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ArpaLas fotografías de Burton Norton

Las fotografías de Burton Norton

Las fotografías de Burton Norton fueron realizadas durante el viaje que llevaron a cabo el fotógrafo de Oxford Burton Norton y su ayudante W. G. Jones, estudiante de literatura, por el continente europeo. La finalidad del viaje fue la obtención de las mejores fotografías posibles. Son los días en los que la fotografía se proponía describir el mundo, y los fotógrafos obtenían imágenes en lugares ya escritos pero no aún no vistos. Burton Norton plasmó una mirada fotográfica sobre el continente, un viaje fotográfico, en la forma en la que las palabras ya lo habían hecho. Se trataría de otra manera de escribir, un mundo del que hablar con la escritura que propone la cámara de fotografiar. Una narración visual, fragmentada, con múltiples espacios a rellenar por el lector de fotografías. Finalmente, una colección de imágenes que hablan de un mundo por mirar, por fotografiar , y de un medio que lo hace posible.

Las fotografías de Burton Norton. (Un extracto)

por W. G. Jones 

En aquellos días yo era un joven estudiante de literatura en Oxford, más interesado quizá por todo aquello que calmase mis ansias de mundo y de libertad que por memorizar los poemas de John Donne. Mi vida transcurría en el colegio St. Hugh, un lugar que siempre recordaré con agrado. A él debo momentos excelentes, buenas amistades y gran parte de mi formación. St. Hugh estaba inmejorablemente situado en el norte de la ciudad, poseía un excelente jardín bordeado por cuatro amplias calles, y su entrada se encontraba en St. Margaret rd. El paseo hasta la librería Blackwell’s, en Broad rd, y el consiguiente encierro en aquel paraíso de libros, fue durante un buen tiempo uno de mis pasatiempos favoritos, y puedo decir que allí en Blackwell’s leí muchos de los libros que han sido determinantes en mi formación humana e intelectual.

Es probable que para adquirir una formación rigurosa en alguna materia sea más beneficioso leer mucho de poco que poco de mucho, algo que nunca he practicado, y es por ello que mi cultura no es rigurosa en cuanto a un conocimiento profundo se refiere, pero lo mucho o poco que he leído está integrado en mí como si fuese parte de mi propio cuerpo. En cierto modo fui un autodidacta, aprendí un poco de todo gracias a mi curiosidad, y soy consciente de mis grandes carencias cuando se trata de materias a las que no les he prestado mucha atención. Muchos son los libros que han quedado grabados en mi memoria como si fuesen parte de mí, como lo son los buenos amigos, mis creencias o mis prejuicios, y, sin lugar a dudas, fueron obras que puedo decir estudié en Blackwell’s. Pienso que los buenos libros deben ser poseídos, y cuando mis posibilidades me lo permitieron me hice con muchos de aquellos que ya había leído sin llegar a comprarlos; otros muchos aún esperan su momento, un momento que llegará siempre que mi mente lo permita.

Hace algún tiempo volví una vez más a uno de aquellos grandes textos que leí en mi juventud. Es una imagen, las imágenes que generan las palabras, una imagen de una fuerza inexpresable, es la impresión que nos dejan las palabras bien dichas. Es el momento en el  que Marco Antonio se dirige a los ciudadanos romanos para justificar lo que parecía condenable, y para condenar lo que muchos consideraban justificable: Friends, Romans, Country men, let me your ears… Amigos, romanos, ciudadanos, prestadme vuestra atención, venía a demandar Marco Antonio. Probablemente no hubiera hecho falta decir mucho más. Son palabras que me acompañaron por el foro romano, y cuando me encontré ante las ruinas de aquellos escalones donde fueron pronunciadas comprendí que los lugares adquieren su más amplio significado cuando están envueltos en palabras. Es la fuerza de las palabras. Mi padre creía en la necesidad de ser preciso con las palabras, las palabras bien dichas. No es fácil decir las palabras adecuadas en el momento adecuado.

Fue en un día de verano, en época vacacional, cuando me dirigí a la isla de Wight. Durante el trayecto me detuve unos minutos en Salisbury para visitar su catedral, influenciado sin duda por las vistas que John Constable había obtenido de aquella gran obra del gótico británico, y según me enteré algún tiempo después, una de aquellas pinturas, Vista de la Catedral de Salisbury desde el Palacio Arzobispal, gustaba mucho a Burton, tanto que incluso, me dijo, se había desplazado en una ocasión allí, a Salisbury, para fotografiar la catedral desde el punto exacto donde quizá Constable había colocado su caballete. La mala fortuna hizo que las buenas tomas que obtuvo se perdieran, y tan sólo quedaron uno o dos testimonios de aquel día junto a la catedral, un documento imagino que alejado de las pretensiones de su autor, y curiosamente las imágenes que sobrevivieron recuerdan más a un punto de vista elegido por J. M. W. Turner, vistas desde el sur, en una de sus pinturas del templo.

Burton apreciaba en aquella obra de John Constable una lección magistral para fotógrafos en cuanto que consideraba que era de esa manera cómo la fotografía debía mostrar el mundo, con claridad, como lo hacían los mejores poetas, con un encuadre sosegado, elegante, un espacio ordenado donde las figuras realmente lo habitasen, fueran parte de él, donde cada cosa estuviese en su lugar, donde la vista no se confundiese, donde todo se percibiese en un primer momento, donde la visión fuese dirigida con precisión, sin un esfuerzo inútil, y sin duda donde la fuerza del lugar estuviese acertadamente descrita. Hay que decir, sin embargo, que ni el color, ni la auténtica magia de la luz, ni los matices del cielo que tanto interesaban a Constable, estaban al alcance de un medio tan nuevo en aquellos días, y de hecho tan primitivo como era aún la fotografía en lo que a las posibilidades técnicas se refiere. Recuerdo que tras dejar Salisbury en cierta manera me sentí confundido, no acertaba a saber con certeza mis preferencias con respecto a la obra pictórica o a la obra arquitectónica, tal es la presencia abrumadora, me decía, que muchas veces pueden llegar a tener las imágenes en nuestra conciencia, en nuestra experiencia, en nuestro conocimiento y reconocimiento del mundo. Lo cierto es que por aquella época yo era proclive a enredarme en reflexiones algo densas, quizá inútiles.

La razón de mi visita a la isla de Wight se debió a que allí, en Freshwater Bay, vivía el gran escritor Alfred Tennyson, a quien yo le había escrito unas líneas unas semanas antes pidiéndole que accediera a recibirme, pues aquel año preparaba un trabajo sobre su obra, y ciertamente para mí era un honor indescriptible conocer personalmente al autor cuyos poemas yo había leído con enorme interés, sobre todo Ulysses y sin duda Enoch Arden, una historia extraordinaria, trágica, el destino frente a nosotros, un viaje, el de Enoch Arden, que yo recordaría en múltiples ocasiones. Alfred Tennyson era ya por entonces un poeta reconocido en toda Inglaterra, no en vano había ido a vivir a Wight para huir de las consecuencias de la popularidad, y sin embargo tuvo la amabilidad de permitir mi visita a su casa en la isla y atenderme con la disponibilidad que solamente los grandes hombres tienen para con los jóvenes aprendices. Ocurrió entonces que, cuando me encontraba yo allí de visita, fuimos invitados a tomar té en casa de su vecina y amiga, la fotógrafa Julia Margaret Cameron, en Dimbola Lodge, y entre los allí presentes también se encontraba Burton Norton, fotógrafo retratista de Oxford, quien, en un cierto momento de la agradable velada que disfrutamos, adelantó su plan de recorrer el continente en un viaje sin tiempos y sin mapas –así lo indicó-, para obtener las mejores fotografías posibles. Era un proyecto que Burton acariciaba desde hacía ya unos años, pero su trabajo en Oxford, por alguna razón u otra, no se lo había permitido hasta entonces. Según comentó, ya había conocido algunas ciudades europeas como Bruselas o París, pero nunca antes se había propuesto fotografiar la campiña y la montaña europeas, Italia o Grecia, quizá tampoco había prestado atención, digamos una atención fotográfica, a aquellos lugares que guardasen una parte de la memoria de una civilización, aquellos que pudieran preservar y mostrar, hasta donde fuera posible, el corazón de Europa. Partiría en otoño para aprovechar al máximo el invierno europeo, la estación en la que en su opinión podría ser más visible el alma del continente, un alma en blanco y negro, dijo, y ya habría tiempo para disfrutar de la luz de Italia, de Grecia y del Mediterráneo en general. Fue a continuación cuando también comentó que buscaba, que precisaría de un ayudante con ganas de viajar y ciertamente de trabajar, de fácil trato incluso en los momentos difíciles y desalentadores que todo viaje conlleva, y que le ayudase en toda aquella parte ardua de la práctica fotográfica, el peso del material, las complicaciones de los procesados fotográficos, y otras tareas engorrosas. El resto es fácil de intuir. No tardé mucho tiempo en decidir que yo era el ayudante que aquel fotógrafo necesitaba. Mi mayor problema para llevar a cabo mis deseos era obtener el consentimiento de mi padre, quien me diría que accedería si yo encontraba a alguien con sentido común a quien le pareciese juicioso interrumpir los estudios por un viaje de resultados inciertos.

En cierto sentido, el comentario de mi padre era comprensible pues en aquellos días, ya antes de que la compañía Thomas Cook programase viajes de placer, eran muchas las personas que viajaban, en mayor medida los británicos, pero también era constatable que los universitarios que partían hacia el continente lo hacían generalmente para completar su formación una vez terminados los estudios, para iluminar la mente, según se decía, con la luz de Italia. Mi padre era de la opinión de que no se debía salir de casa sin antes haber realizado el enorme esfuerzo de purgar nuestra ignorancia original, y aceptaba que las escapadas prematuras eran de hecho excitantes pero tenían algo de tiempo perdido, de experiencia fallida. En principio yo no estaba de acuerdo con su punto de vista, pues estaba convencido de que el viaje era un medio idóneo para desenmascarar esa ignorancia a la que se refería mi padre. Debo admitir, sin embargo, y desde la visión que me dan los hechos y el tiempo transcurridos, que quizá las lagunas de mi memoria tengan que ver con esa experiencia temprana, y si bien yo ya había leído mucho para mi corta edad, y mi relación con los demás no era difícil y debo sentirme agradecido por los buenos amigos que siempre tuve, es cierto que también hay un desarrollo personal que no se encuentra en los libros, y yo maduré muy lentamente en lo que a comprensión del ser humano y del mundo se refiere. Ello era algo que Burton corroboraba. Pensaba que para hacer buenas fotografías, para ser un buen fotógrafo, no bastaba con saber hacer fotografías técnica y formalmente bien resueltas, sino que era necesario poseer un conocimiento del ser humano y una comprensión del mundo. Las malas imágenes delataban inexorablemente esas carencias y las mejores de ellas eran las que mostraban esa madurez que es necesario poseer para tener algo que expresar y hacerlo adecuadamente.

Mis razones no eran fáciles de exponer, pero partían de mi convencimiento de que el viaje no era otra cosa que la expresión física de la pasión por conocer, por saber más. Mi  curiosidad era extrema en aquellos días de Oxford, incluso el viaje a la manera de la compañía Thomas Cook era aceptable para mí. Viajar era una de las mejores formaciones posibles para un futuro escritor, que era en definitiva lo que yo quería ser en mi juventud, si bien el tiempo modificaría mis planes. Viajar era una forma de escritura, era el gran cuaderno de notas para una obra posterior, una manera de vivir y de sentir que se vivía; siempre he creído que las palabras fluyen mejor con la fuerza del ímpetu vital. Yo entendía el viaje como el camino que un ser humano debe recorrer para desarrollarse como individuo, forjar una personalidad, perder la inocencia sin corromperse, un camino por el que debemos dejarnos llevar para encontrar esas nuevas sendas que finalmente nos lleven al punto de partida, pero ya transformados por un mundo propio, ya existiendo realmente como personas únicas y no como simples números de una comunidad. También comprendí posteriormente que los viajes tienen destinos secretos y de los que el viajero no tiene consciencia. Ahí está siempre la misma cuestión, la que no tiene respuesta, el enigma de la esfinge llamada futuro, aquella que pregunta qué nos puede traer el mañana. Mejor considerar como un regalo cada día que nos da el destino, algo que había escuchado quizá a Horacio. También había leído que viajar hace a los hombres discretos. Lo cierto es que yo ya había recorrido el mundo en mis libros, en mi imaginación, y sentí que ya era hora de verlo con mis propios ojos. El viaje de Burton prometía la frescura del aprendizaje a través de todos los poros de la piel, tan diferente de aquel de las aulas de Oxford, de lo que enseñaban aquellos buenos profesores, en muchos casos secretamente enamorados de sus alumnas, y a las que invitaban a sus casas familiares junto al joven acompañante de turno para no despertar sospechas,  utilizando el jardín de la residencia como aula de tutoría. Eran relaciones complicadas, mundos tangenciales. Es difícil olvidar aquella memorable escena en la que varios profesores se bañaban desnudos en el Isis cuando varias alumnas aparecieron casualmente por aquel lugar, forzando en cierto sentido a que los profesores, sorprendidos, se cubriesen, si bien sus partes íntimas en lugar de sus caras, lo cual habla acerca de la poca capacidad de reacción de ciertos profesores, en circunstancias en las que parece ser, ellos se sintieron en la obligación de mantener un cierto simulacro de lo que entendían por una puesta en escena de autoridad. Ellos fueron sorprendidos y ellas quedaron asombradas.

Creo firmemente en las ventajas de vivir el mundo y de las amargas consecuencias de quedarse en casa leyendo acerca de él con los prejuicios de un isleño. Es así cómo yo pensaba en aquel tiempo, y aún hoy en día en que la aventura apenas parece posible, en que ya no quedan lugares a los que poner un nombre como Cabo Evans, Mar de Barents o Monte Everest, yo animaría a todos aquellos jóvenes que posean un espíritu artístico desarrollado pero que no estén capacitados para realizar obras de arte que piensen en viajar como una manera de justificar su mundo espiritual.

Sin lugar a dudas, viajar aminora muy positivamente esa ansiedad del arte, ese desasosiego que produce la creación cuando se siente la llamada de la expresión y no se dispone de suficientes recursos para ello, e incluso puede llegar a ser una huida lícita para quienes han sufrido un desengaño amoroso, si bien no es tan provechoso como para quien parte con todo en orden, digamos resuelto. Pienso que quien no necesita viajar no necesita expresar el mundo, un punto de vista que comento con cierta reserva, ya que puede ser una opinión aventurada. Por supuesto, no es necesario hacer hincapié en las bondades del viaje para aquellas mentes capaces de crear obras de arte con palabras como J. W. von Goethe, cuyo intenso diario titulado Viaje a Italia es una lectura muy recomendable para todo viajero, teniendo en cuenta que ese viaje de 1786 cambió la vida de Goethe, o al menos así era como parecía ser: «Este viaje maravilloso no responde al deseo de formarme falsas ideas sobre mí mismo, sino al de conocerme mejor. Cuando llegué aquí, no aspiraba a nada. Y ahora sólo persigo que nada siga siendo para mí un mero nombre, una simple palabra. Quiero ver y descubrir con mis propios ojos todo aquello que se considera bello, grandioso y venerable».

Tengamos en cuenta que no fue tan solo Goethe quien sucumbió a la fuerza de Italia, sino otros escritores admirables como Byron, Keats, Scott o Shelley… John Ruskin más recientemente, e incluso franceses como Stendhal, que buscaron en esa tierra admirable enfrentarse al arte más grande, y tal como yo lo percibo, un viaje de iniciación, de formación. Ciertamente no se limitaron a contemplar todas las cosas dignas de verse en Italia, sino que intentaron comprender lo que vieron, tal como yo entendí que así hacen también los buenos fotógrafos y los buenos escritores, dejando a un lado los prejuicios del viajero que mira tan sólo por compromiso, tan sólo porque la compañía Cook se lo ha aconsejado, digamos por justificación. Es necesario añadir, sin embargo, que Walter Scott, buen amigo de Goethe y sin duda de Coleridge, no vivió como iniciación aquel su último viaje a Italia sino como un intento desesperado por mejorar su mala salud bajo el cielo del Mediterráneo, algo que finalmente no consiguió.

Goethe aprendió a dibujar en Italia, seguramente para afirmar lo que veía cuando aún no era posible fotografiar. Eran otros tiempos, pero en todo caso, y quizá yo no esté en lo cierto, creo que no es fácil llegar a ser un buen escritor, un buen fotógrafo, o incluso un buen pintor, sin haber salido de casa, sin haber partido, sin haber cruzado el umbral de seguridad, y no parece probable que se puedan decir muchas cosas a los demás cuando nada se ha visto, nada se ha descubierto, se sabe poco, tan solo por los libros, por lo cotidiano, y lo que es más importante, las ideas preconcebidas, esos prejuicios, son carencias que viajar debe sanar, y si no lo hace, será debido a una profunda ignorancia y sobre todo a su peor consecuencia, la conocida arrogancia del ignorante. Es cierto, por otra parte, que escuché –quizá fue en Arnold Grove, una melodía a un trovador de Liverpool, o así lo creo por su fuerte y particular acento, con unas palabras que venían a decir que sin salir de su casa podíamos ver todas las cosas de la tierra, que sin mirar más allá de nuestra ventana podíamos conocer los caminos del cielo y que cuanto más lejos se viaja, decía, menos se conoce, pero lo cierto es que, tal como lo veo, tan sólo se puede opinar sobre ello después de haber viajado intensamente, algo que él sí parecía haber hecho, ya que según me enteré, estas ideas le vinieron a la cabeza encontrándose en Bombay, un lugar del imperio muy alejado de Inglaterra. Yo disentía de lo que él argumentaba ya que tenía la convicción de que su pensamiento había llegado a tal conclusión gracias a que sus viajes habían abierto su mente, nuevos espacios se habían instalado en su memoria, su mundo y su mente se habían ampliado, y era así, con esos recursos, gracias a esa nueva percepción del mundo, lo que le había permitido haber llegado a la conclusión de que cuanto más lejos se viaja menos se conoce. También es posible que el poeta se refiriese a que la costumbre de tratar con las ideas, con las grandes mentes, con el gran pensamiento, con las emociones, tan descuidadas hoy en día, es ciertamente una manera de viajar; es en realidad el viaje de Isaac Newton o de Michel de Montaigne, y si pensamos en ello, no tan diferente al de Alexander Humboldt. Ciertamente hubo épocas en las que los grandes hombres se recluyeron en sus torres, y no exactamente de marfil, fueron encierros voluntarios, nunca se adaptaron a la mediocridad, incluso a la hostilidad y al resentimiento que ella siempre genera, y dejaron de combatir en tierra quemada para pasar al desengaño en muchos casos, en la sociedad en la que vivieron no había un lugar para ellos, y supieron que sus palabras no tenían dónde ser pronunciadas. Son periodos de la historia en los que los grandes hombres no tienen un lugar, pero por fortuna sus aún más grandes pensamientos les sobreviven y quedan a la espera de que un nuevo mundo los acoja. Quizás el trovador de Liverpool pudo referirse a esta manera de viajar.

Es fácilmente constatable que muchos de los grandes hallazgos británicos, y entre ellos la fotografía, se han llevado a cabo en la campiña inglesa, en pequeños jardines, e incluso en patios con su pequeño árbol frutal. Es sabido que Newton aprovechó los dos años en que la universidad de Cambridge fue cerrada a causa de la peste que diezmó a la población para llevar a cabo en el campo algunos de sus descubrimientos más importantes, en su casa de Warpole, concretamente en el camino de Warpole a Londres, rodeado de su huerto con frutales, pero también es útil recordar que W. H. Fox Talbot tuvo que viajar previamente a Italia para poder pensar la fotografía, antes de encerrarse durante varias décadas en su hogar, una imponente abadía del siglos XIII, situada en la localidad de Lacock, y que yo recomendaría visitar, un peregrinaje, sin duda, para quienes quieran conocer uno de los orígenes de las imágenes fotográficas. O bien Inmanuel Kant, que también cambió la imagen del mundo y entusiasmó a Taylor Coleridge –no confundamos con el malogrado compositor Coleridge Taylor-, hacía una vida rutinaria, digamos desagradablemente predecible, y que el gran Thomas de Quincey documentó con extraordinaria precisión. Pero también leí en no recuerdo qué periódico, este comentario que guardé:

   Es una manera de sentir de alma de tendero de Covent Garden o de usurero de Square Mile. Inglaterra es un país de tenderos y usureros y ni unos ni otros jamás harán nada que no reporte un beneficio inmediato. La compañía Cook ha hecho fácil el viaje, pero le ha robado su magia, su incertidumbre, su riesgo, sus tiempos, su sensibilidad, ahora es posible viajar sin salir de casa, sin esfuerzo, sin ver nada, sin conocer nada, sin entender nada, se ha creado el falso viajero, el sedentario que desembarca en una apariencia de viaje, que ya sueña con su casa al poco de partir, porque el viaje es entendido como una prolongación de la rutina diaria, con sus comodidades, su orden, su previsibilidad. Estos comerciantes han hecho el mundo pequeño, lo han encogido, nos han privado de espacios, de vivencias, de descubrimientos. Incluso algunos pasean con  salacot por las calles de cualquier ciudad británica. La aventura ha muerto

Yo no opinaba sobre esta cuestión, en realidad un manifiesto radical, agresivo, muy habitual en la época, pero yo me decía que la literatura y el arte en general no eran materias que se aprendiesen como el derecho romano o como las matemáticas, para lo cual se aconsejaba no salir de la habitación de St. Hugh. En definitiva, yo pensaba, y aún creo poder defender esta idea, que la mente es un espacio vacío, una tabula rasa, que hay que rellenar con experiencia, y que las palabras necesitan de un conocimiento del mundo de primera mano para poder ser escritas con seguridad, con buena letra, con buena caligrafía, diríamos. Nada me parecía más estimulante para afirmarme en mis convicciones que la visión de aquellas pinturas en las que se podía ver al poeta, al escritor, al hombre de acción que convierte la muda naturaleza en palabras, integrado en un paisaje inexorablemente fugaz, un mundo de tierras por conocer como telón de fondo, como aquella imagen que tanto me hablaba, de C. D. Friedrich, un hombre de espaldas, allí en lo alto, contemplando un mar de nubes, o bien aquella pintura de J. H. W. Tischbein, en la que veíamos idealmente representado a J. W. Goethe en la campiña romana… o más recientemente el retrato pictórico que J. E. Millais hizo de John Ruskin en las Highlands, si bien parece ser que Ruskin posó para la pintura subido en una pequeña escalera, en un estudio, según me dijeron, y su antiguo amigo Millais introdujo el fondo a partir de un boceto realizado en un viaje que comenzó junto a Ruskin  y la mujer de éste, Effie Gray, y que terminó con Effie como amante de Millais, para posteriormente convertirse en su mujer. Me permito narrar este hecho cierto, tan escandaloso en su momento (mis simpatías siempre fueron para Effie), porque creo no dañar a nadie, ha transcurrido mucho tiempo, fue en otro lugar, y las personas implicadas ya han muerto.

En todo caso, el retrato de John Ruskin me llevaba a reflexionar sobre la facilidad que tienen los pintores y los escritores para recrear las experiencias, lo mirado, para trasladarnos a ese territorio inestable a mitad de camino entre lo visto y lo imaginado, la buena disposición que tenemos ante lo que vemos o leemos, y nuestra necesidad de creer que la información del mundo que demandamos es la que se nos aporta, que no son invenciones de la mente los hechos o lugares representados o narrados. En lo que a mí respecta, creo haber sido un aceptable lector de textos e imágenes porque nunca demandé a un buen libro o a una buena pintura que aquello que mostrase fuese contrastable con hechos o lugares, digamos reales, digamos con la verdad, si bien sí exigía una cierta lógica en la narración y una cierta verosimilitud en lo representado, una coherencia. Burton comentaría en diversas ocasiones que el fotógrafo, para bien o para mal, y a diferencia de lo que habían llevado a cabo Millais y otros muchos artistas, no tenía acceso a esa gran ayuda del boceto, del apunte, de las notas, todo ello para una elaboración posterior más pausada, más reposada, más serena, si bien John Constable había comentado que consideraba tan importantes sus rápidos bocetos como el cuadro final ya que en aquellos se encontraba esa emoción ante lo visto, ante lo descubierto, algo que el lento proceso de pintar disipaba. Pienso que Burton tenía razón, ya que el fotógrafo está condenado, y quizá ese sea su privilegio, a tener que actuar en tiempo real ante el espectáculo que a cada momento se le ofrece. En cierto modo la fotografía era el arte de la improvisación, el mundo imponía sus reglas, no era posible el reposo que permite una construcción elaborada, sólida, en el tiempo. No había un varnishing day para el fotógrafo.

   Burton pensaba en los cuadernos de los dibujantes viajeros como ejercicios de imaginación, quizá como aproximaciones visuales, como excelentes puntos de partida, muchos de ellos de extrema belleza pictórica, pero no como testimonios fiables, no como pruebas de la apariencia de las personas, de las cosas, y menos de los hechos, estos últimos ni tan siquiera, probablemente, reproducibles por una cámara fotográfica, en ello incluía incluso aquellos dibujos de Goethe realizados con finalidad topográfica. En todo caso, supe que Burton no sólo admiraba los dibujos de Turner y Constable sino también los de Friedrich, paisajes extraordinarios donde la naturaleza parecía llevarnos de la mano hacia Dios. La descripción del mundo parecía ser ya una tarea exclusivamente fotográfica, la cámara como prueba irrefutable de la existencia de las cosas, una herramienta de reproducción mecánica, sin la ayuda de la mano, ni de la imaginación, ni de los deseos del artista. Burton se preguntaba cómo hubiera podido ser aquella extraordinaria obra napoleónica, ciertamente colosal, la Descripción de Egipto, si el polifacético barón Dominique Vivant Denon hubiese dispuesto de cámaras de fotografiar en su expedición a Oriente Medio junto a Napoleón, teniendo en cuenta la poca verdad de aquel grabado que había realizado y que yo conocía, y en el que se proponía representar a unos científicos franceses en el acto de medir la esfinge. De hecho este tipo de dibujos, tan esquemáticos, que parecerían producto de la imaginación y no de la experiencia directa, se asemejaban incluso a textos cuneiformes, incluso también recordaban a aquellas pinturas medievales que yo había visto en diversas catedrales donde lo representado no era producto de lo visto sino de lo sabido, con finalidad didáctica, un recurrente medio para explicar la vida de los santos a quien no supiese leer palabras. Un comentario de Fox Talbot, insigne experto en escritura cuneiforme, hubiese sido bien recibido en aquellos días.

   Es difícil saberlo. Las cuestiones sobre lo que no fue y pudo haber sido siempre son muchas, es algo que ya sabemos, y quizá la necesidad de relatar es un intento por restituirlo. De hecho el hombre es el único animal que podría generar pensamientos como Si César no hubiese ido ese día al Capitolio… Es ese intento de desear otro pasado para obtener un diferente futuro. En mi opinión es una pequeña pérdida de tiempo y de energía, aunque debo admitir que aún hoy me pregunto qué hubiera sido de Inglaterra si Napoleón hubiese prestado atención al recién inventado barco de vapor. Burton escribió unas palabras tan enigmáticas como la propia esfinge: “Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser, pero como no es, no es”.

   Mi entusiasmo por viajar, por la expectativa de ver el mundo no sólo con mis lecturas y con mi imaginación, sino con mis propios ojos, fue dejando paso a una gran inquietud ante la idea de ponerme en marcha. Tras haber convencido a mi padre acerca de la bondad de mi decisión, comencé a prepararme mentalmente para mi partida, algo aparentemente tan sencillo como comprender que si había alguna dificultad no era otra que la de decidirme a salir del jardín de St. Hugh, de aquel recinto, de aquel mundo cálido y conocido, un cobijo que no dejaba entrar el frío pero que dificultaba volar, a pesar de que la educación que se nos proponía buscaba ser la apropiada para despegar del suelo aún sin alas, una educación, sin duda, que daba por hecho la continuidad de una estirpe, sin fisuras, sin imprevistos desagradables. Para viajar tan sólo era necesario tomar la decisión de partir, un pensamiento que para muchas personas supone una tremenda dificultad, la sola idea les produce una angustia insoportable, una fuerte presión en el pecho, un nudo en la garganta, sensación de ahogo, miedo insuperable, quizá, paraliza sus cuerpos, como el vértigo en un acantilado, como el pánico a los lugares cerrados, o el espanto ante el desamparo de los espacios muy abiertos.

   Simplemente, decidí partir. Al cabo de un tiempo ya era parte de aquel peregrinaje por el continente, sin mapas, sin una finalidad concreta y mucho peso, planificado por un sedentario fotógrafo de Oxford a quien el eminente Sir John Herschel le apodaría Burton Snap, un apelativo amigable y que el propio Burton no tendría inconveniente en adoptar en sus días de buen humor, alguna vez en su firma, entre allegados, en honor a aquella palabra que el científico acuñaría como snapshot para dar nombre a un sueño que más tarde se haría realidad, la posibilidad, el anhelo de obtener fotografías con tiempos de décimas de segundo, y cuya extraordinaria consecuencia sería que el fluir del mundo quedaría atrapado, y por ello ya sería posible mostrar no sólo la apariencia de las personas sino también cómo estas personas sentían, como se reían, como vivían, en definitiva, de qué manera existían. Tan sólo este hecho, aparentemente no muy trascendente, pero revolucionario en mi opinión, provocado por el medio fotográfico, es el que ha creado una distancia insalvable entre dos mundos, aquel de mi juventud, un pasado en la lejanía, sumergido en la distancia, en imágenes silenciosas, incluso mudas, y este otro universo en el que ahora habito, que llegará a futuras generaciones con su realidad, fragmentos de vida, mostrando seres humanos que ciertamente vivían, un mundo que late, y no como bustos disecados, más lejanos que aquellos seres representados en aquellas cabezas de piedra griegas o romanas y que Burton fotografió sin descanso. Son las palabras, de nuevo, en todo caso, las que nos han recordado que aquellos bustos también estuvieron vivos. Un asunto interesante al que no se le ha prestado mucha atención, y sobre el cual se podría reflexionar, ya que aquel papel asignado a la escultura y a la pintura, y actualmente a la fotografía, por su fidelidad, por su falta de imaginación, por su veracidad, nos garantiza que las personas retratadas sean sentidas como más vivas, más cercanas.

   Sir John Herschel también se encontraba en el círculo de amistades de Julia Margaret Cameron y, al igual que Alfred Tennyson, fue fotografiado por la insigne retratista en varias ocasiones. Herschel estuvo muy implicado en el nuevo medio de representación del mundo, siendo él quien llamara fotografía a la fotografía, según me dijeron, término excelente en mi opinión, pues relacionaba fotos y grafos, luz y escritura, naturaleza y cultura, esa confluencia de términos que yo intuía como inseparable de mi idea de viaje. John Herschel fue asimismo quien aconsejó a William Henry Fox Talbot, e incluso al francés Daguerre, sobre el uso de hiposulfito de sodio, así me lo dijeron, para fijar las sales de plata, las imágenes, producto mágico, sin el cual las fotografías obtenidas, vistas al sol, tal como Fox Talbot las llamaba, estaban condenadas a desaparecer por causa de la luz, el mismo elemento que las hacía posibles, algo no muy diferente a lo que nos ocurre a los seres humanos con el oxígeno, el elemento que nos permite vivir al tiempo que nos oxida hasta la muerte. La semejanza es oportuna atendiendo a que en una velada informal de personas cultivadas en Londres, creo que fue en el hotel St. James en Jeremy st, me explicó Burton, uno de los presentes aseguró en un momento dado que las fotografías eran residuos oxidados de la experiencia, a lo que alguien añadió a continuación que las fotografías no eran tanto un producto de la experiencia como del deseo, opiniones que yo nunca discutiría, dado que cada persona ve y entiende algo diferente en cada fotografía, y son muy diversas las razones por las que se puede tomar la decisión de optar por la escritura fotográfica. Para mí, y quizá también para Burton, las fotografías eran huellas de la existencia, lo cual no implicaba que no considerase que las mejores de ellas no portasen además de una impagable información del mundo una gran belleza en muchos casos, quizás inquietante como la visión de nuestra propia existencia cuando la contemplamos desde un cierto ángulo, digamos una belleza quizá oscura y que las fotografías transportan, pienso que en mayor medida que las palabras escritas, ya que es producida por esa presencia llena de ausencias, y por esa ausencia repleta de presencias que solo las fotografías pueden portar. De cualquier manera, creo que nadie podría decir que las fotografías, al menos hoy por hoy, no son residuos oxidados del mundo, de la existencia.

   Por aquel entonces mis inquietudes y mis intereses eran de carácter literario, si bien también empleaba algún tiempo en mis dibujos, actividad que me reportó grandes satisfacciones, a pesar de que siempre fui consciente de que nunca llegaría a dibujar como aquellos grandes dibujantes viajeros que yo admiraba, grandes paisajistas, Friedrich, Runge, Blecher, sin duda Turner, y nunca me permití pretender ser el que no era, un consejo que me había dado mi padre antes de partir y que siempre agradeceré, y que por alguna razón enlacé con otro buen aviso que le dio el padre del futuro sheriff  Wyatt Earp a su hijo cuando éste salió de su pueblo camino de la universidad para estudiar leyes, o quizá en su luna de miel, un viaje truncado por la tragedia como bien sabemos. Wyatt, le dijo su padre, sé discreto y respeta siempre las leyes, impagables palabras que quizá relacioné finalmente por su más amplio significado, esa manera aristocrática de comprender el ser humano y en definitiva el mundo, y que el padre de Laertes ya adelantaba al aconsejar a su hijo cuando éste partía para Francia ante la atenta mirada de su hermana Ofelia. Todos parecían dar por hecho que siempre que se parte de viaje se desea volver algún día, que hay alguien que espera nuestro regreso, que desea que volvamos de nuestra andadura sin habernos corrompido. Ante todo sé tú mismo, escuchó Laertes, vuelve con el proyecto cumplido, no importan las vicisitudes, un buen tomar tierra después de haber volado y visto el mundo desde el cielo, y no importará si el viaje fracasa, el fracaso es no partir, me decía yo a mí mismo. Fuese como fuere, es el resultado del desafío, sientes que te esperan y que siempre tendrás un lugar en el que serás recibido, un plato con comida, sean cuales sean los resultados del reto, un sentimiento compartido por quien sale de casa, por quien se grita a sí mismo que volverá y con los mismos afectos que deja en suspenso. Eran los consejos que en definitiva había recibido el joven Laertes antes de partir, no hacia falta más, un espíritu muy cercano, pienso, al que poseyó Ulises en su epopeya, algo que comprendí más tarde, cuando bordeábamos Corfú ya para atracar, y allí a lo lejos estaba Ítaca, escondida, lo recuerdo, el texto de una fotografía ya olvidada, me enfrenta a ello. Yo veía, mis ojos lo vieron, quizás un espejismo, el sonido de una tormenta que no traía agua, al final llegará el aguacero, me decía, pero aquella tierra de Ítaca, desértica y pedregosa, mala para los caballos e incluso para las cabras, y que yo supuse ver desde aquel mar poblado de fantasmas, era uno de los orígenes del mundo, al menos del que yo conocía, un mundo expresado en unas  palabras que yo comprendía. En el reverso de la fotografía está escrito:

   Fortaleza en Corfú. No hay continuidad, los lugares comienzan y terminan, las imágenes pasajeras, furtivas, sus instantes, hablan y callan… y así sucesivamente. Estamos muy cerca de Ítaca, esa isla que no era una isla.

En el diario de Burton:

Las cosas dejan de ser las que eran y pasan a ser otras cuando las nombramos de diferente manera. Fotografiar es nombrar, Dios no creó el mundo sino que lo nombró, una opinión que puede necesitar de una explicación.

 

Es una imagen que yo construí en mi mente, es la del joven que parte. La cámara inmóvil muestra un camino que se aleja con esa perspectiva, única, que el Renacimiento y la camara obscura hicieron posible, y un viajero con su bolsa al hombro se va yendo, se gira y da un último adiós con la mirada, y poco a poco vamos perdiendo su imagen, hasta que en ese punto final de fuga del camino, el vértice superior del triángulo isósceles que muestra el camino al alejarse, digamos, se oculta definitivamente. Un espacio infinito por delante, es el espacio que muchas fotografías dejan propuesto sin que ello se vea en la imagen, sin duda. La fotografía ha venido a demostrar que el Renacimiento tenía razón, dijo Burton. Es una despedida vista desde una cámara de cine, fija, inmóvil, así la vería yo. Una imagen extraordinaria, de desarrollo difícil para la fotografía, pero posible para ese milagro bien llamado cinematografía. Es probable que Burton hubiera opinado que, en principio, quizá no fuese esencialmente una imagen fotográfica, había un hecho narrado por medio, pero un buen fotógrafo sí lo hubiese dejado planteado, hubiera dejado plasmada la ilusión, la promesa de ese viaje, de ese adiós. Incluso una buena fotografía de ese camino, aún sin un viajero, sin una mirada de despedida, ya diría adiós. Muchas fotografías saben mostrar tanto un cierto pasado como un cierto futuro de ese presente congelado que vemos. El presente siempre está congelado, aún sin la ayuda de la cámara, diría en diversas ocasiones.

   Sir John Herschel fue uno de los grandes matemáticos y astrónomos de la época, un personaje ampliamente respetado, también por Charles Darwin. Cuando la embarcación HMS Beagle llegó a Ciudad del Cabo, en aquel tiempo un remoto lugar del imperio británico, el capitán Robert Fitz Roy y el entonces joven naturalista Darwin visitaron al eminente Herschel en junio de 1836 –un dato que leí-, que por aquellas fechas vivía allí, en una excelente casa en Cabo de Buena Esperanza con la extraordinaria misión de realizar un estudio completo de los cielos del hemisferio sur. Allí fue también donde Herschel conoció al matrimonio Cameron que disfrutaba de unos días de reposo escapando del duro clima de Ceilán donde el marido de Julia Margaret Cameron poseía plantaciones, parece ser que de té, pero hay quien dice, y quizá no sea cierto, que también estaba talando guaiacum officinale y guaiacum sanctum, árboles proveedores de lignam vitae, una madera que no flota, tal es su densidad, y con la que Thomas Taylor fabricaba en Glasgow excelentes bolas para lawn bowling, ese deporte tan escocés que entusiasma en muchos lugares, incluidas las colonias más lejanas, bolas que Burton coleccionaba. Ya más recientemente, Sir Ernest Shackleton construiría su barco con lignum vitae, el Endurance, para  explorar el continente del polo sur de la tierra, dada la dureza de esta madera noble, el fin del mundo sin duda, un viaje ciertamente complejo el de Ernest Shackleton, un auténtico viajero en mi opinión, uno de los más grandes, pues venció a la hostilidad, diría el ensañamiento que la naturaleza tuvo para con él y para con sus hombres, y no sólo no sucumbió a la locura como ha ocurrido a muchos viajeros, sino que tras regresar del infierno, habló por boca de su tripulación y pronunció unas palabras que fueron grabadas en cera: «And now, like myself they long to go, they want to feel the wild wastes of the frozen south».

Es obligado para mí hacer una referencia al nombre del barco de Shackleton, Endurance, y que el hielo polar aplastó y finalmente se tragó, si bien no lo tuvo fácil, fueron muchos los días que tuvieron que pasar para que aquel barco extraordinario se dejase hundir. Shackleton pertenecía a aquella raza que yo respeto, son valores que si algún día se hubiese dado el caso yo hubiera querido  inculcar a mis hijos. No deseo extenderme mucho en ello, es el Endurance el que me ocupa, pero de hecho no recuerdo dónde y quien fue quien dijo: Be a man, my son, o quizá algo parecido, le dijo a su hijo, un joven con ganas de devorar el mundo. Ernest Shackleton conoció la palabra Endurance ya desde niño, se encontraba en el escudo familiar, escrito en un excelente latín: Fortitudinr Vincimos, o bien, traducido, For endurance, we conquer. Con tesón, con paciencia, con capacidad para aguantar, para soportar… lo conseguimos, así decía. Con ello y un pedazo de pan que llevarnos a la boca la vida será vivida, le habría dicho su padre, incluso si nadamos por un mar infestado de tiburones, como probablemente así será. El fotógrafo que acompañó a Shackleton en la expedición al polo sur fue Frank Hurley, y me referiré a él en otro momento, ya que lo tendría presente en mi mente tras mi regreso a los campos de Flandes, muchos años después de mi peregrinaje en los días en los que Burton y yo veíamos en ellos la mejor pintura, alondras que se elevaban hacia el cielo, y tantas amapolas como bellas ciudades, Ieper y Poperingue. Lo recuerdo bien, nunca vi tantas amapolas como en los campos de Flandes.

   Mi interés por los grandes viajes también llevan a mi memoria el caso de… único superviviente, extraviado, dado por desaparecido en una expedición ártica, quizás la capitaneada por Sir John Franklin, y que perdió la razón no lejos del polo norte, pudo ser en la isla de Spitsbergen, tan bien conocida por mi admirado Andrew Irving, en un punto prácticamente inaccesible de la costa, por causa del silencio, a pesar de que, según se llegó a decir, gritaba y aplaudía constantemente, e incluso recitaba fragmentos de El paraíso perdido, de Milton, para oír algún ruido, el sonido de algún pensamiento, frente a una naturaleza muda, todo ello en una interminable noche, un pánico que yo entendí que pudiera sobrevenir cuando posteriormente recorrí las tierras de Laponia y finalmente llegué allí, a la isla de Spitzbergen, proyecto de viaje ya acariciado por Burton pero que no pudimos llevar a cabo en su momento. Entre otras razones, no existió la posibilidad de cruzar una franja de mar de aproximadamente dos millas que permitiría llegar a la isla donde se encuentra el punto más septentrional del continente.  Posteriormente supe, cuando me dirigí a obtener imágenes cinematográficas de las costas de Cabo Norte que, en ciertas ocasiones, cientos de renos mueren por no poder alcanzar los pastos de la isla debido a las malas condiciones climáticas de esa franja de mar, tal como muchas veces ha ocurrido en el canal.

   En su diario, aquel hombre desesperado escribió, cuando aún podía hacerlo, que en ocasiones tenía que taparse los oídos porque el silencio parecía romperle los tímpanos, incluso deseaba que el hielo se resquebrajase para escuchar su ruido amenazador aún con riesgo de su vida. Su voz fue cada vez más débil, sus palabras se hicieron ininteligibles, y cuando fue rescatado con vida por la Marina británica –eran los días de lo que se llamó la fiebre blanca, su mirada era abstracta, perdida, esos ojos que no miran a ninguna parte, y que es visible en algunos de los retratos que se hacían en aquella época con exposiciones de muchos segundos e incluso minutos, por lo que los ojos carecían de mirada, de vida, estaban vacíos, sin fondo, como el busto que fotografiamos quizá en Grecia, probablemente el de Alejandro Magno, pero también como el retrato fotográfico hecho por el artista-fotógrafo Victor Morin al pintor holandés Vincent van Gogh, descubierto muy recientemente, tan fácil de imaginar como el retrato de su cadáver o de su estatua de cera, incluso de su máscara, a partir del cual el pintor obtuvo su autorretrato pero ya con unos ojos recreados, profundos, nítidos, portadores de una mirada. Es este hecho al que yo deseaba referirme cuando me planteaba el problema de los bustos fotográficos frente a las estatuas griegas, probablemente copias romanas. Una sensación acuosa en aquellos ojos, en la fotografía, como el agua que hubiese fluido sin cuerpo tras John Ruskin en aquel lugar de Escocia, si el retrato con paisaje en aquel año de 1853, se hubiese tratado de una fotografía en lugar de una pintura.

   Los Cameron y Herschel volverían a encontrarse años más tarde en Wight y mantuvieron una amistad que duraría más de treinta años. Para Darwin, también excelentemente retratado por J. M. Cameron, al igual que Alice Liddell, Thomas Carlyle, y tantos otros, aquel encuentro fortuito con Herschel iba a ser más importante de lo que él mismo supondría, ya que posteriormente escribiría El origen de las especies, influenciado, sin duda, por el sabio Herschel. En cierto modo yo me veía, salvando obvias distancias, como el joven Darwin en su viaje con el experimentado y respetado capitán Fritz Roy, una figura no muy lejana a la que yo percibía en Burton, si bien es cierto que Roy estaba a favor de que la esclavitud existiese, algo que por fortuna Burton no podía admitir, y es necesario decir que Roy no estaba a favor de cualquier esclavitud, no estaba de acuerdo con que él fuese esclavo. También son matizables aquellas palabras de Darwin, al menos en mi opinión:

   Construimos asilos para los imbéciles, los mutilados y los enfermos. Promulgamos leyes de pobres y nuestros médicos aplican todos sus conocimientos para conservar la vida de cada uno de los hombres hasta el último momento… así es como los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su especie. Nadie que haya trabajado en la reproducción dudará de que esto es sumamente perjudicial para la raza humana.

Eran otros tiempos para todos, tiempos cambiantes, días de confusión, el humanitarismo aún no era moneda corriente, en todo caso allí se encontraba el Dr. Barnardo, en Londres, ayudando a los peor tratados por la sociedad. Días de mundos por explorar, de lugares aún sin nombrar. Todos somos producto de nuestra época, si bien unos más que otros, recuerdo que comentó Burton en Atenas, intentando dar forma en su mente a la democracia griega.

El padre de John Herschel fue William Herschel, un gran astrónomo que tuvo en su haber, entre otros muchos excelsos logros, el de haber descubierto en 1781 el planeta Urano mediante el uso del telescopio. Fue producto de años de observación. Ocurrió, sin embargo, que Urano parecía estar perturbado por movimientos extraños, por lo que se pensó que podría haber otro planeta aún sin descubrir. Se trataba de Neptuno y que, según el conocido y comprensible orgullo nacional francés, Leverrier descubrió mediante cálculo matemático, si bien un año antes esos cálculos ya habían sido hechos por John Couch Adams, asunto interesante donde los haya, el de crear un planeta con una pluma, tinta y papel. Todo ello maravillaba a Burton, quien llegaba a preguntarse si el mundo, el nuestro, mucho más cercano y visible, el que nosotros pisábamos, no sería también y tan sólo una fórmula matemática. Es conocido el shock que sufrió el gran escritor, fotógrafo y pintor francés Victor Hugo al ser invitado por su amigo el astrónomo Francis Arago a ver la luna a través de su telescopio. Victor Hugo quedó muy afectado por la experiencia de tener la luna al alcance de la mano, un universo que siempre se encontró en otro lugar, en una distancia infinita, insalvable, como si se tratara de un objeto imaginario, y que por la magia de las lentes se había convertido en realidad, fuente de múltiples fantasías e ilusiones tal y como la película Viaje a la Luna del gran Georges Méliès dio fe. No es casual que Francis Arago fuese uno de los participantes en la presentación de la fotografía en París, del nuevo invento de Louis Daguerre, en su honor llamado daguerrotipo, imágenes de una extraordinaria calidad, aunque sin la posibilidad de obtener innumerables copias, tal como había conseguido W. H. Fox Talbot con el sistema negativo-positivo inventado por él. Tampoco fue una casualidad que John Herschel fuese un apasionado de la fotografía, y no solo por su amistad con J. M. Cameron, ya que la fotografía trata tanto de universos difícilmente ubicables en la mente, ya sea en la distancia como en el tiempo, como de máquinas de precisión óptica y mecánica que perturban el tiempo y el espacio. Es un mundo de lentes, de espejos, de luz. En palabras de Burton, Newton y Leonardo hubiesen podido firmar como sociedad las mejores fotografías, fotografías nunca predichas, nunca imaginadas, extraordinarias, fotografías por hacer, diría. Estaba convencido de ello, y la gran admiración que profesaba por Leonardo de Vinci pudo deberse a muchas razones ciertamente, pero sin lugar a dudas a que, atendiéndonos a Burton, Leonardo pensaba en términos visuales, su pensamiento era, digamos, estrictamente visual, cualidad que un fotógrafo debía poseer. Leonardo entendía, continuaba Burton, que una imagen es pensamiento visual en una superficie, y que intentar resolverla con los recursos de nuestro lenguaje habitual, el que nos sirve para explicar las cosas, no sería una apropiada aproximación a las imágenes.

   Para el ilustre poeta e historiador Thomas Campbell, William Herschel no sólo era un científico eminente sino también un gran poeta, y lo era por la manera en la que miraba los cielos, aquella imagen clavada para siempre en la retina del pequeño John en muchas noches frías y solitarias, en una oscuridad absoluta, que había pasado junto a su padre mirando destellos de luz que iban llegando, emitidos mucho antes de la aparición del ser humano sobre la tierra. Lo cierto es que Herschel padre mostró el camino que debía ser recorrido para mirar el universo, si bien pudo haberse equivocado en algunas apreciaciones. Uno de sus errores más conocidos fue que llegó a pensar que el sol pudo haber estado habitado, algo en lo que ahora no valdría la pena detenerse, pero no tan disparatado como pudiera pensarse, ya que habría partido de la confusión que hubiera producido una estrella al explotar, según entendiésemos que dicha explosión marcase su nacimiento o su muerte. Uno de sus más dolidos fracasos personales fue, en todo caso, que no consiguió establecer el paralaje de las estrellas, tarea a la que dedicó toda su vida. Herschel dijo: «He llegado a ver más lejos en el espacio, más allá que cualquier otro ser humano antes que yo. He observado estrellas cuya luz, y es algo que puedo demostrar, ha tardado años en llegar a la tierra. Aún más, aunque esos cuerpos lejanos hubieran dejado de existir hace millones de años, todavía los veríamos, ya que la luz continuó viajando después de que el cuerpo hubiera desaparecido».

   Una idea que entusiasmaba a Burton, la idea de obtener una fotografía, concretamente  del Partenón, cuando éste aún se hubiese encontrado entero y pintado, la policromía de la catedral de Estrasburgo, pero también el retrato de Platón, de Tomás Moro, de María Antonieta, por supuesto si Versalles hubiese estado mucho más lejos de Oxford. Una reflexión realmente atractiva pero que pertenece al mundo de la fantasía y de los deseos, y ciertamente no habría nadie más interesado que yo en viajar hacia el pasado en la extraordinaria máquina que ha creado H. G. Wells, tan solo pediría unos años, aquellos en los que mi vida era la de un joven privilegiado que sentía que el mundo era suyo porque tenía razones poderosas para sentir de aquella manera.

   Para Campbell, los comentarios de Herschel eran ciencia y poesía en perfecta comunión, una voz tan nítida como sobrenatural, si bien el astrónomo se limitaba tan sólo a constatar, con la humildad que caracterizaba a toda su familia, lo que había descubierto con su nuevos espejos parabólicos al apuntarlos en la dirección correcta. Caroline, hermana de William, y probablemente la primera astrónoma de los tiempos modernos, comentaba a una amiga, ya con noventa años y tendida en un sofá, que había creado con la imaginación un sistema solar completo en un rincón de su habitación, y había colocado en su lugar exacto cada astro recientemente descubierto. También  tumbado, quizá aburrido y mirando hacia el techo, según me dijeron, Descartes vio volar una mosca por la habitación y añoró la posibilidad de situarla en el espacio en cada momento de su vuelo, y pensó que si establecía un encuentro entre la verticalidad de la pared y la horizontalidad y profundidad del techo o del suelo, obtendría el punto donde ubicar a la mosca. De la misma manera, con un espíritu parecido, recostada y alzando la vista hacia el cielo con una mirada que parecía perdida, Mme… recreaba en su imaginación los salones de Versalles.

   Estas mentes fascinaban a Burton, y su respeto por Sir John y por Sir William Herschel sólo era superado por el que profesaba por Sir Isaac Newton, una admiración que yo entendía natural en alguien como Burton, habituado a trabajar con la luz, y con instrumentos de precisión óptica con el fin no sólo de descubrir el mundo, sino de describirlo y acotarlo. La matemática, escribió Burton, es la herramienta suprema para mirar y pensar el mundo, para comprenderlo, para ordenarlo, es el lenguaje de los dioses, es el lenguaje, un lenguaje que hay que descifrar, es el utilizado para hablar de las cosas realmente importantes. La matemática, decía, estaba a los pies de Newton, el mundo era oscuro hasta entonces y Newton lo iluminó con su mente, algo así como si Newton hubiese dicho que se hiciese la luz, y la luz se hubiese hecho. Es de rigor añadir que Nicolaus Copernicus y Galileo Galilei, eran asimismo científicos favoritos de Burton, y todos aquellos que tratasen con lentes, sin duda Baruch Spinoza, excepcional pulidor de lentes en sus periodos de penuria, también para su amigo el gran Christian Huygens, y que llegaba a producir pensamientos tales como Deus sive Natura, y a asegurar que las lentes cambiarían el mundo.

   En aquel ambiente, en el que Tennyson disfrutaba de té con pastas en casa de J. M. Cameron y ésta, a su vez, regalaba y dedicaba álbumes de fotografías a John Herschel, tuve la oportunidad de conocer a Burton Norton. Cuando desperté de mi sueño, ya me encontraba embarcado hacia el continente con el ánimo de ayudar a obtener las mejores fotografías posibles…

Eduardo Momeñe es fotógrafo y editor de fotografía de FronteraD, donde ha publicado, entre otros artículos, La línea de Palíndromo Mészáros: documentar una catástrofeBrian Griffin y ‘The Black Country’Dos cartas de Sergio LarrainIncidente en ARCOLa dama de Corinto y Acerca de Maryon Park. Las fotografías de Burton Norton se pueden ver actualmente en la exposición que lleva el mismo título en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, comisariada por el propio Momeñe

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