Cuando ocurren hechos convulsos la sociedad reacciona en ocasiones como un animal herido. Una mujer mata a un niño y el rompecabezas que significa la mente criminal pone en marcha elucubraciones y funambulismos de raciocinio que desafían las más elementales leyes de la lógica y de lo esperable. Pero no hay solución: tratar de entender desde la condición humana lo que lleva a una persona a matar a sangre fría a un ser inocente e indefenso no se puede explicar ni aun teniendo la llave mágica que pudiera introducirnos en las tinieblas del alma humana –siempre soterradas, oblicuas, inasibles–. Tampoco ayuda que algunos se empeñen en buscar etiquetas que al menos permitan el sosiego de la explicación parcial –lo que hace que todos nos sintamos reconfortados en las motivaciones patológicas y descartemos, por ser un artefacto potencialmente explosivo, la maldad–. Para la patología queda el consuelo de lo que la ciencia controla. Para la maldad ni eso: es un infinito campo minado.
Pero no es del criminal de lo que quiero hablar, sino de lo primero que menciono: de la sociedad como un animal herido. De la sociedad que, al acusar el agravio, se ve legitimada a canalizar su agresividad latente en forma de un cuestionable ejercicio de libertad: el linchamiento. Por descontado que me parece deseable expresar la indignación, pero me parece mucho más humano y deseable honrar a los muertos que perpetuar el ansia de sangre insultando a sus asesinos o a quienes tienen por oficio su defensa. Dice más de nosotros como seres humanos condolidos –que nos dolemos con alguien– una manifestación silenciosa, un homenaje, unas flores, un cuento de esos para dormir y que al final no solo no nos hacen dormir sino que nos hacen llorar.
Y es que la sociedad se cree con derecho a todo. A juzgar. A ponerse en primera línea de fuego en una guerra que no es la suya. A sumarse a un duelo que solo es de los que han perdido, de unos padres rotos, pero no de aquellos que instrumentalizan el duelo para sublimar miserias y carencias. Las frustraciones son animales que hibernan en esos bajos fondos de la conciencia (las redes sociales se han convertido en improvisados vertederos de todos esos detritus que son otra cosa que las emociones que se dejan pudrir), pero se despiertan cuando tienen la oportunidad –“oportunidad”, de “oportunista”– y se lanzan a bocajarro a ejercer el insulto, la venganza, la sed de sangre. Pero no les basta, porque en el linchador conviven el juez y el verdugo, y si el verdugo se manifiesta en su faceta ejecutante el juez es sentenciador.
Y entonces exigen a la madre del niño Gabriel que se comporte como una víctima, que se rompa, que quede claro que sufre… como si la sociedad, en su calidad de animal herido a la par que censor, pudiera extender certificados de lo que ha de ser el dolor, como si hubiera una medida aceptable del sufrimiento, como si no fuera suficiente la vida saltando en pedazos. Porque no está bien, dicen algunos, que la madre, en lugar de ser consolada, consuele. Porque no queda bien desmantelar los prejuicios y desterrar la carroña mostrando una entereza que sobrecoge. Junto con los que exigen, llega también el infaltable ejército de los sanadores, los que avisan de cómo se ha gestionar un buen duelo (ahora todo se gestiona, hasta los duelos y las pérdidas), esos videntes sin bola de cristal que auguran que si la madre –o el padre– no sienten rabia, ira y odio ya lo acabarán sintiendo, porque ser humano pleno, deben pensar, pasa por la exigencia de odiar al semejante y mostrarlo. Todo lo demás, sostienen, es farsa.
Mientras escribo esto pienso que hay una palabra para definir a los niños huérfanos de padre o madre, y no hay palabra que defina la orfandad de unos padres sin un hijo… Es lo que no se puede ni nombrar… Como quizá también es difícil explicarse, acostumbrados como estamos al exhibicionismo que muchos hacen de sus heridas, que unos padres destrozados sean capaces de convertir los pedazos sangrantes de su vida en algo deslumbrante –como en ese viejo arte japonés que consiste en volver a unir los trozos fragmentados de una pieza de cerámica, gracias al oro líquido como aglutinante, y con ello crear una nueva armonía a partir del caos–. Es tanta la luz que irradian en su grandeza y generosidad que contemplarlo nos enmudece y nos asombra –en el fondo, nos humaniza– y que hace que los verdugos y los jueces de lo ajeno empequeñezcan hasta ser barridos por la nada.
Natalia Fernández Díaz-Cabal es profesora universitaria de comunicación internacional/intercultural en el contexto China-UE, y de negociación y resolución de conflictos, en el contexto de los países del Mediterráneo. Doctora en Lingüística y en Filosofía de la Ciencia es traductora de nueve lenguas y articulista en varios medios de comunicación internacionales. En FronteraD ha publicado Feminismos polifónicos: a vueltas con la violencia sexual y La alternativa de la nada, o la experiencia catalana.