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Las fronteras de Richard Ford

 

 

Basta recordar las breves glorias de American Psycho de Easton Ellis o Submundo de Delillo para reconocer que la Gran Novela Americana (GNA, esa “bestia mítica de una tradición”, en palabras de Robert Stone) semeja un pedestal giratorio. Rodrigo Fresán atribuye el hecho al consumismo y a la capacidad recicladora de la mente americana, y, con la Trilogía americana de Philip Roth en el zurrón, propone otra forma de abordar el concepto: “pensar que para escribirla hay que ser grande en edad y en experiencia”. Tanto lo primero como lo segundo, diagnóstico y exigencia, son aplicables a la última novela de Richard Ford (1944): Canada (HarperCollins, 2012).

 

Ortiz de Montellano creía que con su poema Primero sueño había vaticinado el asesinato de Lorca con un lustro de antelación. A mí me resulta más sugerente su Segundo sueño, en que habla de la “voz de viento y sombra” de Ariadna como un “caracol de palabras”. Si desenrollamos su ovillo mágico, puestos a creer en las capacidades adivinatorias del mexicano, podríamos concluir que dicho caracol de palabras se ha hecho carne, habita entre nosotros y está destinado a escribir la GNA. Al fin y al cabo, después de tantos sinsabores va a ser difícil pechar con tal trápala, salvo que venga con la plica del oráculo y el sello de la profecía.

 

La redacción de Canada ha ocupado veinte años a Richard Ford. Cabe decir que en el ínterin ha publicado su trilogía de novelas de Frank Bascombe y dos libros de relatos, y que  su ritmo de trabajo incluye largas temporadas de barbecho. Frente a otros prolíficos autores, el disléxico y parsimonioso Ford se propone “escribir lo suficiente” y, mientras que hay quienes escriben como terapia, obsesión, venganza o “para expresarse”, nuestro autor reconoce que la vida va mejor cuando no se escribe. Ello explica que Canada sea su séptima novela en tres décadas de carrera.

 

Canada narra la extrañeza del mundo para una mente adolescente a través del anciano que rememora, lo que permite a Ford lucirse estilo y riqueza lingüística, así como un buen dominio del monólogo interior (demostrado con creces en El día de la independencia). Sin embargo, la exagerada reflexividad del joven de mente vieja hace plantear que quizá al cerebro adolescente le sientan mejor determinadas omisiones y cierto uso de la elipsis. El protagonista Dell Parsons se abisma al “despeñadero de la vida”, tal y como dijera Gracián, a través de la pérdida de la inocencia, que Ford simboliza mediante la imagen de un carnaval oxidado y la triste figura de un conejo entre las fauces de un coyote. Si la elección del esteta se define por su carácter mudable, pues siempre puede volver a la situación previa, para el hombre ético la elección deviene en quiebra existencial. Así, aun cuando Parsons tiene más de David Copperfield que de héroe existencialista, se aboca al aut-aut kierkegaardiano (elegir la propia desesperación), arrojado a la frontera con Canadá como presencia metafórica del límite. Una frontera, por cierto, no traspasada hasta las quinientas páginas; ya decía Fresán que el nomadismo de la Generación Perdida y de los beatniks ha dado paso a una “ficción sedentaria”.

 

Tal y como recuerda Ford en Flores en las grietas (recopilación de textos editada en 2012 por Anagrama para el público español), su descubrimiento del boxeo en la Asociación de Jóvenes Cristianos, en que decenas de muchachos entrenaban para Golden gloves, le enseñó algo más que a no dejarse golpear. Al boxeo atribuye no solo el descubrimiento de valores como la compasión y la dignidad, sino el desarrollo de su carácter: la conformación de una suerte de “dramaturgia interior”, un “drama íntimo de un sentido de la justicia” (p. 205. La cursiva es mía). Cabe recordar cómo, al inicio de la República, Sócrates le dice a Trasímaco que incluso en una banda de ladrones ha de existir el “sentido de la justicia”, pues, de lo contrario, difícilmente podrán llevar a cabo sus fines. Este drama íntimo puede servir para explicar el desencadenante de la novela: el fracaso de Bev Parsons (padre del protagonista) por su incapacidad de trajinar un simple robo. Su hijo Dell es un personaje esencialmente viril, de clara raíz hemingwayana, que encuentra un modelo a seguir en Arthur, hombre de una pieza capaz de atropellar sin remilgos a una banda de faisanes (en contraposición a su ayudante homosexual, ridiculizado en una descripción vodevilesca y homofóbica). Respecto a Bev, ¿no es Beverly un nombre de mujer? Nomen est omen.

 

En sus Reglas para la supervivencia de la novela (El País, 2007), Vicente Verdú rechazaba la narración encaminada a la apoteosis final y negaba a la intriga un valor más alto que el de un mero sudoku, defendiendo el gusto por la lectura como una auténtica degustación del texto. La narración en prolepsis de Canada no evita que el lector se tire trescientas páginas imaginándose cómo se sucederá lo que se avanza, pero la trama se despacha literalmente en las tres primeras frases del libro. No hay sorpresas ni cliffhangers y la novela adopta, parafraseando a Verdú, “la forma del accidente y el carácter de la inmanencia”. Bajo el esquema antitrágico que reproduce Canada, la esperada confrontación final con los tótems paternos es sustituida por un encuentro insustancial con la hermana fugada. No hay catarsis porque, desde luego, no podría haberla. Dell Parsons es la última encarnación del héroe estoico: su valor no es la madurez ni el perfeccionamiento moral, sino la resignación. Y su historia es la de quien requiere de toda una vida para explicársela a sí mismo. Siendo El mago, de John Fowles, uno de mis libros favoritos, comprendo perfectamente a Rick Gekoski, del Guardian, cuando dice que lo lanzó por la ventana. El despliegue de algunos libros semeja el intensísimo crescendo del Bolero de Ravel, que solo podría desembocar en un final abrupto, por lo que, volviendo a Verdú, no hay mejor opción que disfrutarlos como “un gozoso bocado de por sí”.

 

En cierto sentido, Canada es una meditación de Ford acerca de lo que fue su vida y lo que podría haber sido. Mientras que el padre de su amigo Ray se aferró a la botella con su nacimiento, Ford reconoce que en su caso sus padres afrontaron el compromiso y “dejaron las locuras para siempre”. Al rememorar el momento más triste de su infancia, una intrascendente asunto doméstico con árbol de navidad de por medio, Ford reconoce que no deja de ser “un insignificante descuido en la complicada manufactura divina” (Flores en las grietas, 115). Así, cuando ambos amigos evocaban sus historias, comprendieron “que la vida puede ir en un sentido o en otro, que siempre interviene la suerte y que vivir es cargar con las consecuencias”. La ficción no es, por tanto, sino un “calcular consecuencias” (p. 133). Su amigo Ray, a quien Ford trae a presencia frecuentemente, no es otro que Raymond Carver, naturalmente.

 

¿Gran Novela Americana? Es lo de menos. Para quien esto escribe, ya se publicó en 1962 con el título de Revolutionary Road. El propio Ford seguramente convendría conmigo. Lean su introducción a la novela de Richard Yates, incluida en la mentada recopilación de Anagrama.

 

 

 

 

Jorge Freire es escritor e ilustrador

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