando sonaba una canción de Camilo Sesto que habías puesto en el youtube sin saber bien ni el porqué.
Un domingo –cuando Trasañejo aún descansaba, como Dios, los domingos–, y cuando saltaba la valla que separa al restaurante de la calle, porque lo sigo prefiriendo a doblar el lomo e intentar abrir un candado enrevesado por unas rejas donde no caben mis antebrazos, observé que una mujer oriental tiraba fotos de manera inútil, como casi todos los que tiran fotos. El hecho de que pudiera ser japonesa me sedujo. Y antes de haber desayunado la invité a un café que finalmente, y sin el menor esfuerzo, se convirtieron en dos botellas de vino de Rueda. Era taiwanesa y la verdad, ni recuerdo su nombre; hecho éste que ensombrece no sólo mi memoria, que podría verse atacada por un principio de Alzheimer, sino mi honor, ya que hasta hace años me sabía nombres y apellidos de todas las personas que pasaron por mis ingles. De hecho aún recuerdo a mis compañeras de pupitre, a las que no rozaba ni en la cola del recreo cuando adquiría bocadillos con más continente que contenido, razón de más para estar preocupado por mi complejidad cerebral, que acumula datos e ignora otros de manera improcedente: me sé el nombre del estadio del Barakaldo pero no el nombre de aquella mujer. Además perdí el móvil y con el todos los contactos.
La cosa se complicó; ya que la muchacha taiwanesa debía irse a correr no sé cuántos kilómetros a las dos de la tarde, cuando ya era la una y media y yo no cesaba de rellenarle la copa de blanco. La verdad es que no sentí nada especial. Absolutamente nada. Pero en aquella nebulosa constante que era mi vida sin Flower pero pensando las veinticuatro horas del día en ella, acepté una cena tras su ejercicio dominical que como era de esperar acabó en acto sexual, uno de los más lamentables que recuerdo, incluso más lamentable que no recordar cómo se llamaba la citada señora. De hecho creo que ni finalicé, aburrido, tras haberle contado a quién quería y cuánto. La gracia de la vida es eso: se te planta una taiwanesa en un hotel cercano al presidio, de los de ocho dólares la noche, por supuesto sin aire acondicionado y con manchas antiguas de corridas ajenas en las paredes, y ésta, en vez de salir corriendo –sumen a todo esto mi imagen extraña, con una calva prominente, unas melenas desaliñadas y unos andares de sheriff pistolero– se enamora de manera absurda, como si yo en vez de un asesino en serie –cumplía ciertos requisitos– hubiera sido el príncipe heredero de no sé cual cantón europeo.
Da asco dormir con personas a las que no deseas. Por eso la prostitución sacia: se van al terminar y ni te saludan por la calle ni te envían mensajes de texto al móvil. Pero de manera injusta –en reflejo a lo que suele ser la vida si no la encaras desde el primer segundo– la citada mujer se presentó en numerosas ocasiones en Trasañejo, con gentes acaudaladas, dejándose la pasta e intentando que aquel mal polvo generara callo. Cuando yo cada vez que venía le vendía lo más caro y le saludaba de la manera más fría y distante. El siguiente domingo quedamos, yo no sé ni por qué, dándome cuenta a los cincuenta segundos de que ni me gustaba ni me iba a gustar nunca. Volvimos a beber vino y me preguntó que si lo nuestro “iba en serio” cuando yo ya no daba crédito: más frío que un témpano, distante hasta límites insospechados, sin pasarle la mano por el lomo, cuando a cualquier perro callejero se la paso, y ella haciéndome preguntas sin sentido alguno. Está claro que la mujer que se planta en los 35 o alrededores, sola, se endemonia pensando en que nunca dará a luz o lo que es aún peor: que se plantará en la jubilación más sola que la una o como mucho emparejada a su hermana; repartiéndose esa herencia de la casa del pueblo donde huele a derrota, por mucho que enciendas la freidora hasta que la llama domine al aceite requemado. En medio del deliro absoluto –porque ya digo que delirio absoluto era verme allí metido cuando yo, como los vejestorios que están a punto de fallecer, no movía ni un músculo de la cara– recibí, justo antes de que se volviera a ir a correr en mediodía dominical, una oferta sin pies ni cabeza: “Nos vamos a Taiwán, que tengo un terreno junto al mar: tú cocinas y escribes y yo trabajo el campo, que siempre fue mi sueño”. Me quedé mudo. Atónito. Asociando, Flower me había dicho a las dos semanas del inicio de esta epopeya que aún dura, aunque ya sólo sea mentalmente, que nos fuéramos “a donde sea (Sudán, Afganistán, Irak…)” y que ella trabajaría mientras yo tendría derecho sólo a cocinar y a darle a la tecla, además de hacerle el acto; y sospecho que repetidas veces. Acojonante. Cuando pase hambre y no se me arrimen más que los perros apaleados me acordaré de estas anécdotas. Pero bueno: uno que siempre habla de dignidad no va a emparejarse con la primera que le ofrece ropa interior de rebajas. Por mucho armario empotrado donde las guarde. Aquella noche, por cierto, recibí críticas sobre mi escaso ímpetu sexual. Que se lo comenten a Flower. Cosas de la metafísica.
El tercer y último domingo, cuando ya tenía decidido decirle que no nos íbamos a ver más, el asunto se complicó de manera estúpida: ella me dijo que ya había reservado una habitación de hotel y que me iba a hacer una ‘performance’, que a mí me sonó a extraño: como si para exprimir mis testículos tuviera que llevarme a una suite y bailar alrededor de un caldero embadurnada en polvos de talco, o algo así. Pero el tema fue mucho más plausible, la cosa sea dicha. Nada más llegar al hotel, más triste que un naufrago sin isla, me la encontré vestida y pesada, como suelen estar casi todas las mujeres que sienten exactamente lo opuesto a tus ganas de largarte. Pero entonces me dijo que me tumbara en la cama que saldría del baño en cinco minutos. Pensé que se iría a duchar hasta que comencé a escuchar ruidos extraños, muy extraños. Descolgué el teléfono, corroborando que si la cosa se ponía fea siempre podría telefonear a los de recepción, y esperé asustado. De pronto, la puerta del aseo se abrió, y la mujer taiwanesa apareció vestida pero como más gorda.
–¿Nos desnudamos?
A mí lo de desnudarme con ella ya me ponía nervioso, ya que la muchacha me restaba testosterona de manera evidente. Pero bueno, ya que había pagado la habitación, traído una botella de vino –yo traje otra por si la cosa acababa en naufragio–, y preparado esa parafernalia que aún estaba por descubrir, decidí desvestirme quedándome en pose extraña: con los calzoncillos más nefastos que tengo, blancos desgastados con ribetes naranjas ya casi color bombona de butano, viéndome reflejado ante esos espejos gigantes que sitúan siempre los cabrones de los hoteles frente a los camastros, con la idea de que cuando apagues la tele te sientas como Rocco Siffredi.
Pero de pronto, ella se retiró las ropas y descubrí lo que en realidad era la ‘performance’: se había envuelto en papel de periódico porque, ojo al dato, la primera noche que quedamos fuimos a comer algo a un japonés donde olisqueé, al menos cinco veces, la edición que recibía ese negocio vía aérea del Asahi Shimbun, diario japonés por antonomasia, equivalente el New York Times; con lo que a mí me gusta el olor a imprenta fresca; a tinta; a párrafo. Y la verdad, me dio moral saber que en el mundo hay gente, que sin que tú lo sepas, se fija en detalles que algunos padres ni saben de sus hijos. Majestuoso. Lo más tétrico fue que me pidió que le arrancara todo el papel de periódico que envolvía su cuerpo, a dentelladas, y que previamente la olisqueara como a un perro. Mientras realizaba semejante disparate –si llega a ser Flower me hubiera leído hasta la última línea de su cuerpo y habría rellenado el crucigrama, cuando nunca en la vida inicié alguno– sabía que, en el fondo, estaba recibiendo un auténtico homenaje en vida de una desconocida que había puesto más carne en el asador que catorce patriarcas argentinos para catorce bodas. Tras arrancarle las páginas adheridas a su piel con celo –en España más de una hubiera gritado de dolor, pero las orientales sólo poseen pelo en pubis y axilas– tuve que entrar a matar, con la vergüenza ajena de verme reflejado en aquel espejo, cuando casi me detengo y lo apago con el mando a distancia.
–Hoy me ha gustado más –me dijo, mientras yo me arrepentía hasta de haberme ido a vivir a Camboya, causa inicial y determinante para que nos hubiéramos conocido.
No estaba para conversaciones, por lo que cuando se durmió –gran excusa esto de escribir: “Acuéstate tú que tengo que darle a la tecla”, le dije, mientras rezaba para que cayera profundamente dormida– abandoné el hotel como si de un ladrón –o prostituto– me tratara, poniendo pies en polvorosa. Serían las tres de la madrugada. Al rato de pasear, bajo una noche estrellada, regresé a mi zulo, donde en paz, rodeado de mosquitos y con un calor terrorífico, dormí como yo deseaba hacerlo: a solas. A eso de las seis, el teléfono comenzó a sonar, pero yo ya había puesto el piloto automático, que en este caso fue silenciarlo: sólo vibraba. Y como yo sólo saltaba de la cama como un respingo, a cualquier hora, si era Flower la que llamaba, aquel traqueteo de mi horrenda mesita de noche fue una anécdota más en mi vida que sólo gracias a estas memorias ha sido recordada. Y la verdad: con mucho esfuerzo. A eso de las diez de la mañana le envié un mensaje que en sí era abstracto: “Disculpa, no me encontraba muy bien y no quise despertarte. Ya trabajo”. Ella, esa misma mañana, se iba a Taiwán a darse un garbeo. Como la habitación del hotel y la performance, había organizado una orgía de compras donde me trajo desde un libro a té Oolong, una exhibición para los paladares curtidos en las mejores borracheras cultas. Como todo eso lo había decidido antes de que yo rechistara, decidí enviarle un correo electrónico concreto: “Antes de que saludes a tus padres en mi nombre o sueñes conmigo sin mi permiso debo decirte que no deseo volver a verte. Gracias por la performance que me ha honrado como persona. Espero entiendas esta decisión”. En el fondo nunca supe cómo pude quedar tres domingos seguidos –la verdad es que el primero fue cuando nos conocimos, el segundos tras dos visitas a mi restaurante donde se dejó no pocos cuartos, y el tercero, en realidad, era para darle el finiquito, pero se me empapeló en un hotel con carisma– con una persona por la que nunca sentí lo más mínimo. Pero bueno, hay ejemplos peores: gentes que se casan y tienen hijos cuando nadie se quiere. O cuando les ofrecen vivir mantenidos en colinas junto a acantilados de la costa de Taiwán o Maine. O Murcia.
Hubo posibilidades de más esparrin. Pero en el fondo, y en la superficie, todos esos ejercicios bélicos los realicé simple y llanamente porque estaba enfermo de Flower. Y la soledad, mechada con altas dosis de alcohol, me abducían a tomar decisiones –de hecho fue la única– que no eran más que pruebas de fuego. Sobre todo cuando la protagonista de este capítulo fue la que vino a mi restaurante, cruzó el umbral de mi puerta y gastó toda su energía en algo que yo sabía desde el primer segundo que no tenía ni futuro ni presente. Algo parecido a lo que ahora mismo, un uno de agosto de 2014, me ofrece Flower: por eso lo de recortar el sufrimiento cesando cualquier tipo de comunicación. Pero eso, saldrá explicado en capítulos posteriores.
Joaquín Campos, 01/08/14, Phnom Penh.